Situado en el límite entre Europa Oriental y Asia Occidental, Georgia es un país de contrastes. Es la tierra natal de Stalin y, sin embargo, siempre se ha relacionado menos con él que con el vino, el canto y la Historia Antigua. La sociedad en general se rige aún a la fecha por un estricto régimen patriarcal y considera al feminismo como algo que va en contra de sus costumbres. Sin embargo, al mismo tiempo la presencia femenina tiene cabida, no sólo en el ámbito de la creación artística sino incluso en política. Como muestra baste decir que desde el 2018 la presidenta de la República es la franco-georgiana Salomé Zourabichvili.
Por otro lado, nacido en época soviética y por lo tanto ligado a ella, el cine de Georgia creció con la mirada dirigida hacia el Occidente. Más que eso, desde entonces supo trascender los límites de la cortina de hierro; tanto, que en festivales europeos las cintas aparecían en una lista aparte. Nada menos, Federico Fellini opinó que “la película georgiana es un fenómeno extraño– especial, filosóficamente ligero, sofisticado y, al mismo tiempo, infantilmente puro e inocente. Tiene todo para hacerme llorar, cosa que no es fácil”.*
Los cineastas georgianos de hoy pueden o no seguir la tradición soviética de revisar fenómenos políticos e históricos, pero la característica que los distingue y une a todos, sean hombres o mujeres, es que hacen pensar al espectador. En cuanto a las mujeres, la participación viene también del origen: data de 1920, cuando Nutsa Gogoberidze se convirtió en directora a los 25 años de edad. Artistas ambos de tiempos de la Unión Soviética, Nutsa fue cercana a figuras de la talla de Sergei Eisenstein (El acorazado Potemkin, 1925). Pero su contribución más significativa al mundo del cine fue la influencia que su ejemplo ejerció tanto en su hija Lana como en su nieta Salomé, las dos directoras con reconocimiento en Europa. Y es que especialmente en las últimas décadas una nueva generación femenina de georgianas está brillando en la escena internacional, con películas que sin duda corresponden a la descripción de Fellini. En muchos casos, los temas giran en torno a la evolución del rol de la mujer en la sociedad.
Un bello ejemplo de lo anterior es My happy family (título original: Chemi bednieri ojakhi, 2017), escrita por Nana Ekvtimishvili y dirigida por ella misma en colaboración con su esposo Simon Gross. La película se presentó en los festivales Sundance y Berlín; en Sofía, Bulgaria, ganó el Premio a la Mejor Dirección. Y por primera vez para una cinta de ese país, fue comprada por Netflix.
Ekvtimishvili escribió la historia para la apertura del Festival de Cine Georgiano en Londres, inspirada en las vidas de su hermana y su madre. Su heroína es Manana, una profesora de 52 años (la Shugliashvili) que vive con sus padres, esposo, hijos adultos y yerno en un apartamento en Tbilisi, algo normal en el país, cuenta en entrevista la directora. El hijo de la protagonista parece auténticamente sorprendido cuando le pregunta por qué desea irse del hogar familiar, mientras a manera de fondo sonoro se escucha el discurso de un sacerdote ortodoxo: “Feliz es la familia que tiene una madre pacífica que se sacrifica y cría a sus hijos”.
Ya en 2013 el dúo Ekvtimishvili-Gros había hecho un brillante debut internacional con In Bloom, que en el festival de Berlín ganó el premio de la Confederación del Cine de Arte, además de haber sido seleccionada para competir por Mejor Película en Lengua Extranjera en los premios Oscar. Ekvtimishvili se basó en sus propias memorias para retratar una sociedad machista y violenta en la que no era raro que los jóvenes llevaran pistola. Centrada en la amistad entre dos chicas adolescentes, respondió probablemente a una necesidad de contar su historia en un intento por digerir la dolorosa experiencia de los años 90 tras la independencia de la Unión Soviética.
My happy family podría, en cambio, describirse muy simplemente como un drama doméstico. Casi géneros en sí mismos, la familia y/o la mujer incomprendida siguen en general el mismo código narrativo, pero en el caso de Ekvtimishvili dicha narración avanza con rara sutileza en torno al misterio de los porqués de Manana: guiado con gran sensibilidad, el espectador descubre poco a poco que, en apariencia infundado, el malestar de la protagonista es algo que lo sobrepasa. Por otra parte, las adversidades que enfrenta Manana dejan al descubierto la problemática de sus victimarios, los diferentes miembros de una sociedad de la que a su vez son víctimas y cuyo funcionamiento aprendemos a través de sus reacciones. Pero existe por suerte la promesa de la nueva generación, en este caso, una joven alumna de Manana que, sin saberlo, con sólo abrir la ventana de su mirada fresca, impulsa a la maestra madura a asumirse por primera vez como un adulto independiente.
En My happy family la cámara del rumano Vladimir Panduru (Baccalauréat de Cristian Mungiu, Premio Dirección Cinematográfica, Cannes 2016) fabrica los mejores planos imaginables de una convivencia en familia abrumadora. Encuadres cerrados persiguen todo detalle expresivo en el rostro de la protagonista, a la vez que captan como de reojo en segundos planos un caos de conversaciones y movimiento dentro del área sobrepoblada. El contraste con la paz y el silencio de las escenas que se desarrollan en un espacio alternativo hace que, junto con la protagonista, el espectador viva la soledad como una experiencia poética.
Más común que trágico, el guion de la película presenta una vuelta de tuerca que si, para algunos, puede no resultar sorpresiva sin duda es sobrecogedora, en particular debido al ritmo pausado con el que la protagonista asimila la noticia. De hecho, la primera consecuencia del shock que sufre es la manera tan sentida con la que canta en cierto momento. Pero en cuestión musical la joya de la película son los cantos polifónicos que interpreta un grupo de hombres acompañado del instrumento de cuerdas típico; no está por demás decir que los cantos georgianos como los de la película han sido declarados por la UNESCO obras maestras del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Por desgracia los nombres georgianos son difíciles de retener, pero sin duda el esfuerzo vale la pena en el caso de Nana Ekvtimishvili, que de cualquier forma seguiremos escuchando seguramente en la escena del cine internacional.
Notas:
* “Georgian film is a strange phenomenon–special, philosophically light, sophisticated and, at the same time, childishly pure and innocent. There is everything that can make me cry and I ought to say that it (my crying) is not an easy thing” (citado en Poetry in Motion Picture, by Georgia, Santosh Mehta, 2001).
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