Se predica contra muchos vicios,
pero no sé de nadie que haya predicado contra el mal humor.
Goethe.
Uno de los consejos para combatir el mal humor es hacer uso de la sabiduría y ciencia folclórica que dice: el antídoto a un veneno es el veneno mismo. Por ejemplo, si un alacrán nos pica, lo indicado es ir a buscar al bicho, y cuando esté distraído en el retrete leyendo Alacranas Ardientes, lo pescas y te lo comes. Adiós envenenamiento.
La historia de combatir el mal humor con el mal humor no es nueva. El mismísimo Dios utilizó mucho esta técnica, sobre todo en el Antiguo Testamento: si un humilde pastor le reclamaba enojado el porqué después de tanto rezo y nomás no veía mejoría en sus ovejas, al día siguiente amanecía ciego y con la orden de machacar a su único hijo, como prueba de su fe. Si un pueblo maldecía al cielo porque la cosecha no daba, Dios les mandaba una plaga de insectos bailadores de Tap de dos metros y hasta ahí las quejicas.
El popular Noé lo experimentó en cabeza propia. Cierta noche decidió tomarse unas copas de más y una vez achispado lanzó un par de mentadas a Cam, maldiciendo a su hijo Canaán, nada personal, cosa de borrachos, pero que sin imaginarlo, trajo como consecuencia la maldición de su estirpe durante siglos. Mucho antes de este incidente, Dios le mandó hacer una exuberante chalupa, misma que tardaría cincuenta años en construir, para de ahí llenarla de alimañas y soportar un chaparrón brutal de años. ¡Listo!, el viejito —según la Biblia murió de 950 años— jamás volvió beber y se volvió un tanto, digamos, ensimismado.
La lista de quienes han usado el mal humor para combatir el mal humor es interminable y variopinta, desde los consabidos emperadores romanos malportados, como Tiberio (14-37 d.C.), a quien se le atribuye la creación de ese particular tormento de obligar a la víctima a beber grandes cantidades de agua hasta reventarle la panza, hasta algunos personajes de ficción, como el Pato Donald, figura fastidiosa e intransigente que se abre camino a berrinchazo limpio, y aunque va inocentemente vestido de marinerito (eso sí, sin pantalones), no deja de ser símbolo del racismo puro y de la plutocracia recalcitrante que se da bajo la falsa libertad de opinión y pensamiento que todavía manejan nuestros colindantes del norte.
En la historia de cada país siempre hay un personaje que usó la malhumorienta receta, porque ser un exaltado cascarrabias también es un estilo de vida. Por ejemplo, la reina Matilde (1102-1167), la única mujer en asumir el trono de Inglaterra durante la Edad Media tenía tan mal humor que durante la Segunda Guerra Mundial la armada inglesa bautizó un robusto tanque con su nombre, esperando infundir terror en sus enemigos. Funcionó por meses, hasta que los alemanes llegaron con un armatoste más malhumorado y de nombre todavía más irritable: Sturmpanzerwagen.
Los turcos de la Antigüedad fueron famosos por pagar irritación con irritación, como el caso de Mahomet III (1595-1603), quien combatió el mal humor de sus hermanos ahogándolos personalmente a cada uno de los diecinueve.
En Rusia, Iván, a quien no por nada apodaron “el Terrible” (1530-1584), disfrutaba de pequeño reventándole los ojos a los pájaros con sus dedos o arrojando perros al vacío desde las torres del Kremlin para observar su dolor y su agonía, diabluras de chiquillos, diría uno. Su aspereza se debía a que durante toda su infancia vivió en carne propia el mal humor de los nobles rusos (boyardos), que entre prácticas diabólicas e inhumanas lo hicieron ser testigo de cómo violaban y asesinaban lentamente a su madre. Cuando por fin tomó el poder a los 13 años, Iván les hizo ver que él también tenía mal carácter: convocó a los más importantes nobles a una reunión y en ella tomó al líder, príncipe Andrei Shuisky, y lo arrojó a un entusiasta grupo de perros hambrientos que lo despedazaron frente a todos.
La bronquedad y furia de este zar no respetaron a nadie, ni siquiera a su hijo, al que mató con sus propias manos en un arrebato de ira. Sin embargo, gracias a su mal humor sacó del oscurantismo a su imperio y lo puso en un lugar importante en el mapa de la geopolítica europea.
También hubo malhumorados en la historia de lugares lejanos, como en Madagascar, donde la irascible reina Ranavalona I (1790-1861) se encargó de despachar 10 mil gentes en una semana con métodos creativos, como obligarlos a compartir el jacuzzi con cocodrilos. Ranavalona I era tan colérica que su hijo, Radama II, viajó miles de kilómetros para rogarle de rodillas a Napoleón que invadiera su isla.
Pero ¿qué es el mal humor? El mal humor es una reacción emocional a los eventos que se presentan fuera de nuestro control. Se trata de una respuesta natural, primitiva, un mecanismo de defensa, ni bueno ni malo. Su negatividad corresponde al ámbito de las consecuencias que de él se deriven. Por ejemplo, no es lo mismo que una persona dé un puñetazo en la mesa, como resultado de una acalorada discusión, a que meta a su gato al microondas porque alguien movió un centímetro su colección de pegatinas de Dragon Ball.
En su publicación El Átomo y sus intimidades (1980), el periodista e investigador científico Arístides Bastidas muestra la teoría atómica del malhumor, donde iones y átomos cargados eléctricamente “a veces nos quitan la calma y a veces nos estimulan la alegría de vivir”.
Se calcula que un hombre promedio está constituido por 70 trillones de átomos (esto es un siete seguido de 19 ceros). Según esto el malhumor es una variante en el flujo de energía en las estructuras atómicas, que el sistema nervioso central capta ocasionando un estado de ánimo específico: “Los iones pueden estar relacionados con las trifulcas conyugales. Es probable. Cuando aumenta la humedad, baja el peso del aire sobre nosotros, o sea la presión atmosférica, y nuestras mujeres se ponen malhumoradas”. ¡Todos tras la pianola…!
Ahora bien, cuando el malhumor hace pareja con el poder, las cosas se vuelven algo riesgosas. El ejemplo por excelencia lo tenemos con Hitler (1889-1945), quien poseía una de las armas más peligrosas del cascarrabias con poder: ser desenvuelto.
El problema con los malhumorados desenvueltos es que convierten la terquedad —que no necesariamente es negativa pues nos puede conducir a la perseverancia— en obstinación. Suele confundirse la fortaleza con la obstinación: mientras la fortaleza nace de la capacidad de adaptarnos para seguir adelante, la obstinación brota del miedo al cambio y de un ego desmedido, como el del nene Adolf.
Lo primero que hace el malhumorado desenvuelto y obstinado es tratar de vencer su miedo peleando con todo y todos, escondiendo su debilidad en la creencia de que con el “poder” se van a hacer las cosas como él manda. Lo malo viene cuando el cascarrabias desenvuelto y obstinado sí tiene el poder para montar su opinión. ¿Resultado? 60 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial.
Henry Picker, abogado de profesión y estenógrafo personal de Hitler, transcribió por dos años las pláticas informales de sobremesa que el autócrata vienés de mostacho de cepillo sostenía con sus cercanos, afincados en el búnker. Picker describe a Hitler como un hombre que, así como se conmovía hasta las lágrimas por la risa de un niño, se derretía ante una mujer guapa y se desvivía en consideraciones para con los animales, daba órdenes como esta: “21 de octubre, 1941: Orden de fusilamiento de 50 rehenes franceses a causa del asesinato de un oficial alemán; como consecuencia más amplia, el endurecimiento en todos los escenarios guerreros con el principio de aplastar el terror mediante el terror”. ¡Escondan a la abuela!
También hay instituciones que al ver en el mal humor una amenaza, reaccionan con uno peor. Tal fue el caso de la Santa Inquisición, organismo que mantuvo su irritabilidad por cinco siglos. Cuando alguien ponía de malas a la Inquisición lo mejor era disfrazarse de arbusto y con pasos muy pausados y tardos no parar hasta la Patagonia. La iracundia con la que solucionaban las cosas era tal, que muchos gobiernos totalitarios quisieron imitarla: Nazis, KGB, Stasis y los mismos norteamericanos en Guantánamo. El secreto del modus operandi de la Inquisición era sencillo: infundir miedo, hacer uso del factor sorpresa, ser despiadadamente eficaces, tener una devoción fanática al Papa, pero sobre todo la tenacidad de estar siempre más encabronados que cien monjas adentro de un costal de papas, de los de lana peluda.
El más famoso abanderado de esta malhumorada institución fue don Tomás de Torquemada (1420-1498), en cuyo mandato se rostizaron vivos a más de dos mil personas. Así, el dominico se encargó de llevar a España a un atraso cultural que muchos opinan se sigue resintiendo bajo la nefasta influencia clerical a ultranza, sobre todo en la educación.
Mi recomendación para los siempre cabreados es que mejor se lancen con toda fuerza contra el típico chocante que va por la vida con un optimismo de audiolibro de autoayuda y sonrisa de emoji chino. Definitivamente confío más en un malhumorado que en un pedazo de alcornoque siempre feliz, porque “la irritabilidad, en dosis moderadas, tiende a promover un estilo de comunicación más concreto, más armonioso y, en definitiva, más exitoso. Mientras que el humor positivo parece promover la creatividad, la flexibilidad y la cooperación, el mal humor fomenta la melancolía y activa una forma de pensar más atenta, reflexiva y cuidadosa, lo que hace a una persona prestar más atención al mundo externo y le ayuda a lidiar con situaciones complicadas”, como lo dijo puntualmente el periodista Jordi Jarque (La Vanguardia, 26/08/2011).
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