Benito Juárez

La lección del Cerro de Las Campanas

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Se cumplieron 153 años del fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo y los generales Miguel Miramón y Tomás Mejía en el Cerro de las Campanas en Querétaro, con lo que llegó a su fin el trágico Segundo Imperio Mexicano.

Pero todavía andan por ahí clericales atolondrados y morriños mascullando que fue un asesinato. No fue así. El trío fue apresado en combate y presentado ante un Consejo de Guerra que lo condenó al paredón conforme a una ley vigente, la del 25 de enero de 1862.

Con esta medida, el presidente Benito Juárez consolidó la República y anunció al mundo que México no toleraría jamás un gobierno impuesto desde el extranjero.

El episodio de lesa majestad del 19 de junio de 1867 infartó a las casas reales europeas. Al día de hoy, sus menguadas descendencias, de la mano con las sobras de nuestra aristocracia criolla, sufragan misas para que el Altísimo mantenga a Juárez ardiendo en el averno por aquel crimen y por la puñalada trapera de las Leyes de Reforma.

El capítulo del Cerro de Las Campanas también atrajo la atención de personajes de otra talla. Guissepe Garibaldi y Víctor Hugo abogaron por la vida del príncipe austríaco. El pintor Édouard Manet llevó al lienzo el episodio en una serie de tres cuadros que enfurecieron a Napoleón III, el pequeño, pues el pelotón de fusilamiento aparece con el uniforme de las tropas imperiales, en perspicaz alusión al verdadero responsable de la muerte del fallido emperador.

ejecución de maximiliano de habsburgo
“El fusilamiento de Maximiliano”, Édouard Manet (1867).

El gran Víctor Hugo redactó una espléndida homilía que fue recibida al día siguiente de la ejecución, por lo que nunca sabremos cuál habría sido su peso en el ánimo del de Guelatao. Más que una curiosidad historiográfica, la misiva arroja luz sobre este episodio fundacional de la República y permite escudriñar el significado y las consecuencias de una odisea como la de Juárez.

Es un texto preñado de mensajes que bien haría en escuchar –y atender– nuestra clase política. En particular la que se ve a sí misma en ropaje de estadista.

He aquí la epístola:


Juárez: Usted ha igualado a John Brown. La América actual tiene dos héroes, John Brown y usted. John Brown por quien la esclavitud ha muerto; usted, por quien la libertad vive. México se ha salvado por un principio y por un hombre. El principio es la República, el hombre, es usted.

Por lo demás, la suerte de todos los atentados monárquicos es terminar abortando. Toda usurpación empieza por Puebla y termina por Querétaro. En 1863, Europa se abalanzó contra América. Dos monarquías atacaron su democracia; una con un príncipe, otra con un ejército; el ejército llevó al príncipe. Entonces el mundo vio este espectáculo: por un lado, un ejército, el más aguerrido de Europa, teniendo como apoyo una flota tan poderosa en el mar como lo es él en tierra, teniendo como recursos todo el dinero de Francia, con un reclutamiento siempre renovado, un ejército bien dirigido, victorioso en África, en Crimea, en Italia, en China, valientemente fanático de su bandera, dueño de una gran cantidad de caballos, artillería y municiones formidables. Del otro lado, Juárez.

Por un lado, dos imperios; por otro, un hombre. Un hombre con otro puñado de hombres. Un hombre perseguido de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, de bosque en bosque, en la mira de los infames fusiles de los consejos de guerra, acosado, errante, refundido en las cavernas como una bestia salvaje, aislado en el desierto, por cuya cabeza se paga una recompensa. Teniendo por generales algunos desesperados, por soldados algunos harapientos. Sin dinero, sin pan, sin pólvora, sin cañones. Los arbustos por ciudadelas. Aquí la usurpación, llamada legitimidad, allá el derecho, llamado bandido. La usurpación, casco bien puesto y espada en mano, aplaudida por los obispos, empujando ante sí y arrastrando detrás de sí todas las legiones de la fuerza. El derecho, solo y desnudo. Usted, el derecho, aceptó el combate. La batalla de uno contra todos duró cinco años. A falta de hombres, usted usó como proyectiles las cosas. El clima, terrible, vino en su ayuda; tuvo usted por ayudante al sol. Tuvo por defensores los lagos infranqueables, los torrentes llenos de caimanes, los pantanos, llenos de fiebre, las malezas mórbidas, el vómito prieto de las tierras calientes, las soledades de sal, las vastas arenas sin agua y sin hierba donde los caballos mueren de sed y de hambre, la gran planicie severa de Anáhuac que se cuida con su desnudez, como Castilla, las planicies con abismos, siempre trémulas por el temblor de los volcanes, desde el de Colima hasta el Nevado de Toluca; usted pidió ayuda a sus barreras naturales, la aspereza de las cordilleras, los altos diques basálticos, las colosales rocas de pórfido. Usted llevó a cabo una guerra de gigantes, combatiendo a golpes de montaña.

benito juarez
“Benito Pablo Juárez García”, Jorge González Camarena, 1968 (Fuente: Chicago History Museum).

Y un día, después de cinco años de humo, de polvo, y de ceguera, la nube se disipó y vimos a los dos imperios caer, no más monarquía, no más ejército, nada sino la enormidad de la usurpación en ruinas, y sobre estos escombros, un hombre de pie, Juárez, y, al lado de este hombre, la libertad.

Usted hizo tal cosa, Juárez, y es grande. Lo que le queda por hacer es más grande aún. Escuche, ciudadano presidente de la República mexicana. Acaba usted de vencer a las monarquías con la democracia. Usted les mostró el poder de ésta; muéstreles ahora su belleza. Después del rayo, muestre la aurora. Al cesarismo que masacra, muéstrele la República que deja vivir. A las monarquías que usurpan y exterminan, muéstreles el pueblo que reina y se modera. A los bárbaros, muéstreles la civilización. A los déspotas, los principios.

Dé a los reyes, frente al pueblo, la humillación del deslumbramiento. Acábelos mediante la piedad. Los principios se afirman, sobre todo, brindando protección a nuestro enemigo. La grandeza de los principios está en ignorar. Los hombres no tienen nombre ante los principios, los hombres son el Hombre. Los principios no conocen sino a sí mismos. En su estupidez augusta no saben sino esto: la vida humana es inviolable.

¡Oh, venerable imparcialidad de la verdad! El derecho sin discernimiento, ocupado solamente en ser derecho. ¡Qué belleza! Es importante que sea frente a aquellos que legalmente habrían merecido la muerte, cuando abjuremos de esta vía de hecho. La más bella caída del cadalso se hace delante del culpable.

¡Que el violador de principios sea salvaguardado por un principio! ¡Que tenga esa felicidad y esa vergüenza! Que el violador del derecho sea cobijado por el derecho. Despojándolo de su falsa inviolabilidad, la inviolabilidad real, pondrá usted al desnudo la verdadera, la inviolabilidad humana. Que quede estupefacto al ver que del lado por el cual él es sagrado, es el mismo por el cual no es emperador. Que este príncipe, que no se sabía hombre, aprenda que hay en él una miseria, el príncipe, y una majestad, el hombre. Nunca se presentó una oportunidad tan magnífica como ésta. ¿Se atreverán a matar a Berezowski en presencia de Maximiliano sano y salvo? Uno quiso matar a un rey, el otro, a una nación. Juárez, haga dar a la civilización ese paso inmenso. Juárez, abolid sobre toda la tierra la pena de muerte. Que el mundo vea esta cosa prodigiosa: la república tiene en su poder a su asesino, un emperador; en el momento de arrollarlo, se da cuenta de que es un hombre, lo suelta y le dice: Eres del pueblo como los demás.

Vete.

ejecucion maximiliano
“Emperor Maximilien before his execution”, Jean-Paul Laurens (1882).

Ésa será, Juárez, su segunda victoria. La primera, vencer a la usurpación, es soberbia; la segunda, perdonar al usurpador, será sublime. Sí, a esos reyes cuyas prisiones están repletas, cuyos cadalsos están oxidados de asesinatos, a esos reyes de caza, de exilios, de presidios y de Siberia, a los que tienen a Polonia, a Irlanda, a La Habana, a Creta, a esos príncipes obedecidos por los jueces, a esos jueces obedecidos por los verdugos, a esos verdugos obedecidos por la muerte, a esos emperadores que tan fácilmente mandan cortar una cabeza, ¡muéstreles cómo se salva la cabeza de un emperador!

Por encima de todos los códigos monárquicos de los que caen gotas de sangre, abra la ley de la luz, y, en medio de la página más santa del libro supremo, que se vea el dedo de la República posado sobre esta orden de Dios: No matarás. Estas dos palabras contienen el deber. Usted cumplirá ese deber.

El usurpador será perdonado y el liberador no ha podido serlo, lástima. Hace dos años, el 2 de diciembre de 1859, tomé la palabra en nombre de la democracia, y pedí a Estados Unidos la vida de John Brown. No la obtuve. Hoy pido a México la vida de Maximiliano. ¿La obtendré? Sí. Y si tal vez en estos momentos ya ha sido cumplida mi petición, Maximiliano le deberá la vida a Juárez. ¿Y el castigo?, preguntarán. El castigo, helo aquí: Maximiliano vivirá “por la gracia de la República”.


Juego de ojos.

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Descendiente de Juárez fue colaborador de Franco

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Hace un par de años, la editorial Anagrama publicó en Barcelona la más reciente novela de Cristina Fallarás intitulada Honrarás a tu padre y a tu madre en la que narra su historia familiar, enfocada fundamentalmente en el Coronel Pablo Sánchez Juárez Larqué –bisnieto del presidente Benito Juárez–, un zapoteca navarro que en 1936 llegó al cuartel de Castillejos de Zaragoza para unirse al golpe de Estado de Francisco Franco contra la República española.

En efecto, María de Jesús Juárez Maza, Jesusa, una de las hijas del Benemérito, se casó con José Sánchez Ramos, un acaudalado empresario español socio de Don Porfirio Díaz, los que procrearon a Delfín Sánchez y Juárez, quien se casó con la guapísima pelirroja francesa de la ciudad de Pau (Francia), Sophie Larqué, padres del mencionado Coronel que colaboró con el ex caudillo de España.

Pablo fue hermano de Delfín Sánchez Juárez Larqué, quien destacó en México como diplomático, siendo embajador en Yugoslavia, Holanda, Polonia y Guatemala, y fue padre de Delfín Sánchez Juárez Lazo, quien recientemente recibió la Legión de Honor por parte del Gobierno de Francia y fue consejero político de Porfirio Muñoz Ledo cuando se desempeñó como embajador de México ante las Naciones Unidas y secretario particular suyo cuando fungió como presidente del PRI y del PRD.

La niñez de Pablo y Delfín Sánchez Juárez Larqué fue difícil ya que su padre, desertor, desapareció al momento que su madre falleció, cuando apenas tenían 4 y 2 años de edad, respectivamente, fueron protegidos por su tía Cristina Sánchez Juárez, hermana de su padre y nieta de Don Benito, quien los internó en un colegio de los jesuitas en Valladolid. Allí aprendieron del padre Arbeola “su elegancia, austeridad y cierta forma de desprecio altivo” y les toca enfrentar la disolución de la Compañía de Jesús en España y el famoso discurso del presidente Manuel Hazaña en el que se declaraba que España había dejado de ser católica, episodio que marcó especialmente a Pablo.

Pablo, también nombrado Alférez de las fuerzas franquistas y espía de la inteligencia militar de Mussolini, adiestrado por la GESTAPO, se casó con María Josefa Íñigo Blázquez, hija menor del Barón de Apizarrena, cuya hermana Angelines fue viuda del magistrado del Tribunal Supremo durante la dictadura de Franco, Francisco González Inglada. Pablo, un portentoso joven militar guapo, culto y rico, cubierto de medallas, de metro noventa y cinco de altura y una piel de bronce de herencia zapoteca, decidió unirse a las tropas del alzamiento del General Franco, en vez de haberse venido a México con su tía Cristina que había ejercido de su tutora. Fue Coronel de Caballería del ejército español, miembro del Benemérito Cuerpo de Mutilados de Guerra y tuvo el ingrato cargo de Director General de la Cartilla de Racionamiento.

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Delfín Sánchez Juárez Lazo y Antonio M. Prida.

El Coronel tuvo tres hijos, la tercera de las cuales, María de Jesús Sánchez Juárez Iñigo se casó con Félix Fallarás, y ambos son los padres de Cristina Fallarás, la autora de la novela. Pero el destino le hizo una mala jugada: su abuelo, el Coronel, asistió al fusilamiento del hijo de Félix Fallarás Notivol, el que justo antes de ser fusilado supo que en realidad querían matar a su padre, y que iba a ser con el tiempo el abuelo materno de la propia autora de esta historia familiar que parecería ficción sin serlo.

Después de su apoyo activo al Generalísimo Francisco Franco, el Coronel ejerció de abogado en su despacho, en el cual, vestido de civil, se pegó un tiro con una pistola Luger alemana.

La escritora de la novela, Cristina Fallarás, nieta de Pablo, y parte de la descendencia olvidada del Benemérito de las Américas en España, quien reconoce a Juárez como un referente político del movimiento de liberación de Latinoamérica, es una conocida novelista y periodista española, paradójicamente de izquierda radical, marxista y feminista, que realizó una búsqueda de los secretos de su pasado familiar para retratar, quizá sin proponérselo, la evolución política y sociológica de su país.

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Cristina Fallarás, escritora y periodista española.

Como nieta del fusilador y del fusilado, Cristina narra en primera persona la crisis que luego de 40 años España sigue enfrentando, dice lo que pasó y enseña cómo contarlo. Quiso al “abuelo facha” Sánchez Juárez que se quedó con Franco, sin restar su rabia por el abuelo Fallarás que fue fusilado. La contradicción que Cristina sufre en carne propia, la sufre de alguna manera toda España, pese a que no la sepa narrar como lo hace Cristina.

Aunque la novela se basa en hechos reales que por sí mismos parecen ficción, se ayuda de ésta para completar su obra con recuerdos, quizá parcialmente imaginados, preocupada por el hecho de que Las heridas las heredamos. El silencio las infecta