Este 12 de octubre los países de la región latinoamericana, España y Estados Unidos –con los festejos del Columbus Day– conmemoramos un aniversario más del “descubrimiento” de América con una serie de actividades para celebrar el “Día de la Raza”, en un contexto de distanciamiento social debido a la inesperada irrupción de la pandemia del COVID-19 y también por la pérdida gradual de una identidad común –como ejemplo se podría anotar los diversos nombre nacionales adoptados para recordar el arribo de Cristóbal Colón a las tierras de este lado del Atlántico–.
No cabe duda que esta efeméride, la cual tiene su génesis en 1492, se convierte –quizás no en la intensidad que se quisiera– en un espacio de convergencia para la reflexión sobre los logros alcanzados hasta el momento y delinear los desafíos que entraña el logro de una integración sociocultural que posibilite la construcción de un horizonte común, buscando relegar todos aquellos distractores nacionales que propugnan por el establecimiento de las propias agendas por sobre la de los vecinos de nuestra región.
Bajo mi punto de vista, la actual globalización en la que se encuentra inmersa nuestra humanidad, propicia un abanico de alternativas tecnológicas para reencontrarse con “el otro” que no es hispanohablante en distintas latitudes de nuestro planeta, pero que de una u otra forma y debido a diversas circunstancias –bajo la gestión de los que yo podría llamar “embajadores” en la diáspora– logran conectar emocionalmente la herencia cultural en sus diversas manifestaciones con diferentes sociedades receptoras.
Ahora bien, en mi opinión la avalancha de productos culturales generada por las diversas industrias culturales originadas desde el norte desarrollado, “debilita” la adhesión a genuinos ideales comunes y geoculturales propios, debido una especie de “colonización” del imaginario popular. De manera tal que, la falta de fortalezas identitarias que arraiguen en nuestras propias personalidades, son a la postre desventajas que coadyuvan a la progresiva pérdida de tolerancia a las diversas manifestaciones productivas de nuestras poblaciones originarias. Esto debido a que el discurso ancestral, el cual ha sido “incubado” –sobre todo en aquellas comunidades más desfavorecidas social, económica y educativamente– desde tiempos de Colón (incluso desde los orígenes propios de la humanidad), es el de “legitimar” socialmente el predominio de ciertos grupos humanos por sobre otros, y, el problema de esto es que estos discursos son propagados con “delicada” precisión y tacto, por instituciones de servicio público, entre ellas, medios de comunicación, iglesias, partidos políticos, etc., aunque claro que hay excepciones.
Si bien es cierto que, aunque el dicho “no hay verdad absoluta” tiene cierta vigencia con relación a si fueron o no estos expedicionarios españoles quienes “descubrieron” por vez primera nuestro continente –pues hay quienes dicen que fueron portugueses; otros que fueron vikingos–, lo realmente destacable es que a pesar del “abrupto” encuentro y sometimiento de estas sociedades, se “abrió el telón” para empezar una continua e inacabada relación intercultural entre polos opuestos para armonizar –a pesar de “cierto dolor”– cosmovisiones distintas.
En definitiva, ser hispano debe significar para cada uno de nosotros el despojo de nuestros propios prejuicios para construir un presente y futuro que fomente pertenecer a esta gran y vibrante comunidad humana.
Posdata: A propósito, y en reconocimiento de este evento histórico, el extinto poeta nicaragüense Rubén Darío, en su poema “Satulación del Optimista” escribió el verso “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve!”.
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