A media tarde del jueves santo de 2014, se apagó la vida de Gabriel García Márquez y arrancó el lento proceso de su canonización literaria. Siempre reportero, Gabo tuvo la cortesía de morir a una hora apropiada para las ediciones del día siguiente –como lo hicieran Marcel Proust y Walt Whitman– aunque supongo que hubiera preferido evaporarse y transformarse en una neblina amnésica para no transitar el camino de Cortázar, a cuya muerte en 1984 escribió: “Si los muertos se mueren, debe estarse muriendo otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte. Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios”. Creo que al hablar del Gran Cronopio, García Márquez pensaba en sí mismo.
Pero como nadie tiene control de lo que pasa cuando ya no está, aquel viernes santo aparecieron los diarios con extensas crónicas –algunas bastante buenas– en reseña de la vida y obra del aracataqueño, mientras que en la radio y la televisión, los críticos y analistas se disputaban ferozmente el espacio para relatar experiencias, anécdotas y vivencias al lado de quien ya no podía defenderse.
Con la celeridad del caso, of course, se anunció el imprescindible homenaje en Bellas Artes que, imagino, su familia no tuvo más remedio que aceptar. Y hasta mi hogar medio derruido por el temblor, llegó el siseo de los declarantes profesionales rumiando la mejor sentencia para postular como el encabezado o bite más recordado. Vaya, hasta yo mismo, que por entonces no daba golpe por motivos existenciales, reclamé mi cachito de Gabo, transmutado en un muro de Berlín literario sobre el que se abalanzaban los cazadores profesionales de mementos.
Sucede que alguna noche compartí mesa con él y con Fuentes, y tengo fotos para probarlo. Sucede que le mandé ejemplares de mis libros. Sucede que su secretaria se comunicó conmigo para decirme, palabras más, palabras menos, que o los recogía o serían regalados (no dijo a quién). Resulta que eso me encabritó, pero resulta también que recordé que a los autores hay que leerlos, no tratarlos, pues si quisieran ser populares se dedicarían a las telenovelas. Y resulta también que el sepultado por las alabanzas nunca pidió mis libros, aunque uno de ellos sin duda lo hubiera atrapado, sospecha que pude casi confirmar después de leer Vivir para contarla, la extraordinaria memoria que para mi es lo mejor después de la saga de los Buendía.
En aquel libro regalado-a-quién-sabe-quién, doy cuenta de una conversación con Edmundo Valadés en la que confesó con gran remordimiento que cuando García Márquez era un desconocido, le pidió publicar en la revista El Cuento un relato de Los funerales de la Mamá Grande y Edmundo no aceptó, pues creyó que podría ofender el sentimiento religioso del pueblo. “¡Imagínate!”, exclamó entre güisquis, “¡yo hubiera sido el primero en publicarlo en México!” Pero no fue así y la Editorial de la Universidad Veracruzana, cuando era lo que fue, tuvo el honor de sacar a luz el libro… cuyos derechos perdió años después.
Ya famoso el colombiano, coincidió con Valadés en una comida en Cuernavaca, creo que en casa de Garibay. Al saludar al de Guaymas le dijo muy serio: “Veo que ha publicado usted uno texto mío en El Cuento y Carmen lo anda buscando por aquello de los derechos”. Valadés sintió la muerte chiquita. ¡La feroz Carmen Balcells lo tenía en la mira! Estaba a punto de perder el sentido cuando se dio cuenta de que García Márquez estaba chanceando. Siempre se tuvieron aprecio.
Esa fue mi aportación al tsunami memorioso de aquel año. La completé con lo que escribí en ocasión de un cumple de Gabo en donde a la vez retomé un JdO de quince años atrás.
“Dicen los diarios capitalinos, con La Jornada a la cabeza, que muy temprano en la mañana el Gabo salió a la puerta de su casa el día de su 84° cumpleaños y juguetonamente preguntó: ‘¿Por qué tanto alboroto?’, chanza que puso a danzar de gusto a los admiradores, quienes cubrieron de flores al célebre aracatecano y además le cantaron las mañanitas.
Supongo que es obligado unirse a los fastos, aunque debo confesar que si bien Cien años de soledad fue un hito en mi vida de lector, poco más hay en la obra de García Márquez que me mueva, salvo su trabajo periodístico. Así que perdonarán si en vez de fraguar ingeniosos parabienes conmemorativos, recuerdo lo que escribí hace años sobre el mismo autor.
Gabriel García Márquez detesta las entrevistas, según sé. Hace bien. Su oficio es escribir. Más libros y menos declaraciones, eso es lo que queremos sus lectores en todo el mundo.
Viene a cuento lo anterior por los borbotones de tinta que hizo brotar el triple aniversario del escritor. Cincuenta años de periodista, setenta de edad y treinta de Cien años de soledad, no son poca cosa para críticos y analistas. Son fechas mágicas.
Confieso que al ver en las secciones culturales de los diarios espacios conmemorativos brotar como hongos y escuchar en una estación sí y otra también, programas dedicados al trianiversario, me apenó no estar sumado al homenaje. Después de todo don Gabriel nació al mundo de las letras en pañales de reportero, igualito que yo.
Decidí pues, subsanar la omisión y dedicar ‘JdO’ al tema. Busqué en mi archivo, pedí libros y ensayos, hablé con expertos e intelectuales, medité, reflexioné… y recuperé un sentimiento que creía olvidado desde mi paso por las aulas: así como don Gabriel no simpatiza con las entrevistas yo no tengo maldito gusto por la hermenéutica literaria.
¿Qué es lo que realmente interesa? ¿Leer y disfrutar una obra o descubrir las verídicas o supuestas motivaciones del autor ante la página en blanco?
Con la generosidad que le es característica, Omar Raúl Martínez puso en mis manos una joya de su biblioteca para ilustrarme: Entre cachacos-1, volumen III de no sé cuantos editados en 1983 para analizar la obra del aracataqueño. En el libro, Jacques Gilard emplea 72 de las 411 páginas, el 17.5% del texto en letra de 9 puntos, para llegar a conclusiones tan asombrosas como que don Gabriel fue en realidad muy mal crítico de cine, o que en numerosísimos textos anónimos en El Espectador de Bogotá y El Heraldo de Barranquilla, pueden detectarse indicios que eventualmente llevarían a suponer que habría altas probabilidades de que el joven Gabriel hubiese intervenido en su redacción.
O joyas como ésta (p. 53): ‘Está claro que la práctica del reportaje le sirvió (a García Márquez) como una forma de preparación antes de emprender la redacción de obras literarias’. ¡Oh!”.
Algún oscuro placer debe entrañar, supongo, el ejercicio de rastrear y recuperar textos reconocidamente menores y llegar a la conclusión de fueron justo 67 en el periodo analizado, número que crecería a 70 ‘si se tienen en cuenta dos reportajes anónimos pero atribuibles a García Márquez’. Que me maten si sé cómo tal muestra de cuestionable erudición beneficie a la obra.
Leo en ‘El Ángel’ de Reforma, el ensayo de Carlos Rubio Rosell titulado ‘Volver a la semilla’: ¿Dónde nace el mundo de Gabriel García Márquez, por qué, de qué manera y cómo se amamantó la imaginación del autor de Cien años de soledad, dónde están las claves que engendraron esa narrativa poderosa, desbordante, alucinada, del hombre?, y me pregunto: ¿tener conciencia de todo eso me haría vivir y disfrutar mejor la obra? Como diría el indeciso, quizá sí, quizá no.
En todo caso, ¿importa? Puedo citar de memoria pasajes enteros de Cien años de soledad, libro que conocí en la primera edición que llegó a México, la de Sudamericana, con la portada azul de las carabelas. El libro me mantuvo sin dormir durante meses. Lo leí y releí como creo ninguno otro desde entonces. Me enamoró fatalmente, al extremo de que no ha habido otro de don Gabriel que me haya provocado ni un pensamiento de infidelidad. ¡Al carajo las oscuras motivaciones del escribidor frente a la hoja en blanco! Choquemos las copas por la existencia de la obra entre nosotros y todo lo que ella nos dio.
El mismo Rubio Rosell nos convida con otro espléndido ejemplo de cómo se puede retroalimentar y enredar hasta que la materia del análisis quede irreconocible incluso para el autor que la parió: ‘El germen, el humus de todo ese portento (García Márquez, of course) está en sus primeros diez años de vida. Y su mundo literario no podía venir de otra cosa sino de ahí, de esos años que fueron decisivos para que surgiera el escritor que es, dice Dasso Saldívar’, quien, nos informa un poco más adelante Rubio Rosell en el artículo citado, invirtió nada menos que 20 años de su vida en una biografía de don Gabriel. Lástima que nadie le haya informado al señor Dasso que no sólo García Márquez, sino todos los humanos, tenemos el germen de nuestro humusen ese periodo crítico de la vida. En fin. Yo regreso a leer Cien años…y me vale que el mentado humushaya surgido en los diez, veinte o treinta primeros años de GGM. El libro, la obra, ya es mía.
Saludos, Gabo, en donde quiera que te encuentres. Tengo en mi despacho la foto que nos tomamos con Fuentes al salir de aquella cena en casa de Pepe Carreño. Joder, algunos de mis alumnos no los reconocen.
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