Leo en Tiempo de morir, el estrujante testimonio sobre el motín de la cárcel de Attica de 1971, el pasaje del huracanado encuentro de Tom Wicker con James Baldwin. Wicker, rubio y waspiano, confiesa casi llorando a Baldwin, negro y revolucionario, que gustoso daría su piel blanca a cambio del talento literario de su amigo.
Wicker era el reconocido jefe de la corresponsalía en Washington del New York Times. Se movía en los círculos intelectuales, políticos y económicos de la capital del imperio. Sus columnas eran lectura obligada de la clase dominante. Nadie olvidaba que, durante cuatro horas del viernes 22 de noviembre de 1963, sus despachos fueron las únicas noticias del atentado a Kennedy en Dallas.
Vivía en una gran casa, sus hijos estaban en los mejores colegios… pero se sentía fracasado: sus aspiraciones literarias quedaron en seis novelas que no cambiaron el mundo. Padecía sobrepeso y estaba divorciándose. En la tarde del 10 de septiembre de 1971, después del almuerzo en un exclusivo club privado, recibió la noticia de que los presos amotinados en Attica lo querían como testigo de las negociaciones con las autoridades; y de esa experiencia nació Tiempo de morir, quizá el motivo de la discusión con Baldwin.
En una próxima entrega de JdO hablaré de ese libro que es, con La sombra del caudillo de Guzmán, Gandhi de Fischer, Estrella roja sobre China de Snow y otros, un brillante ejemplo del periodismo puesto al servicio de la historia. Pero hoy es un pretexto para traer a escena al gran autor con quien Wicker discutía acaloradamente aquella noche: James Arthur Baldwin.
Nació en el barrio negro neoyorquino de Harlem en 1924, en plena depresión. Hijo de un predicador fanático y autoritario, y de una mujer cuya ocupación principal era echar hijos al mundo, Baldwin se convirtió en la voz literaria de los negros estadounidenses en el fragor de la lucha civil de los sesenta. Su amor por los libros era tan grande como el odio a su padre. En Apuntes de un hijo de la tierra, uno de sus más conocidos ensayos, nos presenta desde el primer párrafo una brutal introducción a su vida:
El 29 de julio de 1943 mi padre murió. El mismo día, unas horas después, nació el último de sus hijos. Durante el mes anterior, mientras esperábamos el desenlace de estos acontecimientos, había tenido lugar en Detroit una de las más sangrientas revueltas raciales del siglo. Unas cuantas horas después del funeral de mi padre, con sus restos en la capilla, un motín racial se desató en Harlem […] Ese día cumplí 19 años. Lo llevamos al cementerio entre gritos de injusticia, anarquía, descontento y odio. Me parecía que Dios mismo había orquestado, para conmemorar el fin de la vida de mi padre, el más sostenido y brutalmente disonante de los sucesos.
Resulta por lo menos asombroso, después de esta descarnada confesión, saber que Baldwin siguió los pasos del finado y que adolescente aún fue consagrado como ministro y predicador en la iglesia Fireside de Harlem, barrio que habría de convertirse en el centro literario e intelectual de la comunidad negra yanqui y escenario de violentas manifestaciones durante el movimiento proderechos civiles del siglo pasado.
Quizá una explicación sea que el predicador era en realidad su padrastro, pues James fue hijo ilegítimo. Otra, que las misteriosas tensiones en la relación padre-hijo se manifiestan en conductas de complejidad insondable. Sea como fuere, en el púlpito Baldwin encontró su verdadera vocación, la literaria, aunque ese encuentro no sería de inmediato.
En uno de sus numerosos ensayos, casi todos preñados de biografía, asentó que sus tres años en el ministerio lo convirtieron en escritor porque vivió expuesto a la desesperación y simultánea belleza de la grey a su cargo. Creo que a Baldwin le sucedió lo que al novelista indio R. K. Narayan, quien no soportaba la vista desde su ventana pues sabía que no podría recuperar las millones de historias que desde ahí veía. Y pensándolo bien, ¿no es lo que pasa a los periodistas, escritores y otros creadores que andan por la vida con los ojos abiertos?
Baldwin dejó los hábitos y transitó por una serie de empleos antes de establecerse en Greenwich Village y comenzar su vida de escritor. Ahí sobrevivió publicando reseñas de libros en el New York Times y en 1948 conoció a Richard Wright, quien le procuró una beca para viajar a Francia y a Suiza.
En 1953 aparece su primera novela, Ve y dilo en la montaña, en la que resalta el fuerte acento adquirido en sus años de predicador y que lo consagró como el más sobresaliente escritor sobre la condición de los negros en Estados Unidos. La siguiente, El cuarto de Giovanni (1956), es una historia de amor homosexual. Apuntes de un hijo de la tierra (1955) y Nadie sabe mi nombre (1961) son libros de ensayos y memorias de su juventud. Baldwin es autor además de Otro país (1962), La próxima vez el fuego (1963), Blues para míster Charlie (1964), Dime cuánto hace que se fue el tren (1968), Sin nombre en la calle (1972) y los ensayos agrupados en El costo de admisión (1985), entre otros títulos.
El tratamiento de temas a partir de su homosexualidad hizo a Baldwin blanco de acerbas críticas desde los mismos círculos que se beneficiaron con su aporte intelectual y militancia por los derechos de la minoría negra. Eldrige Cleaver, el notorio “pantera negra”, lo acusó de exhibir en su obra un “doloroso y total odio hacia los negros”.
“Supongo”, respondería el autor, “que todo escritor siente que el mundo en el que nació es nada menos que una conspiración contra el cultivo de su talento”.
El 22 de agosto de 1963 tuvo lugar la jornada de Washington en la que Martin Luther King pronunciara la portentosa oración que habría de convertirse en el programa de la lucha contra la discriminación racial en Estados Unidos y el resto del mundo. “Tengo un sueño”, exclamó King ante la multitud que abarrotó el parque llamado Mall, “de que mis cuatro pequeños hijos un día habitarán un país en el que no se les juzgue por el color de su piel, sino por la entereza de su carácter”.
Baldwin estuvo en la aglomeración aquel jueves estival. A principio de los sesenta había regresado de su autoexilio para incorporarse a la lucha al lado de King, sin dejar de buscarse a sí mismo. Producto de varias minorías (negro, pobre, homosexual, periodista y escritor) decidió que además de su participación intelectual debía ensuciarse las manos como militante. Viajó extensamente por las regiones de mayor discriminación racial. Producto de ese tiempo fueron Apuntes de un hijo de la tierra y La próxima vez el fuego.
Aparentemente esa época de su vida también fue amarga y llegó a la conclusión de que las cosas cambiarían sólo por la vía de la violencia. Después del asesinato de Martin Luther King y de Malcolm X, regresó al extranjero en donde no sólo pudo cultivar una mejor perspectiva de su existencia, sino que encontró una solitaria libertad para su oficio de escritor. “Una vez inmerso en otra civilización –escribió– “te obligas a examinar la propia”.
En la nación vecina aún hoy se viven las consecuencias de la integración forzosa de razas negras vía el tráfico de esclavos. James Baldwin fue producto de ese encuentro forzado y doloroso, como lo fue King, como lo fueron y son millones de negros estadounidenses. Vivió además, como apunto arriba, el peso de su pertenencia simultánea a un abanico de minorías en un contexto social, recordemos, que en comparación con el tiempo actual era asfixiante y aniquilante.
James Baldwin nos dejó una estampa de su niñez en Harlem: “Sabía que era negro, desde luego, pero también sabía que era inteligente. Ignoraba cómo utilizaría mi inteligencia, incluso si pudiese aplicarla, pero era lo único que poseía”.
Al terminar de redactar estas líneas, por una extraña asociación de ideas recuerdo la novela de Harper Lee, Para matar un ruiseñor, y me pregunto si, guardadas las distancias y circunstancias, James Baldwin podría ser considerado el Atticus Finch de los derechos civiles negros.