Siempre hay que comenzar por el principio: el escribidor debe contar que su primer apellido es vasco; el segundo (Torres) es de origen castellano, y su nombre es germánico y significa “lancero valiente o “fuerte guerrero”.
Y no, pos ´no. No es vasco ni castellano (español, se diría ahora) y tampoco lancero ni guerrero y mucho menos valiente y fuerte. Alguna herencia autóctona debe tener, pese a que no ha conservado ningún apellido con reminiscencias indígenas.
Es un simple mexicano, mestizo, no criollo, de Apaseo el Grande, y por lo tanto orgulloso paisano de Antonio Plaza, José Alfredo Jiménez y Jorge Ibargüengoitia, entre muchos (la lista llena más de un libro) otros guanajuatenses.
Sabe que su ADN proviene como el de todos los humanos, según se cree hoy, de hace unos 300 mil años, meses más, meses menos.
La inmensa mayoría de los amigos de este escribidor son mexicanos, aunque entre ellos haya quienes tienen hasta tres nacionalidades. Casi todos tienen apellidos provenientes de los que hoy es España; otros tienen apelativos de otros países (de “Extranjia”, según decían los viejos del pueblo). Hablan español-mexicano y algunos son bilingües, trilingües y uno que otro políglota. Nadie de ellos que se sepa, habla alguna lengua nativa precolombina, aunque algunos conozcamos expresiones, tal vez “hechizas”.
Hoy que el gobierno de México (Estado y país que no existían en 1521) exige que España (que no existía durante la Conquista) pida perdón por la Conquista, y el Estado Vaticano (la Santa Sede, según el reconocimiento de la diplomacia mexicana) haga lo propio por la conquista espiritual, tiene una grave duda existencial:
¿El escribidor es de los sujetos que deben pedir perdón por la Conquista de hace 500 años, o debe perdonar al reino de Castilla y Aragón (que ya no existe) y al Estado Vaticano (creado apenas en 1929) por su “conquista”?
Y, pos’ no, nomás no. Ni lo uno ni lo otro. Como diría el clásico mexicano: ¿Y yo por qué? A lo que escribidor añade: ¿Y ellos, los actuales, por qué? Los de entonces, se sabe, no resucitarán; tampoco sus agraviados.
La violencia para imponer, subyugar, dominar, conquistar, está presente en el reino animal, desde antes de lo que ahora es el hombre y se llamase hombre.
La historia de la humanidad es el relato de guerras, invasiones, conquistas, descubrimientos, dominaciones… los griegos, los troyanos, los persas, los hunos, los romanos, los vikingos, los celtas, los godos y los visigodos, los germanos, los galos, los iberos, los árabes, los cruzados, los españoles, los portugueses, los ingleses, los franceses, los aztecas, los mayas, los incas, los gringos, en una apretada y reducida lista de conquistadores de sólo una parte del mundo, la occidental.
Esos conquistadores hicieron –dirían ellos si pudieran– lo que tenían que hacer. No conocían conceptos modernos como derechos humanos, genocidio, derechos de la mujer y de las minorías. Hoy opinamos que, en nuestros parámetros, no estuvo bien lo que hicieron, pero era lo que tenían que hacer según su cultura. Imagine el diálogo entre un pretoriano, un guerrero vikingo, un soldado de Hernán Cortés o de Francisco Pizarro –conquistador de los incas en un territorio que se llamaba Tahuantinsuyo y no precisamente Perú–, con un actual defensor de los derechos humanos o compareciendo en la Corte de La Haya. Y al pobre de Cristóbal Colón que por andar buscando especies se encontró un continente entero al que ni siquiera pudo poner su nombre.
Y las “conquistas” no han terminado. El problema no es de ayer. Es de hoy. Y lo será de mañana.
Ahora la imposición, el dominio, el yugo de la conquista se hacen a través del desconocimiento de los derechos de las minorías, bajo la sombra del ganamos la mayoría de los electores; los perdedores deben sujetarse sin reserva alguna, su crítica incluida, a la mayoría. De no hacerlo, como antes, son calificados de insumisos o de paganos, merecedores de todo castigo.
Miles de años de cultura y civilización de poco han servido a los hombres, herederos de ellas, todos deseosos de poder: los nuevos conquistadores.
El escribidor no tiene que pedirle perdón a nadie, aunque tenga apellidos hoy reconocidos como españoles, y mucho menos a los muertos de ninguno de los dos bandos.