literatura

Un amigo de Dios

Lectura: 6 minutos

Comenzamos con un acertijo. ¿Podrá el lector adivinar de quién hablo? Un escritor, nacido alrededor de 1890, es famoso por tres novelas. La primera es corta, elegante, un clásico inmediato. La segunda, su obra maestra, presenta a los mismos personajes, aunque es más larga y compleja, e incorpora en forma creciente elementos míticos y lingüísticos. La tercera es enorme, una locura, ilegible. Una pista: no se trata de Joyce.

Un escritor, nacido alrededor de 1890, denunció la producción masiva, el estruendo del tráfico y la crueldad y fealdad de la vida moderna europea, y amó los árboles y la verdura de la campiña inglesa en donde vivió de niño, así como a las pequeñas y delicadas criaturas con las que se topó en las leyendas nórdicas. Una pista: no se trata de D. H. Lawrence.

Un escritor, nacido alrededor de 1890, mezcló porciones de literatura antigua en su propia obra maestra, incorporándolas magistralmente conforme avanzaba. Una pista: no se trata de Pound.

Un escritor, nacido alrededor de 1890, se declaró monárquico y católico. Una pista: no se trata de Eliot.

Hobbit.
Ilustración presentada en El Hobbit, de J.R.R. Tolkein.

Los más antiguos de mis lectores –antiguos en el sentido clásico– quizá hayan adivinado ya de quién hablo. Y si son de mi edad y fueron como yo, vagamundos, y en su camino a Damasco se toparon en un callejón con el graffiti “¡Frodo vive!”, entonces ya lo saben de cierto. Para los más jóvenes, quizá un cuento les ayude:

“Había una vez un cuarentón, profesor de lingüística y filología, que sabía más que nadie en el mundo sobre las antiguas lenguas nórdicas y el Beowulf. El maestro había quedado huérfano muy joven, y el ejército de su país lo mandó a una guerra terrible en cuyas trincheras estuvo a punto de perder la vida. Anegado en el lodo sanguinolento, y apabullado por el estruendo del cañón y la metralla y los lamentos de amigos y enemigos, quizá haya imaginado el mundo que creó cuando muchos años después interrumpiera por un momento la calificación de un examen para escribir al reverso de la hoja: “En un agujero en el suelo vivía un hobbit”.

El escritor de quien hablo, nacido alrededor de 1890 en África del Sur, es J.R.R. Tolkien (John Ronald Reuel) hoy una referencia doméstica gracias a Hollywood, pero en mi adolescencia, vicario de un rito arcano cuyos miembros nos reconocíamos por señas secretas y conjuras pronunciadas en voz baja como esa de: “¡Frodo vive!” Hoy me asombra que haya sido hasta fines de los ochenta que encontré en mi propio país con quien hablar sobre la tetralogía de Tolkien y sus asonancias y disonancias con, entre otros, Joyce, Lawrence, Pound y Eliot, de la manera juguetona que se consigna al inicio de este texto y que ojalá fuera mía, pero lo es de Jenny Turner, la espléndida periodista autora de Razones para amar a Tolkien.

He aquí un personaje deslumbrante y paradójico. De él se dice que era aburrido en una sociedad y un siglo de tiesuras, y que su devoción por la filología se percibía anticuada incluso entonces. Pero la obra de este flemático inglés nacido en Sudáfrica, quien nunca alzaba la voz, vestía siempre en tweed y chaleco y fumaba pipa, despertó una corriente pasional pocas veces vista en la literatura. Jenny Turner confiesa que le asusta haber pasado “demasiado tiempo” de su adolescencia en compañía del demiurgo de El señor de los anillos, y que ya adulta, si bien encuentra los libros repetitivos y “ruidosos”, estos siguen conectándose a su espíritu de manera inquietante. “Hay una succión, un algo primigenio que se transmite entre ambos, como cuando una nave espacial se enchufa a la nave madre. Es como el seno materno, es un alivio infantil… que también es como un hoyo negro”. Escalofriante memoria, pero humana y generosa si la comparamos con otros juicios, como el de mi admirado Edmund Wilson: “Hipertrofiado… Un libro infantil que de alguna manera se salió de madre… Una pobreza creativa casi patética…”. John Heath-Stubbs estima que la obra es “Una mezcla de Wagner y el osito Winnie Pooh”, mientras Germaine Greer exclama que fue “su pesadilla”.

Dragón
Ilustración presentada en El Hobbit, de J.R.R. Tolkein.

Vaya, pues. Supongo que el viejo profesor, tan enemigo de las pasiones terrenas, nunca imaginó que la obra iniciada con la frase, “En un agujero en el suelo vivía un hobbit”, fuera a despertar tantas y tan opuestas pasiones durante tantas generaciones, pues a estas alturas del siglo –y mal que me pese gracias al cine–, la cofradía tolkiense es ya una muchedumbre. No escapa a la aguda e inteligente mirada de Jenny Turner la paradoja: si los libros son tan criticables, ¿por qué a tantos millones les han apasionado?

No es una pregunta fácil. El Hobbit (1937) me encontró en una librería del extranjero –aún adolescente– y lo compré por no dejar, por tener algo que leer en el vuelo de 13 horas que me esperaba por la noche. En el aeropuerto comencé la lectura y a la mitad del vuelo maldije no haber adquirido los tres tomos de la secuencia, conocida como El Señor de los Anillos (1954).

Una mirada crítica descubre inconsistencias en el texto, en los diálogos, en los personajes y en la narrativa. Yo extirparía a Tom Bombadil, un personaje arbóreo que transcurre cantando tonadillas hueras y que no tiene mayor consecuencia en el resto de la historia, y trabajaría la estructura interna de algunos protagonistas así como la lógica de varios episodios (y ya que de utopías hablamos, también sacaría del mercado la horrenda traducción de Taurus con su majadera “castellanización” de nombres que en vez de un Bilbo Baggins nos sirve un “Bilbo Bolsón” amén de otras aberraciones asestadas a la obra del viejo profesor.)

Pero como dicen los sajones, al final del día lo que me queda es una profunda identificación con la obra, una suerte de simbiosis que, ahora lo pienso, tiene en verdad algo de misterio sobrecogedor. La leo y la releo; sé de memoria pasajes enteros; y cada vez que la visito descubro en ella algo novedoso. Quizá ahí esté la explicación. Tolkien fue capaz de comunicarse con otros espíritus en un nivel anímico primario que escapa a toda explicación y que tiene como hilo conductor las emociones y sensaciones más humanas.

¿Y quién fue este personaje, esa suerte de hobbit mayor? John Ronald Reuel Tolkien nació el domingo 3 de enero de 1892 en Bloemfontein, África del Sur, después de un parto difícil y prolongado. A ese país habían emigrado sus padres en busca de fortuna, y ahí creció, un niño débil y enfermizo. A la muerte del padre en 1896, la madre regresó a Inglaterra, en 1900 se convirtió al catolicismo y en 1904 murió de diabetes, enfermedad incurable en la época.

Araña.
Ilustración presentada en El Hobbit, de J.R.R. Tolkein.

La madre es un personaje fascinante por derecho propio y estoy convencido de que su personalidad impregna a los espíritus etéreos y fuertes de las pocas mujeres en la obra de J.R.R. Antes de casarse con Arthur Tolkien a los 21 años había sido misionera de la Iglesia Unitaria en África y, créalo o no el lector, ¡impartió catecismo en el harén del sultán de Zanzíbar!

Ahora bien, imaginémonos a esta familia de la clase media pobre en la Inglaterra anglicana y victoriana de entonces y las consecuencias que sin duda esto tuvo en la sensible personalidad del niño J.R.R. ¿Recuerda el lector a Shelob, el mefistofélico ser que en forma de tarántula gigante custodia el paso de Cirith Ungol a Mordor por donde deben transitar Bilbo y Samwise, merced a las intrigas de Gólum? Pues en Sudáfrica, el niño Tolkien tuvo experiencias memorables: un encuentro con una peluda tarántula, que lo picó, y con una serpiente. Y un sirviente de la familia “lo tomó prestado” durante varios días para llevarlo a su aldea y presumirlo a su extensa parentela, con las consecuencias que el lector podrá imaginar. Creo que su niñez africana, su adolescencia en la campiña inglesa, su estancia en las trincheras en la Primera Guerra Mundial –donde el gas mostaza dañó su salud para siempre y en donde perdió a la mayoría de sus amigos–, su vida enclaustrada como profesor de filología y sajón antiguo… toda su existencia, pues, está reflejada en la saga de los Baggins, desde la fiesta a la que asisten los enanos sin invitación, hasta la última escena en que Bilbo, Frodo y otros personajes abandonan para siempre la inolvidable Tierra Media.

Pero me estoy saliendo de tono. Si el viejo profesor pudiera leer estas cuartillas y en particular el anterior párrafo, sin duda las haría confeti, ya que detestaba a los críticos y a los exégetas… ¡y a fe mía que tenía razón! Así que en resumen diré que los cuatro libros de la saga (El Hobbit,  El Señor de los Anillos, Las dos torres y El regreso del rey), con El Silmarilion, integran una república abierta a quien desee pedir la ciudadanía del país mayor del gozo, que es la tierra de la imaginación.

Nota bene. Reuel, el tercer nombre de Tolkien (John Ronald), es un apelativo heredado de padres a hijos en esa familia, y quiere decir, literalmente, “Amigo de Dios”. Sin duda el escritor lo fue.

Silencio

Lectura: 2 minutos

Me quedé sola. Por fin se fueron las voces y el cuarto volvió a llenarse de luz, dejando al descubierto los objetos que antes no podía ver, que ellas no me dejaban ver. No me voy a mover. Tengo miedo de que estén esperando el menor gesto, un bostezo, un parpadeo, el más ligero cambio de postura para llenar de nuevo el espacio que ha vuelto a ser mío.

No sé cómo llegaron ni por qué se fueron, pero sí recuerdo el tiempo en que tomaba mis propias decisiones, como ahora, sin tener que oírlas. Por eso no voy a permitir que regresen. Me voy a quedar acostada en el piso, junto a la pared, de manera que pueda ver la claridad que entra por la rendija. Viviré en silencio para que mi voz no despierte a las otras. Quizá estén muertas, pero sí sólo duermen, pueden invadir de nuevo cada rincón de mi mente.

 Se abre la puerta. Los oigo murmurar. Están desconcertados. Ayer no lograban mantenerme inmóvil y mis gritos lastimaban sus oídos. Esta mañana, amanecí quieta. Buscan en mi pasado, tratan de entender. Hablan de mí como si yo no estuviera, tienen razón. No me interesan sus palabras.

No saben que nadie me obligó a acostarme frente a la puerta para ver la luz, que no me hicieron nada cuando era niña, que así estoy bien.

Soledad.
‘Soledad’, Yvan Fabre.

Si aprieto las rodillas contra el pecho oigo la sangre pasar por mis venas hasta llegar al corazón y después al cerebro. Oigo también mi respiración, cómo rechina mi cuello, cómo truenan los huesos de mi espalda, aunque no cambie de postura. Siento los músculos de las piernas tensos. El dolor no tardará en llegar.

Las palabras se convierten en sonidos molestos, zumbar de moscas. Cuando se callan, a veces tengo miedo de que ellas, las otras, las que hicieron de mis días oscuridad, regresen. Por eso no voy a moverme, para que la luz se quede conmigo. El silencio en mi interior me llega por oleadas. Mi cuerpo está sumergido en aguas tranquilas, estoy protegida del dolor, del miedo, de la angustia, del odio, de mí. Y de las voces.

Cuando se cierra la puerta, los objetos que alcanzo a ver –las patas de una mesa, medio cajón, un pedazo de cinta– se dibujan con la claridad de los sueños. No me importan los músculos tensos, me acostumbraré a tener los puños cerrados y la barbilla en el pecho. Viviré en un oasis de silencio.