Hace ya noventa días que ronda en su cabeza la idea de designar como grupos terroristas a los cárteles de la droga mexicanos, ha declarado el presidente de Estados Unidos, lo que significaría que no fueron el culiacanazo ni la terrible agresión contra la familia LeBarón los eventos que han conducido a tal consideración del gobierno norteamericano.
Es innegable el pavoroso índice de violencia que se cierne sobre México y el desbordante crecimiento que los grupos criminales han alcanzado, obteniendo el control de vastos territorios y retando abiertamente al Estado mediante ataques armados, que ponen de manifiesto su poder de fuego, coordinación y libertad de acción que, en muchos sentidos, pueden semejarse a actos terroristas.
El diccionario LID de Inteligencia y Seguridad define al terrorismo como un Fenómeno sociopolítico basado en la utilización de la violencia y la amenaza de la misma con la intención de alterar los comportamientos de ciudadanos e instituciones generando reacciones como la ansiedad, la incertidumbre, el miedo o la intimidación, objetivo que se persigue mediante la realización de acciones violentas que persiguen provocar efectos psíquicos desproporcionados respecto a las consecuencias materiales causadas […]. Bajo este enfoque, los eventos que cotidianamente ocurren entre bandas criminales o entre éstas y las fuerzas del orden, las ejecuciones o los macabros hallazgos de cuerpos desmembrados, bien pueden ubicarse en ese contexto.
Sin embargo, a pesar de sus similitudes, una cosa es la violencia criminal generada por una actividad ilegal cuya motivación es la obtención de ganancias económicas, y otra muy distinta la que tiene como causa y finalidad el condicionamiento de las decisiones estatales frente a objetivos políticos o ideológicos. En tal sentido, el tratamiento que el Estado debe dar a uno y otro fenómeno es, naturalmente, diferenciado.
Es lógica y justificable la preocupación del país vecino por la crisis de seguridad que se vive en México, dada la vecindad y sobre todo los eventos que se han registrado en las zonas fronterizas, que han involucrado a nacionales norteamericanos en trágicos sucesos. La discusión se ha centrado en los mutuos señalamientos de ambos países con respecto a, por una parte, la alta demanda de drogas de la sociedad norteamericana que alienta la actividad criminal y, por otra, la exportación de armamento letal a los grupos delictivos mexicanos, con una visión ciertamente simplificada de un fenómeno complejísimo que demanda de mucha mayor profundidad en su abordaje.
La intencionalidad es evidente, primero fue el amable ofrecimiento para enviar fuerzas estadounidenses a limpiar la casa de criminales, preludio de la nueva advertencia que hoy se expresa en la posibilidad de designar a los cárteles como terroristas, lo que, bajo la legislación del vecino país, abriría la puerta a una posible intervención. La respuesta mexicana ha rechazado de manera inmediata semejante posicionamiento con un discurso que acude, como es costumbre, a la defensa de la soberanía y al siempre presente nacionalismo más rancio, señalando que los problemas de México los resolverán los mexicanos.
No obstante, es necesario considerar que, en la práctica, no hemos sido capaces de atender adecuadamente el problema de la inseguridad y la violencia. El problema va en aumento, de la mano de la corrupción que lo ha prohijado. Bien sabido es que ninguna actividad criminal adquiere las dimensiones que ha alcanzado la delincuencia organizada, sin la protección o connivencia de la autoridad y de actores económicos poderosos.
En efecto, el problema es complejo e implica, de manera inexorable, a las dos naciones. Más allá de sucumbir a la tentación de presionar políticamente o de envolverse en el lábaro patrio, deberían explorarse las vías de colaboración que ya se tienen en acuerdos de carácter internacional y poner en acción los mecanismos existentes para atacar eficazmente un fenómeno que lacera profundamente a la sociedad mexicana que es quien, en definitiva, aporta el contingente sangriento.
Enfriar la cabeza, dialogar diplomáticamente y lograr acuerdos colaborativos frente a problemas comunes de alta intensidad, sería lo deseable en la obligada vecindad que, en no pocas ocasiones, se antoja distante.