Cada vez que recordamos las raíces que explican la procedencia de una palabra, le devolvemos parte de lo perdido en el desgaste natural de su empleo cotidiano. Eso pasa con la palabra “jurisdicción”, cuyo primer significado como “potestad derivada de la soberanía del Estado de aplicar el derecho a un caso concreto para resolver una controversia”, no se compadece con la raíz latina que nos regresa hasta su fórmula simplificada: “decir el derecho”.
El ejercicio básico de dirimir una controversia entre miembros de una comunidad está en las bases mismas del pacto social. Someter parte de nuestra libertad personal a un tercero, el Juez, representante del Estado, para que dirima por vía pacífica la diferencia a cambio de evitar la justicia por propia mano. Por décadas, los ciudadanos que participaban en contiendas judiciales sentían aún la cercanía de quienes impartían justicia en un tribunal, hasta que la sofisticación propia de las grandes metrópolis borró con su anonimato toda secuela de proximidad.
Pilas y pilas de gruesos expedientes, gestionados bajo la liturgia de un gremio de juristas entregados de lleno a las formas y solemnidades de los códigos y la jurisprudencia. Al final, luego de años y años de litigios, recursos, incidentes, apelaciones y amparos, algo tomaba forma como “cosa juzgada”, que poco o nada se parecía a la añorada justicia pretendida por una persona al inicio de una disputa.
Como parte del ritual, las sentencias judiciales se regodean en expresiones ininteligibles para el grueso de los mortales. La técnica judicial, erigida en musa suprema de la abogacía, demanda precisión absoluta en cada término, construyendo con el lenguaje un remoto lugar en alguna parte del mundo de la ficción y las formas. Y para poder pasar hay que tener toga y birrete.
“La recurrente no pudo probar la pertinencia de las acciones planteadas al a quo, al haberse desechado la prueba superveniente por ser inconexa con la litis planteada”. Para los abogados, simple, para los otros…
En cambio, déjenme transcribir la sentencia dictada por un Juez de Distrito en un caso planteado en San Luis Potosí, por un grupo de menores, en su versión de lectura fácil:
Hola (nombre de los menores):
Les envío un saludo y espero que se encuentren bien de salud. Mi nombre es Marco Antonio Vignola Conde, soy Juez de Distrito y quiero comunicarles que sus mamás y papás hicieron de mi conocimiento que la escuela en la que estudian, que se llama Primaria Bilingüe “Emiliano Zapata”, se encuentra en malas condiciones y por ello no es posible que les enseñen y que ustedes aprendan adecuadamente.
Me dijeron que su escuela tiene salones de clase en mal estado; su mobiliario, como sillas, pizarrón, mesas y demás, tampoco es adecuado para su aprendizaje; además de que el baño de su escuela no se encuentra limpio y en buenas condiciones.
Las condiciones en que se encuentra su escuela, las pudo observar una persona a la que llaman “actuaria”, porque acudió a inspeccionar el lugar, hizo anotaciones de cómo se encontraban los salones de clase, los baños, las paredes y tomó fotos de todo ello.
Tomando en cuenta que ustedes tienen derecho a una educación adecuada, determiné que su escuela debe contar con espacios, muebles y materiales que les permitan estudiar de la mejor manera.
Esta determinación está por escrito, en hojas de papel a la que se le llama sentencia, en la que se les pide a las personas de su escuela que debe haber aulas suficientes para todos los alumnos, una biblioteca, pizarrones, sillas, un patio, un lugar para practicar deporte y bebederos.
Las niñas y niños de su escuela, incluidos ustedes, podrán ver que su escuela la irán reparando para que asistan a un lugar más bonito en el que se sientan cómodos y a gusto para tomar sus clases.
Me despido de ustedes y quedo atento a las reparaciones que se hagan en su escuela.
Evidentemente, un documento legal redactado en estos términos no requiere explicación sobre el caso que lo genera y lo que se resuelve. En unos cuantos párrafos, con toda sencillez, el juez explicó a los beneficiarios del amparo el resultado y las consecuencias de la resolución del caso.
Cuando la ley se baja del pedestal que los juristas le hemos construido, convirtiéndola en un objeto suntuario accesible sólo para unos cuantos, la volvemos más humana y más cotidiana. Traducir una sentencia, voluminosa y encriptada, a un lenguaje llano, resulta una tarea que tiene más contenido que un ejercicio simple de traducción. Es, en realidad, una forma de abrir la puerta de la justicia a quienes la piden y necesitan.
Es, sin lugar a dudas, una forma nueva de “decir el derecho”.
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