Avelina Lésper

Vacío de crítica

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Así es. Porque somos consumidores de volumen, mas no de calidad. Porque descartamos imágenes y estímulos auditivos cuando caminamos al trabajo o le damos de cenar al niño. Porque estamos en tres chats y viendo Facebook al tiempo que tomamos apuntes en clase. Y no hay problema; no hay problema con tener habilidad para ser multitareas o con tratar de optimizar cada minuto. El problema es la despersonalización tan grande a la que hemos llegado, la enfermedad social que ya se nos montó encima y no sé cómo llamarla, el no poder resistir como comunidades y hacer que resistan sus miembros, máxime en tiempos en que los conceptos y las instituciones se caen y las “autoridades” demuestran su ineficacia.

Pensé en esto de la saturación icónica porque estoy procesando la indignación y tratando de responderme cómo es que hemos llegado al punto en el que estamos actualmente, es decir, debatiéndonos entre la espectacularización del horror y la indolencia del sujeto que ocupa la silla presidencial y la falta de orden, entre el consumo audiovisual indiscriminado y preparado como carga de metralla por la industria del entretenimiento y los desvaríos mañaneros del presidente, a los que ya no debería asistir ni un periodista. ¿Y la crítica? La crítica no se hace sin reflexión. La crítica da distancia y pide posicionamiento.

¿Quién hace las críticas? Y lo digo en plural. Pienso en las críticas al sistema, pienso en la crítica de arte, pienso en la fortuna crítica de objetos que han protagonizado escándalos recientemente. Para desarrollar, me referiré a dos situaciones inconexas.

cabeza vacia
Ilustración: Indie.

Caso 1: No hace mucho tuvimos oportunidad de reflexionar en torno a la percepción de una obra que, en inicio, había casi pasado desapercibida hasta que un grupo de agraristas se sintió muy ofendido en su “masculinidad” cuando advirtieron que la pintura presentaba a su héroe encuerado, feminizado y en tacones. El episodio terminó con violencia de género en el vestíbulo y la explanada del Palacio de Bellas Artes y con un pronunciamiento estúpido por parte de López Obrador.

Caso 2: Hace todavía menos que se polemizó en torno a la destrucción de una obra de Gabriel Rico en Zona Maco. Este numerito fue bastante más acotado a un círculo y polarizó las posturas de fans y haters de Avelina Lésper. En fin, nada grave, pues. Lo que traigo a la mesa es que fue justamente Lésper quien “criticó” en su tiempo la obra de Cháirez perdiendo de vista el meollo del asunto: no era cuestión de técnica o de gusto, sino de la problemática que las reacciones ante la pieza hicieron visible. La crítica tendría que ser capaz de abordar lo formal, lo artístico y lo estético. Aún más: tendría que ponderar la contribución de una obra de arte respecto de problemáticas sociales más amplias.

En el historial tanto de Fabián Cháirez como de Gabriel Rico, sin duda las polémicas generadas tendrán un lugar especial: los sacaron a la luz para públicos más dilatados, no necesariamente conocedores o interesados en el fenómeno artístico, pero atraídos momentáneamente por el calor de las discusiones en redes y la incesante presentación repetitiva de notas informativas. En un caso, la obra sigue intacta en su dimensión física, en el otro, la obra se ha perdido irremisiblemente: “Después de varias conversaciones con el artista, hemos llegado a la conclusión que la obra, ‘Nimble and Sinister Tricks (to be preserved without scandal and corruption)’, sufrió daños irreparables y no puede ser reproducida idénticamente por lo que está completamente perdida”. Esto dice el comunicado que la Galería OMR publicó en Facebook respecto del mencionado incidente. Mala tarde, se perdió la pieza y nada más.

vacio del arte

Independientemente del valor económico y/o artístico de la obra de Rico, el episodio me pareció divertido por la andanada de comentarios incisivos hacia Lésper y porque se la acusó de huir de la zona de desastre (v. gr.: Zona Maco). Yo no estuve presente (ni estaría) así que me concreté a ver en redes sociales y varias notas, los añicos de vidrio en el piso y los objetos desperdigados, desarticulados, sin su plasma conector original. La verdad es que me informé por necesidad profesional y por “morbo” del sensacionalismo, pero perdí al poco el interés; se visibilizaban problemáticas –sobre el estado del arte en nuestro tiempo, sobre el profesionalismo de la crítica–, cierto, pero creo que las discusiones no se llevaron a ninguna altura productiva.

Veka Duncan publicó recientemente un extraordinario artículo en Nexos sobre el vacío que enfrenta la crítica de arte en México. En él denuncia la falta de permeabilidad de la poca crítica de arte fundamentada. Y ayer que lo releía en las tinieblas de mi camión de regreso a la casa, y en las que impuso en mi ánimo saber (tardíamente) de Fátima, saber con un ejemplo muy contundente que tenemos un Estado fallido y un presidente incapaz de manejar al país. Pensé que no sólo la crítica de arte enfrenta un vacío: tenemos un vacío de crítica.

Y es que, en el caso de los feminicidios, resulta que hay quienes también sufren daños irreparables; las mujeres, las familias, los cuerpos, las dignidades no pueden ser reproducidas idénticamente… por lo que están completamente perdidas. Y a esta pérdida contribuye, además de la corrupción de las autoridades a todos niveles, la prensa. La prensa, el otrora cuarto poder, podría hacer el contrapeso: o no. “La prensa criminal, conocida en México como nota roja, adquirió su popularidad durante el siglo pasado gracias a su capacidad para presentar ante el público los detalles de los crímenes más impresionantes, que los gobiernos querían ocultar. Pero lo que comenzó como una forma de periodismo crítico, hoy se ha convertido en una extensión de la violencia de género”.

violencia de genero
Ilustración: Latuff.

El artículo de Pablo Piccato en The Washington Post es claro y contundente. La prensa de nota roja contribuyó a la conformación de imágenes ominosas para cualquiera, ya no digamos para la familia de la víctima, en el caso del asesinato de Ingrid Escamilla. No es la primera vez que lo pienso. Durante años trabajé en el centro histórico y eso me obligó a caminar a diario hasta la estación del metro más cercana. Lo que tenía delante, al pasar por el puesto de periódicos, era un despliegue de horror, de bajeza. Uno tiende a no verlo, como defensa, como manifestación de salud –el morbo es enfermedad–. Por atender al público morboso, esa prensa tuvo el camino abierto para la creación de galerías de lo obsceno, para normalizar los cuerpos despedazados –recuerdo que reparé en esto desde los tiempos de los torsos en bolsas de basura y las primeras narcomantas en la ciudad– y para consumir esas imágenes con ironía, nada “mejor” que el encabezado. La ironía explota.

Decía Hayden White en la Metahistoria que la ironía es el tropo retórico por antonomasia de la modernidad. Yo diría que esto ya se pasa de tueste. Entre más aletargados estemos, ejercitando el dedo para dar likes en Instagram, siguiendo a “celebridades” en Twitter, consumiendo el equivalente a la junk food en lo mediático, más normal será “querer saber” a través de comernos con los ojos un cúmulo de imágenes abyectas. Si somos lo que vemos, también alimentamos un imaginario colectivo con lo que posteamos y comentamos –Marc Augé es uno de los que formulan la idea–. Al respecto, me pareció elogiosa la iniciativa de llenar con imágenes bonitas las redes utilizando el hashtag de #Ingrid y #sepultar, de esa manera, las que se filtraron en la prensa. También se sumaron varias ilustradoras y con ellas, se construyó memoria. Mientras las recorría, me pareció estar experimentando una sensación de trascendencia.

Concluyo: si nos alimentamos de basura icónica, produciremos basura icónica. Las demandas de justicia por los feminicidios y el #DecálogoConcreto que se ha publicado en días pasados contemplan la necesidad de pelear por una nueva forma de dignidad: la que se manifiesta en la circulación y el consumo de la imagen. En el ejercicio de una visión crítica, probablemente podamos recuperar la que se ejercía en los primeros tiempos de la modernidad ilustrada, y con ella, la relación con el entorno, el restañamiento, la construcción de memoria.


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Vandalismo con causa

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Más excitante que el sexo, tan adictivo como las drogas, visible y contagioso, el vandalismo es la diversión urbana de moda. Patrocinado por los gobiernos de grandes capitales, en sociedad con los especialistas de la industria del entretenimiento, se inauguró el primer parque temático vandálico Destroyer Park. Los visitantes recibirán a la entrada dos latas de pintura en aerosol, un pasamontaña o un pañuelo para cubrirse el rostro, un garrote y si pagan el pase Platino Plus, una bomba molotov y lo más importante: podrán elegir entre distintas consignas para motivar a sus grupos de choque y divertirse destruyendo. Los que deseen darle el international touch, pueden comprar un chaleco amarillo.

En las consignas a elegir están los temas álgidos en las redes: anarquismo, reivindicación de luchas, feminismo, libertad, boletos gratis para el cine, y lo que vaya apareciendo. Sociólogos de masas asesoran a los visitantes de que en este parque todos son víctimas inocentes, y ejerzan sus derechos despedazando lo que esté en su marcha al éxtasis del caos. En la entrada del Destroyer Park hay un gran letrero que anuncia: “No vamos a reprimir a nadie”, es la regla principal de este gran juego que ofrece nuevas experiencias. En el interior está la escenografía completa de una ciudad para quemar y romper con automóviles y patrullas, escaparates, monumentos, esculturas, paradas de autobús, semáforos, una universidad, todo a disposición de los grupos de vándalos que descargarán su furia reivindicando la consigna elegida.

Alentar el vandalismo es un excelente placebo político-social, con un poco de diversión la sociedad se siente “poderosa y visible”, “descargan su enojo”, y el gobierno conserva el poder presumiendo de tolerante y democrático, en este juego todos ganan. Sin ejercer proselitismo, no importa que el visitante no tenga idea qué es el anarquismo o la lucha de clases, o la consigan que grite, la finalidad es pasarla bien en la impunidad de desahogar sus instintos en condiciones de libertad, pasando por encima de la civilidad ahora considerada represora. Los participantes pueden dejar su grupo y unirse a otro con distintas consignas, la solidaridad camaleónica y oportuna es parte de los derechos del vandalismo, eso le da dinamismo al recorrido y les permite hacer amigos.

Los gobiernos que disfrazan la complicidad con buenas intenciones democráticas, usan el Destroyer Park para incentivar la nueva ideología de la irresponsabilidad, la impunidad y empatizar con los votantes, saben que cada vándalo es un voto. En la sociedad de la no-culpa, de la no-responsabilidad, el adversario ejerce un dominio represor que el vándalo repudia y debe ser atacado, está representado por todo lo inmóvil, lo que se interponga entre el vándalo y su marcha, desde la Torre Eiffel hasta el Ángel de la Independencia. En perspectiva del éxito del Destroyer Park los gobiernos darán boletos gratis para grupos, y se otorgarán becas a los guías que organicen visitas masivas. La diversión también es un Derecho Humano.