África

Colonialismo digital, entre el interés privado y lo transnacional

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Menos de una cuarta parte de los habitantes de África tienen acceso a una conexión de Internet. Y en conjunto, su participación global no llega siquiera al 10% de la población conectada a nivel mundial.

Las dificultades no paran ahí. La poca o nula conectividad se suma a costos que pueden ser hasta 10 veces más altos que el costo promedio en países desarrollados.

La paradoja salta a la vista: quienes más los necesitan, menos acceso tienen a ello. No es una paradoja exclusiva de la Era Digital, sino el dramático resumen estructural de la inequidad llevada a niveles planetarios.

Los mapas no tienen márgenes. Los tienen, claro, pero ello corresponde más su composición gráfica, ya sea en papel o digital, que a la propia condición de los territorios que representan.

Abierto e interconectado, el mundo de hoy, globalizado e interdependiente, dibuja, sin embargo, sus propios márgenes a partir de la exclusión.

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Imagen: Universo Abierto.

No sorprende en absoluto, en ese sentido, que algunas de las nociones centrales hacia modelos de desarrollo global más equilibrado, refieran, justamente, a la noción de circularidad como epítome de su visión de futuro.

A diferencia de la figura de la línea progresiva y ascendente con el que siglo XX fraguó su discurso de éxito, pensar, hablar, asumir una economía que pudiera ser circular, revela ya en sí misma una imagen sin márgenes.

Lo que se trasluce es en cambio la atención de ese momento en que los márgenes, simbólicos y reales, son habitados por aquellos que no tienen sitio: los sin lugar; es decir, los marginados.

Hasta hace un par de años, los niveles de marginación tecnológica del continente africano eran simplemente inconcebibles.

En la inmensa mayoría de los países del continente africano, naciones de ingresos bajos, sus habitantes pagan los precios más altos del planeta para tener acceso a una herramienta que hoy significa romper inercias de marginalidad ancestral.

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Imagen: Alliance.

Internet no sólo es una potente herramienta para que las personas puedan comenzar la transición hacia nuevas formas económicas, sino además es un componente básico de libertad individual y participación ciudadana.

En sentido inverso, la experiencia es irrefutable. Mientras mayor sea la brecha digital, las víctimas seguirán siendo quienes ya lo son en otros ámbitos; especialmente las mujeres y quien habita en zonas no urbanas.

Las dificultades de acceso a la Red, eso está claro hace tiempo, expanden y robustecen desigualdades, a través de una suerte de esquema perverso de doble o triple exclusión.

Para considerar un acceso asequible, la media no es arbitraria, por cierto. Ha sido la propia Organización de las Naciones Unidas que ha establecido un tope de 2% de los ingresos como lo máximo que alguien debería pagar por un 1 GB de conexión.

En algunos países africanos este 2% recomendado por la ONU, puede elevarse hasta 10 veces más, es decir, 20% del salario medio de una persona.

La propia Naciones Unidas, empero, alerta también sobre señales positivas. A pesar de las dificultades, el acceso a Internet en África crece exponencialmente.

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Imagen: Pinterest.

Sí, es cierto, a la fecha sólo alrededor del 24% de su población tiene acceso a la Red, pero habría que decir en descargo, que hace tres lustros, en 2005, este porcentaje llegaba a duras penas al 2% de la población.

Las prácticas monopólicas, erradas y erráticas políticas de gobierno, paupérrima infraestructura, forman parte del entramado que, de no corregirse, mantendrá a los africanos al margen de la sociedad digital global.

La fórmula para revertir esta situación pasa por la adopción urgente de políticas públicas que regulen efectivamente las prácticas monopólicas, refuercen la competencia, bajen precios y mejoren calidad.

No menor resulta que los gobiernos se comprometan a la vez con el despliegue de acciones efectivas para instalar zonas de acceso libre en espacios comunes.

Convergentes, pues, con la asequibilidad y la calidad, aparece la infraestructura, por un lado, y el afianzamiento de Internet como una cuestión pública, es decir, como un espacio regulado y estimulado desde la responsabilidad de los Estados, no de los privados.

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Imagen: SciDev.

Cual si fuera el dibujo de un círculo, se tiene previsto que el proyecto “2Africa” haya concluido con la instalación de un gran cable marino que rodea el continente, al tiempo que lo conecta con nodos en Europa y Medio Oriente.

Detrás de esta inmensa apuesta hacia una infraestructura que mejore la conectividad, se encuentra un esquema de aportaciones tanto públicas como privadas, destacando el papel que ha jugado China, entre las primeras, y Facebook y Google, entre las segundas.

No cabe la menor duda que una vez en funcionamiento, el “2Africa” mejorará la velocidad y posibilidades de conectividad del continente.

Queda sin embargo pendiente la tarea que estimule, desde los propios países africanos, la formulación de legislaciones que, privilegiando el interés social, erijan formas de regulación en relación con los intereses foráneos y privados.

Las consecuencias de la falta de legislación dirigida al interés social, por omisión o colusión, supondría, han advertido no pocas voces, la implantación de una nueva forma de empobrecimiento y expoliación. Colonialismo digital le han llamado.

Con toda razón.


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Tres plumas africanas

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De tarde en tarde llega a nuestras manos un libro que se nos mete al corazón y a las entrañas. Pienso que todo lector habrá vivido esta experiencia por lo menos una vez en la vida. Algunos afortunados la experimentamos una y otra vez.

Con esto en mente, presento tres títulos que llenarán esa propuesta. Los tres ­germinaron en el continente que Conrad llamara “negro” sin tener idea del caleidoscopio de tonos, luces y emociones que encierra el territorio del cual somos originarios y que tan ajeno nos es.

Se trata de Llora, el país amado, del sudafricano Alan Stewart Paton; Todo se desmorona del nigeriano Chinua Achebe y Diablo en la cruz, del keniano Ngugi wa Thiong’o.

En la comarca que llamamos “occidental” nos contemplamos el ombligo como si fuera la yema del cosmos y poco o nada nos dicen nombres como Mohamed Dib, Amos Tutuola, Rui Knopfli, José Craveirinha, Mongo Beti, Peter Abrahams, Ferdinand Oyono, Kofi Awoonor, Gabriel Okara, William Conton, Agostinho Neto o Shaaban Robert, por mencionar algunos de la legión de alucinantes autores originarios de esa parte del mundo que Józef Teodor Konrad (Joseph Conrad), grande como fue, no pudo ni ver y seguramente no habría querido leer.

tres plumas africanas
Imagen: Matt Kindt.

Decir que mis tres autores son naturales de la más alta cumbre literaria es un lugar común que sin duda me acarreará un rapapolvo del maestro H.M., pero aun así debo correr el riesgo. Considero mi deber la evangelización de quienes no han tenido la fortuna de acercarse a la literatura nacida entre Túnez y Puerto Elizabeth.

La literatura africana escrita, lo mismo que mucha de la latinoamericana, está en deuda con la tradición oral. Los proverbios y las adivinanzas transmiten códigos de conducta y a menudo reflejan la cultura del habitante, mientras que los mitos y las leyendas, dice un experto cuyo nombre se me escapa, “ponen de manifiesto la creencia en lo sobrenatural, además de explicar los orígenes y el desarrollo de los estados, clanes y otras organizaciones sociales de importancia”. Nada más hay que ver el parentesco en primer grado entre Cien años de soledad y Mi vida en la maleza de fantasmas.

Alan Paton nació en Pietermaritzburg, Natal, África del Sur, en 1903, unos siete meses después del fin de la guerra bóer. Su padre, un inmigrante escocés, era un estenógrafo judicial y aspirante a poeta. La familia de su madre era la tercera generación de colonos británicos en Natal. Sus primeros recuerdos fueron de la belleza del mundo a su alrededor, el esplendor de las flores y el trinar de los pájaros.

También se deleitaba en las palabras, los cuentos y las narraciones bíblicas que sus padres, miembros de la estricta secta de los cristadelfianos, le acercaron. Alan fue un lector precoz y de niño descubrió a Scott, a Dickens y a Brooke.

Fue durante 13 años director del reformatorio Diepkloof y en 1946 se costeó un viaje para estudiar institutos correccionales en varios países. En un hotel en Trondheim, Noruega, comenzó a escribir Llora, el país amado y concluyó la novela el día de Navidad del mismo año en San Francisco. A su muerte en 1988 se habían vendido más de 15 millones de ejemplares y había inspirado dos películas.

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Alan Stewart Paton, pedagogo y escritor sudafricano.

Es la historia conmovedora de Stephen Kumalo, un pastor negro que abandona su iglesia en el pequeño pueblo de Ixopo para buscar en Johannesburgo a su hijo y a su hermana, de quienes no ha tenido noticias en varios años. En la ciudad descubre que su hermana es una prostituta desvencijada y triste y que su hijo ha asesinado al primogénito de un ranchero blanco de Ixopo. Regresa a su pueblo con el hijo de su hermana y la novia embarazada de su hijo para enfrentar al ranchero, su vecino.

Chinua Achebe nació el 16 de noviembre de 1930 en Ogidi, al sur de Nigeria, en la ribera del Níger, en el seno de la más importante tribu de esa parte del mundo, los igbos. Fue el quinto de cinco hermanos hijos de un misionero cristiano que creía en la educación moderna y mandó a su prole a escuelas coloniales británicas al mismo tiempo que convivía con familiares que ofrecían sacrificio a los dioses antiguos.

Ese encuentro de mundos, por no decir colisión, es la sustancia de la primera novela de Achebe, Things Fall Apart, aparecida en 1958.

El libro describe los efectos en la sociedad ibo de la llegada de los colonizadores y misioneros europeos a finales del siglo XIX. Según los críticos, Todo se desmorona, aparecida poco antes de la independencia de Nigeria cuando Achebe tenía 28 años, impulsó la reconsideración de la literatura en el mundo de lengua inglesa.

De acuerdo a Wole Soyinka, fue la primera novela en inglés que habla desde el interior de un personaje africano “más que presentarlo en el contexto exótico en que lo ubicarían los blancos”. De esta novela se han publicado más de diez millones de ejemplares en 45 idiomas, incluido el español, lo que la convierte en una de las más leídas del siglo XX.

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Chinua Achebe, escritor nigeriano.

La estadounidense Toni Morrison, Nobel como Soyinka, confesó que Achebe fue el responsable de su romance con la literatura africana y una influencia seminal en sus inicios literarios. “Vivía su mundo de una manera diferente a la mía, insistiendo en escribir fuera de la visión de los blancos, no en contra de ella. Su valor y su generosidad permean su obra… y es difícil describir la devastación y el mal de tal forma que el texto en sí no sea maligno o devastador”.

El 18 de noviembre del 2000 Maya Jaggi publicó un perfil de Achebe en The Guardian. Vale la pena reproducir el párrafo introductorio, pues revela al posible lector mexicano el peso que el novelista nigeriano tiene en el mundo:

Mientras Nelson Mandela transcurría 27 años en prisión, encontró consuelo y fortaleza en un escritor en cuya compañía los muros de la prisión se derrumbaron. Para Mandela, la grandeza de Chinua Achebe radica en que insertó al África en el mundo sin perder sus raíces africanas. Al tiempo que el nigeriano Achebe utilizaba la pluma para liberar al continente de su pasado, dijo el ex presidente sudafricano, ‘ambos, en nuestras circunstancias particulares y en el contexto de la dominación blanca del continente, nos convertimos en luchadores por la libertad’.

Ngugi wa Thiong’o nació en 1938 en la congregación de Kamiriithu en el distrito Kaimbu, una zona conocida como “la meseta blanca” en la Kenia dominada por los ingleses. Fue el quinto hijo de la tercera de las cuatro esposas de su padre, un agricultor degradado a jornalero por un decreto imperial británico en 1915. Su tribu, los kikuyu, es el mayor grupo étnico de Kenia.

Aquella infancia y adolescencia transcurrida en una suerte de esquizofrenia cultural marcaría la obra de Thiong’o, un kikuyu-africano y occidental-cristiano, educado en una escuela inglesa y en las universidades de Makerere en Kampala (Uganda) y Leeds (Inglaterra): hombre tribal heredero de una cultura enfrentada al Occidente, despojado de su lengua e inserto en el mundo del colonialismo como catedrático en universidades estructuradas conforme al modelo europeo.

Aunque poco o nada nos diga su nombre en estas latitudes, Ngugi wa Thiong’o es una de las cumbres de la literatura africana y universal. En Kenia sus libros están prohibidos desde que en 1977 el “padre de la patria”, Jomo Kenyatta, y su vicepresidente, Daniel arap Moi, lo encarcelaron y desmantelaron el teatro al aire libre en el que se presentaba su obra Me casaré cuando yo quiera, que habla de la injusticia y la inequidad en aquella nación.

ngugi wa thiongo
Ngũgĩ wa Thiong’o, escritor de Kenia.

El arresto fue al amparo de un “decreto de seguridad pública”, pues aparentemente en Kenia el teatro y la literatura eran instrumentos de disolución social. Se confirma que en un régimen autoritario –sea nacional, estatal o municipal–, la primera víctima es la inteligencia; la segunda, la verdad.

Parece cuento sobre políticos mexicanos la siguiente anécdota verdadera: apareció un libro de Thiong’o basado en una leyenda kikuyo en la que un luchador social, Matigari, jura alzarse en armas para lograr la independencia del país.

Al popularizarse la historia del relato, el gobierno keniano se alarmó. Parece que a nadie se le ocurrió leer el libro antes de que el ministerio público expidiera una orden de aprehensión en contra del peligrosísimo “agitador revolucionario Matigari” por conspirar para derrocar al régimen.

Podría uno morirse de risa con el chiste si no fuera por el baño de sangre que provocó la cacería de aquel “alzado en letras” y, por supuesto, Thiong’o fue a dar con sus huesos a una mazmorra.

Al salir de la cárcel, en una asombrosa y ejemplar decisión, dio un giro a su vida: renunció al inglés, el idioma colonial en el que fue educado; al cristianismo, que fue su religión impuesta; a los valores culturales de Occidente y a su nombre, que hasta entonces había sido James Thiong’o Ngugi.

El fruto de esa decisión fue la primera novela moderna escrita en kikuyu, su idioma materno: Caitaani Muthara-ini (El diablo en la cruz), publicada en 1980, con la que clava definitivamente la tapa del ataúd sobre su pasado colonial. Diablo crucificado fue escrita en prisión, sobre tiras de papel sanitario.

Y nada más para que quede clara la esquizofrenia en que vivimos los “occidentales”: una editorial inglesa tradujo el libro al idioma imperial y pronto se convirtió en un best-seller.

Bendita Albión.

Juego de ojos.

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El tesoro familiar

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A mi amiga Inma que me dio a conocer esta bella historia.

Por fin he logrado reunir el tesoro familiar que mi antepasado Ali Ben Ziyad al-Quti se llevara de Toledo en 1468. En aquella ocasión, la tradicional permutabilidad de nuestra familia no nos valió para evitar la expulsión de España, debido al fanatismo de Isabel la Católica. Desciendo de una familia de reyes godos que se convirtió al islam tras la invasión de los musulmanes a España. No habríamos tenido ningún problema en volvernos a convertir al cristianismo tras la reconquista, pero para los nuevos gobernantes estos cambios de pieles ya no valían. En Francia, en cambio, esas reconversiones dogmáticas le valieron la corona a Enrique de Navarra

 A lomos de mulas y camellos y a través de caminos plagados de bandoleros, mi antepasado logró llegar a África y de ahí descender hasta Tombuctú. En la actualidad, acostumbrados a trazar una línea recta entre los dos puntos que queremos recorrer, su itinerario nos parecería de lo más estrafalario. Primero fue a La Meca y luego orientó sus pasos hacia el río Níger, pasando por el temible y desolado Tanezrouft y desembarcando en lo que hoy conocemos como Walata, desde donde recorrió el último tramo. No conforme con impedir que le robaran, mi antepasado consiguió acrecentar el patrimonio en las distintas paradas que conllevaba tan larga jornada, gracias a sus artes como comerciante. 

desierto Tanezrouft
Desierto de Tanezrouft (fotografía: Flickr).

Mucha gente me ha preguntado: ¿por qué Tombuctú?, ¿por qué atravesar el abrasador Sahara para establecerse en esa remota ciudad, en aquel entonces llamada Gumbu? La respuesta es muy sencilla. En aquella época, Tombuctú era La Meca de los comerciantes africanos. Ahí se reunían los que venían tanto del Norte como del Sur y, por ende, era una ciudad próspera y segura. Más aún era el punto de conexión entre productos africanos y europeos. Además, ya mucho tiempo atrás Heródoto se había encargado de darle fama universal de opulencia a la ciudad al decir que todo se pagaba en montañas de oro. En cualquier caso, mi antepasado medró con el comercio y acabó casándose con la hija del rey Alí “El Grande”, haciendo así valer nuestros antiguos derechos regios. Su nueva posición le permitió aumentar el tesoro familiar y legárselo a su hijo que llegaría a ser con el tiempo una prominente figura en esa sociedad, tanto como médico como ministro, así como gobernador. Él fue el que nos encargó a sus descendientes que velásemos por mantener junto el tesoro familiar y ampliarlo. Desafortunadamente, nada es para siempre y el advenimiento de Almanzor de Marruecos obligó a mi familia a exiliarse en Kirshamba. Ahí tuvieron que aprender a arar y cultivar la tierra; ellos que habían nacido para gobernar pueblos enteros. Pero fue ahí también, donde encontraron la solución para evitar que el tesoro cayera en manos de los ambiciosos o fanáticos, en cuyo caso se habría perdido para siempre.

Como las distintas ramas de la familia se habían esparcido a lo largo del río Níger, la solución fue repartir el tesoro entre todos hasta que la situación se calmase. Curiosamente, nunca ha faltado, en las siguientes generaciones, alguien que se ocupara de esa labor de reunir nuestra riqueza. Así ocurrió en el siglo XVII, cuando Mahmud Kati II lo buscó y llevó a Thié con su esposa, la nieta del famoso arquitecto Es Saheli. Su hijo Ibrahim se vio avocado a volver a dividir la fortuna familiar para que un nieto suyo, Muhamad Abana, se empeñara en volver a recuperar todas las piezas posibles. Para ello viajó por toda la curva del Níger visitando remotos familiares. Sin quererlo, él generó un tesoro de otra magnitud al dejar inserto en las piezas recuperadas, los precios y las formas de pago. Estas anotaciones, hoy en día, son todo un tesoro para los estudiosos de la época. Esto ocurrió a finales del siglo XVIII y principios del XIX.

Lo malo de esta región es su inestabilidad. Primero el fanatismo de Sheik Ahmadou y luego los imperialistas franceses obligaron a mis antepasados a dividir en lotes la biblioteca familiar. No todos los libros se han conseguido salvar del fanatismo y la ambición, pero sí una gran parte de ellos. Hasta 7,000. El tiempo pasó y la gente empezó a hablar de la biblioteca familiar como una leyenda; pero no para mí, Ismael Diadié Haidara. Mi familia ha sido la portadora de la luz frente al fanatismo y el odio a lo largo de estos cinco siglos. Hemos salvado a la cultura del fanatismo cristiano e islámico, así como de los caprichos de aventureros. Desde muy temprana edad, he recorrido este país a fin de recuperar cuantos ejemplares pudiera. Después, todo mi afán consistió en proveerles de un lugar digno. No obstante, nuestra fortuna pecuniaria regia se ha desvanecido por lo que tuve que recurrir a aquellos que nos echaron de nuestra tierra original; los españoles. Gracias a ellos, la fortuna de mi antepasado a la que se unirá toda clase de documentos familiares, tendrá un lugar digno de estudio en Tombuctú. He cumplido con mi misión histórica. Ahora sólo tengo que velar por su seguridad.    


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Hogar y exilio: memoria de Chinua Achebe

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Fue en julio de 1982 cuando en The Times de Londres apareció el artículo “The Empire Writes Back With a Vengeance” de Salman Rushdie, sobre el tsunami literario que avanzaba desde todos los confines del “Imperio en el que no se pone el sol” sobre la metrópoli. Ese artículo fue un parteaguas y sigue siendo una referencia para entender las corrientes literarias surgidas en los países dominados por la pérfida Albión. Mi propia traducción del texto fue “El Imperio contraescribe” y no creo que Rushdie la aprobara, pero el sentido es sin duda el adecuado para presentar hoy a usted al más publicado y leído de los escritores nigerianos, a quien algunos consideran el padre de la novela africana en lengua inglesa, Albert Chinualumogu Achebe, mejor conocido como Chinua Achebe.

El 18 de noviembre del 2000 Maya Jaggi publicó un perfil de Achebe en The Guardian. Vale la pena reproducir el párrafo introductorio, pues revela al posible lector mexicano el peso que el novelista nigeriano tiene en el mundo:

Mientras Nelson Mandela transcurría 27 años en prisión, encontró consuelo y fortaleza […] en un escritor en cuya compañía “los muros de la prisión se derrumbaron”. Para Mandela, la grandeza de Chinua Achebe […] radica en que “insertó al África en el mundo” sin perder sus raíces africanas. Al tiempo que el nigeriano Achebe utilizaba la pluma para liberar al continente de su pasado, dijo el expresidente sudafricano, “ambos, en nuestras circunstancias particulares y en el contexto de la dominación blanca del continente, nos convertimos en luchadores por la libertad”. 

Chinua Achebe
Chinua Achebe (1930 – 2013 (Foto: The Paris Review).

No es sencillo capturar en unas pocas cuartillas el perfil de un creador. En el caso de escritores africanos como Achebe la complejidad se acentúa por el escaso conocimiento que tenemos de su obra, con si acaso dos títulos en español. Fuera de Senghor y los Nobel Gordimer, Soyinka, Mahfuz y Coetzee (Le Clézio, de origen francés pero con nacionalidad de Mauricio, podría caber forzadamente en este grupo), poco nos dicen nombres como Mohamed Dib, Amos Totuola, Rui Knpfli, José Craveirinha, Mongo Beti, Peter Abrahams, Ferdinand Oyono, Kofi Awoonor, Gabriel Okara, William Conton, Agostinho Neto o Shaaban Robert, por mencionar algunos de entre la pléyade de autores originarios del continente que Conrad llamara negro, pese a las traducciones que debemos principalmente a Casa de las Américas y después a editoriales españolas.

(Recuerdo que durante el régimen de Luis Echeverría visitó México el presidente de Tanzania, Julius Kambarage Nyerere. Venía de una asamblea de la ONU en Nueva York y llegó en el vuelo regular de Aeroméxico, en clase turista. Los reporteros de aquel entonces, como los de hoy, no pasamos de los lugares comunes en la conferencia de prensa. A nadie le dio curiosidad por saber más de este maestro de primaria que construyó el único país africano con una lengua oficial nativa ¡y que tradujo al swahili las obras de William Shakespeare!)

Achebe nació el 16 de noviembre de 1930 en Ogidi, al sur de Nigeria en la ribera del Níger, en el seno de la más importante tribu de esa parte del mundo, los ibo. Fue el quinto de cinco hermanos hijos de un misionero cristiano que creía en la educación moderna y mandó a su prole a escuelas coloniales británicas al mismo tiempo que convivía con familiares que ofrecían sacrificio a los dioses antiguos. Ese encuentro de mundos, por no decir colisión, es la sustancia de la primera novela de Achebe, Things Fall Apart (Todo se desmorona), aparecida en 1958. El libro “describe los efectos en la sociedad ibo de la llegada de los colonizadores y misioneros europeos a finales del siglo XIX. [Sus] novelas siguientes […] No más en paz (1960), Flecha de Dios (1964), Un hombre del pueblo (1966) y Hormigueros de la sabana (1987) están situadas en África y describen las luchas del pueblo africano para liberarse de la influencia política europea”, nos dice la enciclopedia.

Atardecer en Segou
Atardecer en Segou, Mali, Río Níger (Foto: Robin Taylor).

Según los críticos, Todo se desmorona, aparecida poco antes de la independencia de Nigeria cuando Achebe tenía 28 años, impulsó “la reconsideración de la literatura en el mundo de lengua inglesa” y, en opinión de Wole Soyinka, fue la primera novela en inglés que habla desde el interior de un personaje africano más que presentarlo [en el contexto] exótico en que lo ubicarían los blancos”. De esta novela se han publicado más de 10 millones de ejemplares en 45 idiomas incluido el español (Todo se derrumba, 1986, y Todo se desmorona, 1998), lo que la convierte en una de las más leídas del siglo XX.

Otro Nobel, la estadounidense Toni Morrison, confesó que Achebe fue el responsable de su romance con la literatura africana y una influencia seminal en sus inicios literarios. “Vivía su mundo de una manera diferente a la mía […] insistiendo en escribir fuera de la visión de los blancos, no en contra de ella […]. Su valor y su generosidad permean su obra… y es difícil describir la devastación y el mal de tal forma que el texto en sí no sea maligno o devastador”.

Muy joven, Achua decidió escribir en inglés y no en ibo, pese a que los tiempos en Nigeria eran de rebelión y lucha anticolonial. “Fue parte de la lógica de mi situación”, diría a Maya Jaggi, “enfrentar las historias que se escribían sobre nosotros en el mismo idioma. Escribir en inglés es una decisión dolorosa, pero no asume uno un idioma para castigarlo: ese idioma se convierte en parte de uno. Y tampoco se puede utilizar un idioma a distancia. Se insertan el inglés y el ibo en una misma conversación, como lo son en mi vida diaria, y ello es fascinante”.

La literatura africana escrita, lo mismo que una parte de la mexicana, está en deuda con la literatura oral “que adopta formas muy diversas. Los proverbios y las adivinanzas transmiten códigos de conducta y a menudo reflejan la cultura del habitante […] mientras que los mitos y las leyendas ponen de manifiesto la creencia en lo sobrenatural, además de explicar los orígenes y el desarrollo de los estados, clanes y otras organizaciones sociales de importancia”.

Desde que quedó paralítico en un accidente de auto en Nigeria y hasta su muerte en marzo de 2013, Chinua Achebe vivió en Estados Unidos, en donde publicó el volumen de ensayos Hogar y exilio, en el que nos lleva de la mano por una tierra de recuerdos que a los sentidos de un mexicano resulta un paisaje extrañamente familiar, una suerte de déjà vu espiritual y literario que podría revelarse, por ejemplo, en un pasaje de Azuela o, mejor, de Rulfo. Achebe recuerda cómo en las conversaciones familiares en el patio del hogar paterno en Ogidi y en la plaza del pueblo abrevó la historia de los suyos. Ahí supo, por ejemplo, que en tiempos antiguos, los habitantes de uno de los pueblos vecinos,

[Llegaron de otras tierras] y pidieron permiso para establecerse ahí. En aquellos tiempos había espacio suficiente y los de Ogidi dieron la bienvenida a los recién llegados, quienes poco después presentaron una segunda y sorprendente solicitud: que les enseñaran a adorar a los dioses de Ogidi. ¿Qué había sucedido con sus propios dioses? Los de Ogidi al principio se asombraron, pero finalmente decidieron que alguien que solicita en préstamo un dios ajeno debe tener una historia terrible que es mejor no conocer. Así que presentaron a los recién llegados con dos de las deidades de Ogidi, Udo y Ogwugwu, con la condición de que los recién llegados no debían llamarlas así, sino Hijo de Udo, e Hija de Ogwugwu… ¡para evitar cualquier confusión!


¿No tiene un timbre familiar esta leyenda? Algún lector podría encontrar en ella ecos del realismo mágico latinoamericano y seguramente tendría razón, pues ¿de dónde si no del África llega al Caribe esa carga imaginaria que nutre las novelas de Carpentier o de García Márquez?

Hogar y exilio es una narración autobiográfica en la que Achebe nos lleva por el camino que el súbdito imperial recorre para “igualarse” como estudiante y como ser humano, con los ciudadanos de la metrópoli, para comprender, al final, que debe recuperar sus propios valores, que no hay nada vergonzoso o menor en sus raíces, y que, a fin de cuentas, el color es un accidente. Con ironía y humor entretejidos en una fina prosa que se mantiene alejada tanto de consignas como de ditirambos, Achebe logra comunicar un contundente argumento contra el colonialismo.

El mazo con que el escritor pretende derrumbar el muro de la ideología colonial es el arte. No estamos ante un texto de ciencia política y en ninguna de sus breves 105 páginas encontramos un llamado a la justicia, una apelación al equilibrio económico o una denuncia de la polarización norte-sur. Achebe se limita a describir el proceso por el cual recupera su identidad como escritor… escritor nigeriano, que escribe en inglés pero es… ¡nigeriano!

Esta conciencia que permite aceptar sin amargura o resentimiento que se es una cosa y no otra (africano y no europeo), y comprender que la igualdad no es necesariamente un camino de doble circulación, podría ser compartida por nuestros compatriotas expulsados a Estados Unidos. A través de experiencias propias y ajenas, Achua va describiendo un cuadro que sería familiar para muchos de ellos. Y su fino sentido del humor acentúa el mensaje: en Londres, el joven estudiante acude a la oficina postal a enviar un paquete. La empleada pesa el bulto y para calcular el precio del envío dice: “A ver, Nigeria… Nigeria… ¿Es nuestra o es francesa?”. El joven responde tranquilamente: “Es de ustedes, señora”.

No es fácil el tránsito de vuelta a los orígenes. Como muchos de su generación, por no decir todos, Achebe se encuentra a caballo entre dos posibilidades. Por una parte se siente integrante de una cultura de habla inglesa; por la otra, quizá más intuitiva que racionalmente, entiende que pertenece a Nigeria. Uno de los primeros motivos de reflexión sobre las razones de esta dicotomía, rememora Achebe, viene precisamente de la literatura. Esto sucede cuando en la secundaria uno de sus maestros pone de tarea la lectura de una “novela nigeriana”, Mister Johnson de Joyce Cary, que había sido aclamada por la crítica inglesa.

Los jóvenes alumnos nigerianos habían crecido con la literatura del imperio y sus agentes, como Shakespeare, Milton, Defoe, Swift, Wordsworth, Coleridge, Keats, Tennyson, Housman, Eliot, Frost, Joyce, Hemingway y Conrad. Por lo tanto, fue con no poca satisfacción que los maestros, ingleses todos ellos, ponen en manos de los alumnos la novela de Cary. Pero grande fue su sorpresa cuando al comentar el libro en clase, en vez de reflexiones se enfrentaron a una rebeldía cercana al motín: ni uno de los estudiantes pudo reconocerse en la “Nigeria” de la novela o en sus personajes. Así recuerda Achebe la escena: “Uno de mis compañeros pidió la palabra y expresó a un sorprendido maestro que lo único que había disfrutado del libro había sido cuando el héroe nigeriano, Johnson, había sido asesinado a balazos por su amo inglés, Mr. Rudbeck”.

Este incidente, según comprendió después, fue algo más que un episodio interesante en un salón de clases colonial. “Fue una rebelión ejemplar”.

Joyce Cary
Joyce Cary (1988 – 1957) (Foto: Getty Images).

Ello lleva a Chinua al análisis de una faceta de la literatura sobre la que poco se reflexiona: su papel como subsidiaria de la dominación. Comienza por recordar que la literatura sobre África tiene una historia antigua. Un estudio de Harnmond y Jablow, El África que nunca fue, examina 400 años y no menos de 500 volúmenes publicados. Muestra el grado de fantasía y la clase de mentiras que se publicaron sobre el continente y sus pueblos: salvajes, amorales, sin alma, caníbales, ignorantes, de cerebro inferior, incapaces de crear belleza o instituciones civilizadas. En pocas palabras, pueblos a los que, en última instancia, se hacía un favor al esclavizarlos.

Durante mucho tiempo esta literatura ayudó a justificar la esclavitud. Pero en el camino adquirió vida propia, de tal suerte que al abolirse el tráfico de esclavos a principios del siglo XIX se reformuló, “con las herramientas de fantasías académicas de moda y pseudociencias”.

Cuando Chinua Achebe publica su primera novela, Todo se desmorona, fue recibida por la crítica ‒inglesa, desde luego‒ como una expresión pura de anarquía, tan convencido estaba el Imperio de que la única “literatura africana” era la producida por blancos, o por negros totalmente colonizados en mente y espíritu.

Desde el relato del viaje de John Locke al África Occidental en 1561 en donde describe los pueblos de “existencia bestial, sin dios, leyes o religión”, hasta el calificativo de “no humanos” que 350 años después les asesta Joyce Cary a los danzantes negros, “encontramos que este modelo, como el conejo de las pilas, sigue lleno de energía y batiendo su tambor”, dice Achebe con su ironía preñada de humor.

Para Achebe, la lectura de Mister Johnson y su secuela de cuestionamientos sobre su lugar en el mundo colonial y su propia patria, fue una motivación en su camino a ser escritor. “Me abrió los ojos al hecho de que mi hogar estaba bajo asedio y que éste no era sólo una casa o un pueblo, sino más importante, un relato revelador en cuyo ambiente mi propia existencia había comenzado a ensamblarse en un sentido coherente y significativo”.

La literatura como agente de la dominación colonial, y las posibilidades que los pueblos tienen de combatirla creando su propia literatura es, en esencia, el mensaje de Hogar y exilio. “Digamos que alguien viene a despojarme de mi tierra. No esperamos que declare que lo hace por codicia o porque es más fuerte que yo, pues tal confesión lo marcaría como un pillo y un abusivo. Así que contrata a un narrador de historias con mucha imaginación para inventar una versión más apropiada. Por ejemplo, que la tierra en cuestión no podría ser mía puesto que he dado muestras de no poseer las cualidades apropiadas para cultivarla al máximo provecho y con la máxima ganancia. Podría añadir que la razón de mi ineficiencia es mi muy bajo coeficiente intelectual y además explicar que mi cerebro dejó de crecer a la edad de 10 años”.

Osa Johnson
Fotógrafa Osa Johnson, observada por Masai mujeres de la tribu Masai, inicio de la década de 1930.

Y si alguien cree que ésta es una torcida interpretación de Achua, aquí un fragmento de Tierra de blancos de Elspeth Huxley: “… tal vez sea, como han sugerido algunos médicos, que su cerebro es diferente, que tiene un periodo de crecimiento más breve y posee células menos bien formadas y organizadas como menor destreza que las de los europeos. En otras palabras, que hay una disparidad fundamental entre las capacidades de su cerebro y el nuestro”.

Insisto en que no es fácil aprehender en su totalidad el sentido de una literatura de alguien que vivió en carne propia hasta hace poco bajo el manto del “colonialismo civilizador” y tenía un pasaporte en donde se le describía como “persona bajo la protección británica”. Después de todo nosotros los mexicanos sabemos de nuestra propia colonia por los libros de historia… si bien vivimos hoy un colonizaje digamos, sutil, aunque altamente eficaz, cuyo análisis no viene al caso aquí y ahora.

Achebe fue un ciudadano del Imperio y el Imperio es su principal referencia literaria. Colonos y colonizados, dice, nunca ven al mundo bajo la misma luz. “Por ello, los ingleses pueden presumir que tuvieron el primer imperio en la historia en el que nunca se ponía el sol, a lo cual un indio podría responder: sí, ¡porque Dios no confía de un inglés en la oscuridad!”

A los 27 años Chinua viaja a Inglaterra para estudiar en la BBC y en Londres, a bordo de un taxi con su hermano, se enfrenta a lo nunca visto:

Tuve mi primera experiencia de ser conducido por un chofer blanco. Hice una nota mental de este insólito hecho y no dije nada. Pero Londres no había acabado conmigo y procedió a desvelar una visión aún más increíble. En un embotellamiento vi a un hombre blanco en ropa de trabajo sucia que rellenaba unos baches con asfalto caliente. Y entonces tuve que hablar con mi hermano, en nuestro idioma secreto para que el chofer no entendiera. Y mi hermano, al parecer inoculado contra tales maravillas, se burló de mi sorpresa y dijo: “Si mañana [ese hombre] viaja a Nigeria, lo llamarían Director de Obras”.

Un rasgo que Achebe comparte con muchos creadores africanos fue su activa participación en los asuntos políticos y sociales de su país. Quizá no figuró como ficha en su currículo, pero Achebe fue un defensor del África, un escritor que luchó contra los estereotipos con que el hombre blanco etiquetó al continente y cuyas opiniones provocan dispepsia en la intelectualidad no negra, como su famosa conferencia de 1977 sobre Conrad en la que sostuvo, con abundante documentación y brillantes argumentos, que el autor de El corazón de las tinieblas fue un racista redomado, opinión ciertamente controvertida que provocó que uno de los distinguidos profesores entre el público exclamara: “¡Cómo se atreve usted!”, antes de abandonar ruidosamente el auditorio.

Tuvo razón Achebe, pues, cuando se vio a sí mismo como un misionero en reversa, uno más de la pléyade de los contraescritores del Imperio.

Juego de ojos.