emperadores

¿Por qué no comprar un niño? Maximiliano y la dinastía perdida

Lectura: 8 minutos

Lo principal para que una monarquía funcione es tener herederos. Como sabemos, esto no sucedió con Carlota y Maximiliano, emperadores de México de 1864 a 1867.

El tema sigue siendo polémico y picante, y como tal cargado de muchas fake news. Esto también porque una vez en México, viendo que no llegaba la descendencia, el aparato monárquico-conservador mexicano se entercó en ponerle solución al asunto y trató de hacerse de un heredero usando a veces algunas sucias triquiñuelas, como la de comprar un niño, las cuales los evidenciaron como personas de pocos escrúpulos y ambiciosas, sobre todo al de las patillotas.

Para cuando llegaron a nuestro país la relación entre Carlota y Maximiliano ya venía rengueando. Tenían siete años de casados, había un claro distanciamiento entre ellos y el pequeñín nomás no asomaba cabeza. Ante el público, el matrimonio real, educados en el más estricto código de las viejas cortes europeas cosmopolitas, aparentaba ser una pareja de ensueño, misma que nos hacen ver en telenovelas y libros, pero la realidad era otra.

Maximiliano y Carlota de Habsburgo.
Imagen: MxCity.

Evidencia de esto la encontramos en las memorias de José Luis Blasio, secretario particular de Maximiliano desde que pisó México hasta su muerte. En ellas Blasio dice no haber visto jamás a la pareja imperial dormir juntos: “(…) algo existía entre los dos esposos, algo que por el momento no pude saber si era una desavenencia producida por razones de Estado, por infidelidades del Emperador o por defecto orgánico del Soberano, pues ni en Puebla, ni en México en el Palacio imperial, ni en Chapultepec dormían nunca juntos los soberanos”.[i]

En efecto, no sólo en su propio palacio los emperadores dormían en habitaciones separadas, también cuando salían en visita oficial a otras ciudades. Así en la noche, ya sin gente alrededor, Maximiliano ordenaba armar su catre de campaña en alguna habitación ajena a la de su esposa.

Ahora bien, por las cartas personales, tanto de Carlota como de Maximiliano, se conoce que desde antes de venir a México la pareja sabía perfectamente que no podían tener hijos. No descartaban en ese entonces una futura posibilidad, pero conforme pasaba el tiempo… nada. Esto se lo confesó Maximiliano al Ministro Plenipotenciario de Francia en México, Alphonse Dano, quien a su vez se lo contó con detalle a Napoleón III.[ii] Por su parte, Carlota se escribía con frecuencia con su abuela, la reina María Amelia, de Francia, y en varias ocasiones le comentó que la misión de ellos como esposos era hacer “el bien en el mundo”, pues al parecer no tendrían hijos.

Por otro lado, estaba el rumor de la bisexualidad de Maximiliano. Antes de Carlota, Maximiliano estuvo perdidamente enamorado de María Amalia de Braganza, hija única del difunto don Pedro, emperador del Brasil. La pareja se comprometió y se fijó la boda para mediados de 1853. Desgraciadamente la joven murió de tuberculosis, en la isla de Madeira, a principios de ese año. Ahora bien, ya casado con Carlota, durante el viaje de luna de miel con destino a Brasil, Maximiliano se hizo acompañar de su “inseparable amigo”, el conde Carlos Bombelles. Ambos se conocían de niños, cuando jugaban a las escondidas más de lo acostumbrado. Pues nada, llegando a la isla de Madeira, Maximiliano hospedó a Carlota en el palacete donde había muerto su ex, le dio un beso en la frente, la tapó con una mantita portuguesa y se fue con el conde Bombelles a seguir el viaje de bodas sin la novia. Todavía el cínico le escribió varias cartas a Carlota, encallada en la isla, contándole de lo bomba que la estaban pasando en Brasil. Al regreso del viaje la relación de la pareja real había cambiado considerablemente.

El Conde Carlos Bombelles y Maximiliano
El Conde Carlos Bombelles y Maximiliano.

En cuanto a un distanciamiento entre ellos por cuestiones físicas, como mencionaba Blasio, flotaba el rumor de que el buen Max, en sus correrías de jovenzuelo por aquellos felices puticlubs parisinos, contrajo la sífilis. Entonces no había curación para el llamado, no en balde, “mal francés”. Así que suena lógico que Carlota se distanciara de su esposo para no contagiarse, además de quedar condenados a no tener hijos. Sin embargo, también resultó ser fake news, pues unas de las terribles secuelas de la sífilis es dejar marcado el cuerpo con manchas. Esto lo hubiera notado de inmediato el médico republicano encargado de la autopsia del cuerpo de Maximiliano, en 1867, y hubiera saltado de gusto comunicándole al mundo lo “impuro” y cochambroso del enemigo aristócrata, a quien aborrecía.

Por su parte, los emperadores mexicanos también despertaron sospechas de mantener cada uno por separado amoríos extramaritales, de los cuales resultaron presuntamente dos hijos ilegítimos. Se dice que Maximiliano tuvo un hijo con una hermosa indígena, hija del jardinero al cuidado del famoso Jardín Borda, en Cuernavaca, llamada Concepción Sedano, la famosa India Bonita. El hijo se llamó Julio Sedano y saltó a la historia al pertenecer a la red de espionaje que manejaba la famosa Matahari, por lo que fue fusilado en Francia, en 1917.

india bonita
“Maximiliano de Habsburgo y la India Bonita”, Salvador Tarazona (1938).

Por su lado doña Carlota, quien viajaba sola cada vez más seguido, era acompañada a sol y sombra por el jefe de guardias, un patanzuelo engreído y prepotente, aunque bastante guapo, de nombre Alfred Van der Smissen, comandante de la Legión Belga en México. Se dijo que cuando Carlota viajó a Europa para pedirle ayuda a Napoleón III, fue también a dar a luz. El hijo fue adoptado y tomó el nombre de Maximo Weygans, que a su vez saltó a la historia al convertirse en Generalísimo de los ejércitos de Francia y ministro de guerra en el gobierno de Petain.

Años después se descubrió por cartas que Julio Sedano no fue en realidad hijo de Maximiliano, pues la india bonita jamás estuvo en Cuernavaca cuando Max andaba por ahí. En el caso del supuesto hijo de Carlota, sigue la incógnita, pues aunque no hubo pruebas claras, el parecido físico entre el supuesto padre y el hijo era demasiado obvio.

Carlota de México, Alfred van der Smisse, y Maxime Weygand
Carlota de México (izquierda), Alfred van der Smisse (derecha), y Maxime Weygand (centro), su supuesto hijo.

Para finales de 1865 el problema de no tener príncipe heredero se convirtió en una especie de obsesión para Maximiliano, quien decidió tomar medidas de emergencia, la mayoría de ellas verdaderos sueños de opio (al que por cierto era adicto):

La primera medida fue invitar a su hermano menor, Luis Víctor, a ser heredero de la corona mexicana y que a su vez se casara con una de las princesas del entonces reino del Brasil, para así establecer una monarquía grandota de México a Brasil. Desgraciadamente el joven Luis Víctor prefería maquillarse, ponerse enaguas y salir al tablado a darle duro al Can-Can, por lo que mandó a freír espárragos a su hermano.

La segunda medida fue cuando en 1864 Maximiliano hizo una gira por el Bajío. De regreso a la ciudad se quedó un par de días en Querétaro, que por cierto le gustó mucho. Ahí le llevaron un pequeño niño otomí recién nacido, cuya madre murió en el parto y el padre seguía corriendo por el cerro. El naïve de Maximiliano, conmovido hasta las lágrimas, tomó al pequeño en sus brazos y decidió adoptarlo, bautizarlo con el nombre de Fernando Maximiliano y designarlo príncipe imperial… ¡a un niño indígena otomí!, gritaron al cielo los conservadores, quienes invirtieron millones en traer a un emperador rubio, precisamente para que gobernara en vez de un indio zapoteca (Juárez). Para fortuna de ellos, y de Carlota, que estaba furiosa por no haber sido consultada, el niño murió a los pocos días.

Archiduque Carlos Luis y Francisco Fernando de Austria
Archiduque Carlos Luis y Francisco Fernando de Austria (todocoleccion).

La tercera medida mafufa de Maximiliano fue proponerle a su otro hermano, Carlos Luis, que le cediera la patria potestad de su hijo mayor, el entonces pequeño Francisco Fernando, así una vez adoptado podría ser heredero de la corona mexicana. Por supuesto la mamá puso el grito en el cielo, mentó madres en austro-bávaro –insulto de una sola palabra de veinticinco sílabas–, y el intento de don Max fracasó una vez máx. Curiosamente el niño en cuestión se convirtió en Francisco Fernando, Archiduque de Austria, heredero al trono austrohúngaro, cuyo asesinato en Sarajevo, en 1914, fue la chispa que detonó la Primera Guerra Mundial.

La cuarta medida fue la más desesperada y la que reveló a Maximiliano como un mal bicho. Corría el 1865 y al emperador se le acababan las opciones. Entonces alguien llegó con la idea de comprar –¡sí, comprar!– al nieto de Agustín de Iturbide, total también él fue emperador, aunque a palos. Por entonces los descendientes de Iturbide se las daban de príncipes y mantenían una vida palaciega un tanto ridícula. Así que cuando se les terminó el dinero consideraron rápidamente la oferta de Su Majestá. A Maximiliano le pareció estupenda la idea y desembolsó 150 mil pesos a cambio de entregar en adopción al niño de dos años, llamado Agustín de Iturbide y Green. El niño quedaría al cuidado de su tía Josefa y junto con su hermano Salvador, de catorce años, recibirían el título de príncipes. Los codiciosos familiares de Iturbide mataban un pájaro de dos tiros: ganaban dinero y sus sueños principescos podrían hacerse realidad.

Desde luego la madre del bodoque, la norteamericana Alice Green, no estuvo de acuerdo, pero su familia política la tiró a loca y cuando se dio cuenta, su hijo ya estaba en el Castillo de Chapultepec. La señora Green recurrió a la embajada para apoyarse con cartas diplomáticas y sólo hasta finales de octubre de 1866, cuando el Segundo Imperio Mexicano ya estaba tronando como cacahuate, Maximiliano ordenó regresar al niño. Agustín de Iturbide y Green falleció en 1925. Su descendencia vive en Europa y no quiere saber nada de príncipes mexicanos.

El 19 de junio de 1867 fusilaron a Maximiliano en el Cerro de las Campana, Querétaro, y con él se fue el sueño guajiro de tener una monarquía mexicana a la europea.

En fin, como dijo Alessandro Baricco: “es un dolor extraño, morir de nostalgia por algo que jamás vivirás”.


Notas:
[i] Blasio, José Luis, Maximiliano Íntimo: El Emperador Maximiliano y su corte (memorias de un secretario particular). Librería de la Vda. De C. Bouret, México, 1903, pag-41.
[ii] Las cartas se pueden ver en: Lilia Diaz (ed), Versión francesa de México. Informes diplomáticos (1862-1864). El Colegio de México, 1965


También te puede interesar: Kingo Nonaka, el médico casual de Madero.