Los problemas de la “moralidad” en tiempos de la 4T
Nunca me había preocupado como ahora por las posibilidades de vinculación entre la ética y la política. Quizá fue desde el año pasado, cuando se anunció la reimpresión y distribución de la Cartilla moral de Alfonso Reyes, acto que me parece que tuvo escasas repercusiones, pero el tema resurgió ahora en noviembre, cuando en los últimos días López Obrador presentó la Guía ética para la transformación de México. Hasta ahora tuve tiempo de adentrarme en el texto.
Reflexionar en los planteamientos éticos que orientan la política tiene muchas implicaciones y es necesario considerar una historiografía internacional y sumamente extensa. Una de las primeras cuestiones a tomar en cuenta es la noción de valor, la de vida buena a la que aspira toda ética y la de congruencia. Ahora bien, la particularidad de la política es el poder. En el establecimiento de una discursividad “igualitaria” se introduce el peligro del necesario ejercicio de la violencia por parte del Estado.
¿Podemos pensar en un mundo mejor, en donde ética y política vayan de la mano? Ante la publicación y distribución de la Guía ética, lo más simple es decir que sí. Pero analizar sus contenidos nos lleva necesariamente a un ejercicio de la crítica. Desde la Ilustración, la crítica se convirtió en la tónica de los discursos en todas las esferas de la vida. Crítica es lo que debe ejercer todo ciudadano que se desenvuelve en un régimen democrático y, como se plantea en la Guía, aun cuando no se ocupe un cargo público, la política debe revestir el interés de todos. Sin embargo, estas reflexiones nos proyectan hacia una cuestión que se presenta como un problema, y es el de la disociación entre valores individuales y valores colectivos. Los valores no están en ningún lado, listos para ser tomados. En la Guía se proponen los siguientes: respeto a la diferencia, a la vida, la dignidad, la libertad, el amor, la igualdad, la gratitud, la redención (algo que me llamó particularmente la atención), la verdad, la fraternidad, la justicia, el trabajo… Estos valores conviven en el texto con la consideración de la familia como unidad básica de garantía de cuidado, con el respeto y el cuidado de “los animales, las plantas y las cosas” (así es, “las cosas”).
Como se sabe, la finalidad de llevar una vida ética es la felicidad (el eudemonismo logrado a partir de un ejercicio sistemático de la virtud a partir de la congruencia) y, en una política nacional como la experimentamos en la actualidad, no es de esperarse que la congruencia sea imperante.
¿Es congruente querer terminar con el outsourcing cuando el personal de limpieza del Palacio Nacional está contratado conforme a este mecanismo? ¿Es congruente hablar de democracia cuando desenmascaran el chat armado con la intención de disolver los colectivos, en una reunión con los representantes de los colectivos? ¿Es congruente no contar con un mecanismo de contratación que garantice mínimas prestaciones a los trabajadores del llamado Capítulo 3000?
A ver, no vamos a pecar de ingenuidad. Como plantea María de los Ángeles Yanuzzi, “la democracia, como tal, es un mito y en tanto que mito movilizador, lejos de promover en la práctica la participación real de todos los ciudadanos en la instancia efectiva de gobierno, extiende en realidad un velo sobre la sociedad que oculta las verdaderas relaciones de poder (“Ética y política en la sociedad democrática”, en CONfines. No. 1/1, enero-junio de 2005, p. 73). Y eso es lo que está sucediendo ahora: la publicación de una guía para la conducción moral de la ciudadanía esconde otra problemática y algunos peligros. Me refiero a una ética normativa y no argumentativa, en la que, mediante el recurso de la persuasión, se imponga una idea de valor. No obstante, me dirán, “el vocero de la Presidencia, Jesús Ramírez Cuevas, aclaró que la guía moral ‘no es una ley’ sino una ‘referencia’ y por tanto ‘la incorporación de los principios que se exponen es absolutamente voluntaria’” (Forbes).
Los valores son los valores y el contenido de la aproximación que histórica y culturalmente desarrollan hacia ellos los seres humanos es lo que cambia. En el inicio de la Guía se dice que este esfuerzo de publicación se realiza para “[…] impulsar una revolución de las conciencias, esto es, construir una nueva ética humanista y solidaria que conduzca a la recuperación de valores tradicionales mexicanos y universales y de nuestra grandeza nacional”. Claro, porque a juicio de sus redactores, no tenemos una ética basada en “verdaderos” valores, puesto que estamos cegados por la visión impuesta por los regímenes neoliberales, en donde se privilegiaban la competitividad y la productividad, por ejemplo.
Como parte de su estrategia de persuasión, muy acorde con el discurso tendencioso y viciado de López Obrador, identifican “conservadurismo” con “autoritarismo” (página 14); quizás el punto culminante lo encontramos líneas arriba, cuando se habla del perdón de la siguiente manera: “Pide perdón si actuaste mal y otórgalo si fuiste víctima de maltrato, agresión, abuso o violencia, que así permitirás la liberación de la culpa de quien te ofendió. Perdónate a ti mismo. Los errores propios suelen conducir a un padecimiento interior de difícil salida. Comprende las motivaciones de tu conducta indebida, conviértela en aprendizaje y enmienda el daño causado”. Quiero (y no) que la madre de una de las tantas mujeres desaparecidas lea esto y perdone a sus agresores… Esto redunda en una relativización de la justicia: un imaginario indulgente, propiciado por el Estado (legitimador de la violencia y administrador y garante de la justicia), relativiza el sentido de la misma.
Esta ética que se nos “propone” no es argumentativa: no se basa en el ejercicio de la crítica. No acepta réplica (por más que los autores lo digan en su prefacio). Estamos presenciando un despliegue perverso de ética legitimadora, pues los discursos vacuos de la política (cuyo eje es el poder), deben revestirse de “ética” para autolegitimarse (Yanuzzi). Esta ética argumentativa con la que juega López Obrador recurre a categorías aparentemente “nobles” para construir discursivamente la polarización que tanto le beneficia, entre “conservadores” (los malos, en su retórica) y el nuevo régimen que posibilitará la “redención”. Además de que esto es un autoengaño, tiene el perverso fin de sesgar la opinión de quienes no pueden o no quieren desarrollar el ejercicio crítico al que nos instó Kant: servirse del propio entendimiento.
Estamos viviendo circunstancias muy crudas a causa de la pandemia, pero no solamente… Necesitamos una administración adecuada y expedita de la justicia, no un llamamiento a perdonarnos los unos a los otros. Esperar el acatamiento voluntario de las reglas es un juego muy riesgoso, como ya hemos visto, porque al parecer, después de diez meses de pandemia, hay gente que todavía no entiende cómo ni para qué usar un cubrebocas. Como lo planteó hace algunos meses Byung-Chul Han: “La paradoja de la pandemia consiste en que uno acaba teniendo más libertad si se impone voluntariamente restricciones a sí mismo” (Byung-Chul Han, El País).
Si este régimen, o cualquiera, proclama congruencia a diario en conferencias de prensa o vía la publicación de “guías morales”, que comience desarrollando mecanismos efectivos de contratación, designando funcionarios –más inteligentes– que no hagan chats ominosos y fáciles de ser descubiertos y viralizados y que prediquen con el ejemplo sus ideas sobre el cuidado de la naturaleza (es decir, el tren maya es incongruente) y sobre la fortuna de tener el trabajo que uno ama (o démosle a leer al personal contratado por Capítulo 3000 el apartado 16, página 21 de la “Guía” para que vean cómo arde Troya). Sapere aude y recuerden que una ética argumentativa es quizá nuestra única posibilidad de no ser engañados por dispositivos retóricos de baja estofa.
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