Hace días que leemos varias publicaciones sobre el dramático recorte presupuestal que ha sufrido la Fonoteca Nacional. También sobre las tareas de preservación, restauración y difusión que no podrán realizarse a causa de que no podrán ser recontratados cerca de 93 empleados. He leído también el extraordinario texto de Pablo Piccato sobre el asunto y la manera en que el material resguardado en la Fonoteca le permitió entender mejor cómo las personas hablaban o se referían al crimen en un México ya ido. Leí también la carta a la opinión pública en la que los afectados explican el riesgo en que se pone este patrimonio con la decisión. He leído las publicaciones que hablan del nada discreto entusiasmo que manifiestan las autoridades por el proyecto –por cierto, prescindible– de Chapultepec. Y las he leído cada vez con más coraje.
He leído todas las noticias sobre los trabajadores que ejercían sus funciones contratados por el “capítulo 3000” y cómo el INAH ha prohibido destinar los recursos de la partida 33901 a la contratación de servicios personales, es decir, personal subordinado. También leí el texto de la Ley Federal de Austeridad Republicana y no puedo más que lamentar las decisiones de este gobierno, así como mi incapacidad para actuar a favor de las instituciones y de las familias que seguirán en la precariedad.
No puedo más que reflexionar en mis 20 años de práctica pública, cuando también fui contratada como eventual, sin prestaciones, sin garantías de continuidad y cuando aprendí a no llevar ni una foto a mi oficina, porque no era mía y porque al día siguiente podría no tener acceso a mi centro de trabajo. También en la curva de aprendizaje que se cumple cuando, después de muchos periodos con contratos de tres meses, finalmente seguía laborando y llegaba a dominar mi arte. Conviví, valoré, tuve amistad con y fui instruida por trabajadores de base y confianza durante esos 20 años. Y aprendí. Aprendí a montar vinil, a manejar obra, a ser comisaria, a administrar presupuesto público, a usar las palabras mágicas (“coadyuvar” es una de ellas, y a todos nos daba mucha risa que funcionara mejor que otras) para ayudar a hacer los contratos de mis compañeros de capítulo 3000 y que no nos los objetaran. Aprendí a tranquilizar a la gente que trabajaba conmigo mientras transcurrían los cuatro primeros meses del año sin pago. Aprendí a fluir con eso hasta que me cansé. Hasta que no pude darles tranquilidad y mejor me bajé del barco en enero de 2019.
Esa curva de aprendizaje es la más larga y más dolorosa, porque consiste en conformarse con seguir precarizados a condición de poder volver al siguiente año al lugar de trabajo que uno ama porque es histórico, porque resguarda patrimonio que uno tiene entre sus manos y abraza con el alma, porque ahí están los amigos y los maestros que nos han hecho especialistas. Cuando en 2018 estalló la primera protesta (#YaPagameINBA), yo era directora. En esa posición y conociendo la administración pública federal, no queda más que solidarizarse, a sabiendas de que una se hace cada vez más desagradable a los ojos de los superiores. Nadie mejor que mis trabajadores “eventuales” para desempeñar sus funciones y solucionar las insuficiencias profesionales del sistema. Los directores no teníamos (no tienen) recursos o argumentos para apagar las protestas porque el propio sistema los deja sin elementos de negociación: ni hacia arriba ni hacia abajo. Un país que había sido modelo por sus instituciones culturales se ha convertido en el referente internacional de precariedad y desmantelamiento, desde hace dos años, de manera acelerada.
No tengo, tristemente, la salida jurídica, la propuesta para trascender esta crisis, pero sí tengo la certeza de que los recortes presupuestales a cultura y el desvío de recursos a proyectos faraónicos innecesarios no son lo que nos permitirá seguir caminando. También tengo la seguridad, por la experiencia y por la curva de aprendizaje, que la alianza entre niveles de gobierno e iniciativa privada es lo único que puede favorecer proyectos de gran calado que permitan la conservación y difusión de lo que tenemos: patrimonio artístico mueble e inmueble, tanto como la preservación de los expertos que han capitalizado su curva de aprendizaje y saben cómo hacerlo.
Creo que, en este callejón sin salida, lo único que se puede hacer es saltarse por la pared: visibilizar la precariedad y la protesta, sensibilizar sobre todo lo que se pierde. Nuestras instituciones culturales están en grave riesgo, lo mismo que lo que custodian. Espero que la curva de aprendizaje que nos ha costado, implicado, la elección de este sexenio sea suficiente para darnos cuenta.
También te puede interesar: La última y nos vamos.