Los tiempos de incertidumbre, inevitablemente, abren las puertas a la imaginación. Y en ese espacio, la creatividad hace lo habitual: les cree a las percepciones sensoriales del sujeto, asume como verdad cierta sus emociones y articula análisis y respuestas en función de sus expectativas; las que, a su vez, se basan en sus experiencias pasadas y en impulsos libidinales que, aunque legítimos, ponen siempre en primer lugar la propia satisfacción.
Entonces, cuando toda la búsqueda de contestaciones se pone al servicio de lo psicológicamente esperado, dejando de lado toda capacidad crítica, asumiendo como cierto lo que a priori se considera como probable, se deja de estar en un escenario racional. La reflexión se traslada a un plano predominantemente emotivo y las creencias se refuerzan echando mano a cualquier teoría que refuerce los prejuicios instalados en la mente y en el discurso del individuo.
¿Es reprochable esperar respuestas basadas en la propia experiencia?, ¿es objetable construir soluciones a partir de parámetros personales?, ¿es cuestionable elaborar discursos funcionales a la agenda propia?; desde luego que no. Es más, es del todo legítimo defender posiciones políticas, principios, utopías y los valores culturales de las sociedades con las cuales nos sentimos identificados.
El problema es otro. Lo complejo, y hasta peligroso, es cuando la estrategia elegida para enfrentar situaciones límites a nivel personal, cambios de ciclo históricos o grandes crisis socioeconómicas y políticas, echa a mano, no al análisis profundo, a la confrontación de ideas o al debate intelectual, sino que construye teorías amenazantes y agendas conspirativas para evitar la construcción de un discurso propio y la responsabilidad que ello conlleva.
Las teorías conspirativas son, ante todo, actos de holgazanería intelectual. La comodidad de la generalización, la acusación a la bandada y la impugnación irresponsable de ideas y conductas ajenas, sin evaluar contextos, entender los parámetros filosóficos y culturales que las sustentan y, en particular, escuchar con atención y respeto los fundamentos lógicos de quien las plantea, no hace más que ajustar, aquello que criticamos y condenamos, a nuestra propia conveniencia.
Hace más de sesenta años John Rawls planteó la noción de justicia como equidad. Su noción de justicia, basada en el principio de libertad y en el principio de la justicia social, hoy adquieren, en el mundo entero, una vigencia enorme. Pero una cosa es el velo de la ignorancia propuesto por este filósofo, que opera como un ejercicio ecuánime que busca encontrar principios de justicia mutuamente aceptables y, en definitiva, reciprocidad en la relaciones sociales y personales, y otra cosa muy distinta, es la construcción mañosa y ramplona de tesis oportunistas que lejos de fomentar el disenso, el diálogo asociado a éste y la construcción de grandes acuerdos, optan por posiciones en apariencia altruistas, pero que en el fondo sólo esconden conveniencia y narcisismo.
¿Habrá algo más capitalista que el arcoíris desiderativo de una persona? ¿Habrá algo más comunista que la renuncia a la responsabilidad individual de un sujeto cuando busca refugio en instituciones y doctrinas para resolver sus problemas materiales y existenciales? Probablemente no, por ello, no estaría de más, que, de vez en cuando, dudáramos de nosotros mismos, de la facilidad con la que emitimos juicios, de la forma en que siempre buscamos zonas de confort que permiten reforzar todo aquello que consideramos normal, correcto y hasta justo. Que nos atreviéramos a salirnos de la conveniencia que otorga la noción de complot, la lógica del gran hermano y nos lanzáramos en la búsqueda de conocimiento y lenguaje que le dieran verdadero sentido a estos tiempos de incertidumbre y enormes oportunidades.
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