La política sigue siendo, no obstante el descrédito en que la ubican las conductas, por lo menos cuestionables de algunos de sus más conspicuos actores, una actividad que demanda un mínimo de decoro, conocimiento, principios y valores, amén de una imagen pública honorable y apartada de escándalos.
En su sentido más ideal, desde épocas remotas, se consideró a la política como una actividad que debía ser desempeñada por los virtuosos para conducir los destinos de la comunidad hacia el bien, hacia lo bueno, lo ético y lo honorable, exige pues, en principio, cualidades humanas, cuya vocación sea, precisamente, la virtud y no la pasión.
Supondríase entonces, bajo esta lógica ideal, que en una democracia como la que pretende México, la competencia por los cargos públicos, específicamente de elección popular debiera, en teoría, darse entre representantes de los diversos institutos políticos con aspiración natural de acceso al poder, que ostenten, abierta y notoriamente, las mejores cualidades profesionales y humanas, hojas de vida impecables, libres de mácula alguna, en su conducta, desempeño, patrimonio y fama personal, toda vez que todo ello será contrastado por la ciudadanía para definir su voto. Máxime cuando la oferta de futuro se basa, precisamente, en la erradicación de los vicios del pasado.
Por desgracia, esta circunstancia ideal y deseable, la experiencia lo confirma, no se cumple en la mayoría de los casos en las instituciones políticas, sea cual fuere su condición, pues se ven influidas e impactadas por intereses individuales y colectivos determinantes y de muy diversa naturaleza, el principal de ellos, destacadamente, el acceso, mantenimiento y conservación del poder a ultranza.
El marketing, la treta, la componenda, los pactos internos, el pago de favores y compromisos previos, con regularidad priman sobre la calidad y la moralidad, tanto de los procesos como de los contendientes que, en su momento, serán los directores responsables de la conducción de los asuntos públicos.
Sumidos a plenitud en el proceso, con una famélica cohorte de entre la que se pueda optar por un mínimo de calidad en las candidaturas, vemos aparecer, con sorpresa inaudita, a personajes del espectáculo, del deporte, de la farándula o de la propia política, que nada o poco, como ellos mismos lo reconocen, saben de la cosa pública o son víctimas de excesos y escándalos que, de entrada, les descalifican ética y públicamente.
Pero todo indica que el pragmatismo se impone a los principios y valores pregonados que debieran, teóricamente, ser el faro legitimador de las virtudes que se enarbolan en el discurso cotidiano y que, no sólo sucumben ante la realidad, sino que colocan en la palestra del juicio ciudadano la sinceridad y solidez de sus loables postulados.
La férrea defensa que desde los altos estratos del poder público se ha hecho manifiesta y clara en casos tan relevantes como el del estado de Guerrero, con un alto grado de conflictividad interna y cuestionamiento público, da cuenta de ese pragmatismo, que se superpone a la propia identidad de principios, a la unidad y la cohesión interna, que supondría un valor fundamental a privilegiar y daría ejemplo de integridad, congruencia y honestidad.
El servicio público exige de quienes lo ejercen honorabilidad, preparación, legalidad y una imagen pública intachable, lo contrario, mueve a la sospecha fundada de que algo no marcha bien, a la desconfianza y a la deslegitimación.
No pueden esperarse peras de un olmo y, como en la fábula de la rana y el alacrán, éste no puede cambiar su naturaleza.
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