Hace pocos días durante una conversación se mencionó la palabra “empatía”, como tantas otras que se suceden durante un diálogo no se aquilata pronto el peso individual de su significado.
La empatía es el sentimiento de identificación con algo o alguien, es la capacidad de identificarse y compartir los sentimientos.
Lo anterior es muy poderoso, implica involucramiento emocional para entender y compartir lo que siente, es algo complejo. Empatar las emociones implica una correlación y comunión no sencilla de establecer y si es difícil entre un par de individuos, ¿cuán más será en un grupo de personas? Pero, por encima de todo, ¿qué implicaciones tiene no ser empático como líder?
Establecer nexos emocionales positivos entre las personas y las sociedades es fundamental para la subsistencia y desarrollo de cualquier ente social, no podemos esperar que una persona se identifique con un proyecto o una idea si no tiene una implicación emocional positiva. Incluso, aun teniendo desventajas, si es emocionalmente relevante, se logrará el compromiso de involucramiento y participación constructiva.
Las emociones negativas, por lo contrario, provocarán un riesgo relevante para las sociedades, las personas verán como una amenaza cualquier plan o proyecto y tratarán de que fracasen. Desviarán procesos y ejecutarán actos de deterioro al patrimonio o la seguridad de la institución, en forma discreta al principio y conforme vayan integrando adeptos, se presentarán conductas de rebeldía.
Provocar empatía no es un don de nacimiento, es una conducta aprendida que se fortalece con el éxito en la ejecución, se descubre en edades tempranas y conforme se va logrando alcanzar lo que se desea, madura y perfecciona. Los líderes empáticos entienden las necesidades de la gente y saben que tocando las fibras sensibles del miedo y la esperanza, son capaces de conseguir sus objetivos. Los grandes hombres en este proceso construyen, los mezquinos se aprovechan de la condición de las personas para su beneficio.
Podemos inferir que la empatía es algo muy poderoso en las manos adecuadas para guiar a las sociedades en un camino de evolución y felicidad, un estadista pensará más allá de él, visualizará qué pasará cuando no esté y cómo la sociedad puede avanzar por sí misma, tomará decisiones difíciles y entenderá sobre todo el riesgo en cada una de ellas. Esas personas trascienden, por lo que son capaces de bien hacer por sus semejantes.
Pero ¿qué pasa cuando la empatía se usa con fines perversos cuando la ignorancia prevalece, cuando el líder no escucha, cuando la visión no es correcta? ¡El resquebrajamiento! Las decisiones erráticas prevalecen, los caminos son confusos y la sociedad no entiende cómo actuar para contribuir al bienestar y crecimiento común. La percepción domina por encima de la razón, las personas se confrontan sobre asuntos que no tienen control o suficiente información, el miedo aparece, cada persona intenta salvaguardar su posición ante una amenaza no clara, pero no menos real.
La esperanza se convierte en el hilo conductor del discurso y la gente se aferra a él ante el vacío que implica que no exista, alimentado por los sentimientos de cercanía y la empatía existente, ante esa falsa sensación de que el líder me comprende o entiende.
Al final la historia es diferente al estadista que construye sociedades, en el resquebrajamiento no hay construcción, queda desolación y se cosechan cenizas, los sobrevivientes tienen que redoblar esfuerzos para retomar los caminos que una vez fueron los cursos sobre los cuales se avanzaba.
Las sociedades debemos tener cuidado con aquellas voces que nos hablan de empatía, cuando lo único que se busca son las consecuciones personales, el riesgo que se tiene por no entender lo que pasa en nuestro entorno social, político, económico y de seguridad; estos no se pueden prever o imaginar.
Podemos saber dónde empieza el caos, pero no podemos predecir hasta dónde va a llegar y siempre se puede estar peor.
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