Maternidad

Paradojas de la maternidad subrogada

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Mater semper certa est. Adagio latino y máxima jurídica desde los romanos, cuya traducción al español es: “La madre siempre es cierta”.

Nuestra versión tropicalizada de este adagio es otra máxima derivada del conocimiento popular. “Hijos de mis hijas, mis nietos serán. Hijos de mis hijos, en duda estarán”.

Desde hace más de dos mil años, en general y desde el derecho, hemos dado por sentada la maternidad. Madre es la que gesta y la que da a luz. Tal pareciera que esta afirmación era inamovible, hasta que llegaron las diversas técnicas de reproducción humana asistida con las que ahora contamos.

Esta idea de “dar por sentada” la maternidad resulta, actualmente, un absurdo, uno que, sin embargo, seguimos perpetuando desde el derecho. Así, para el derecho, la mujer que da a luz siempre es la madre, el derecho no duda de ello.

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Imagen: Jacarandas en el asfalto.

Sin embargo, bajo estas “verdades jurídicas” se encierra otra injusticia más en perjuicio de las mujeres, todo indica que “el sistema” proponiéndoselo o no, por dolo o por ignorancia, termina siempre afectando a las mujeres, perjudicándolas y eventualmente convirtiéndolas en delincuentes.

Recientemente la prensa mexicana dio cuenta de un caso triste, difícil y complejo en relación a un procedimiento de maternidad subrogada. Se trata de una mujer que aparentemente fue contratada por una pareja estadounidense, con la intermediación de una empresa mexicana dedicada supuestamente a ayudar a personas con problemas de infertilidad.

El problema fue que, por razones desconocidas, los gemelos Mateo y Nico –nombres asignados por el personal de enfermería del Hospital General de la CDMX– nacieron de manera prematura, lo que ocasionó diversas complicaciones en los recién nacidos.

Según diversos reportes de prensa, Mateo nació con muchos problemas de salud pero se ha recuperado bastante bien, no así Nico, quien desarrollo problemas de hidrocefalia, sordera y desprendimiento de retina, lo que lo ha dejado ciego.

La historia aparente es que la mujer fue atendida en un hospital privado, pero cuando las cosas se complicaron la llevaron al Hospital General. Ahí y desde hace casi ocho meses, estos gemelos sólo han convivido con el personal sanitario, pues nadie ha reclamado la paternidad o maternidad de los mismos.

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Imagen: Granada Hoy.

Todo indica, que a la mujer que los gestó le fue implantado en su cuerpo un embrión de la pareja americana que la contrató, por lo que en términos estrictamente biológicos, la progenitura sería de esa pareja americana, sin embargo, dado que este tema no ha sido debidamente analizado en nuestro país, desde la legislación civil la madre es la que da a luz.

Entonces, bajo el amparo de una legislación civil arcaica, es fácil atribuir la maternidad a la mujer gestante, lo que en términos de derecho penal nos lleva a otro extremo, a una paradoja absurda.

Al ser considerada la mujer gestante como la madre –desde el derecho civil– y al haber abandonado a los menores, está cometiendo un delito.

Según parece, de frente a la situación de los menores intervino el DIF y aparentemente la Procuraduría de la Defensa del Menor y la Familia de la CDMX.

Para estas autoridades, asumiendo que la gestante es la madre, han denunciado a la misma por abandono de menores, ya que en términos de la legislación penal es un delito.

El problema es que esa conclusión puede ser jurídicamente impecable, aunque ciegamente absurda e injusta. Partiendo de una lógica civilista –insisto, arcaica– estamos convirtiendo a la gestante en una victimaria, cuando muy probablemente es en realidad una víctima más de este asunto.

traspaso de maternidad
Imagen: Estelí Meza.

Me parece que los verdaderos victimarios son, por un lado, la pareja americana que aportó el embrión y, por el otro, la empresa intermediaria que, al final de cuentas, dejó abandonada a su suerte a la mujer gestante y a los propios Nico y Mateo.

Este tipo de temas son harto complejos, pero no por ello la autoridad debe actuar ciegamente, sin ver las circunstancias del caso. En mi opinión, las primeras víctimas son los menores nacidos, pero también la gestante, quien pretendidamente, gestaba para otros. Son pues esos otros los que deben hacerse responsables, y de no hacerlo, son ellos los que –eventualmente–están cometiendo un delito.

Como lo adelanté, esta historia nos lleva a una paradoja, ya que el delito de abandono de menores tiene como consecuencia –además de la pena corporal– la pérdida de la patria potestad. Así, al proceder y procesar a la mujer gestante, ésta podría alcanzar una pena de hasta tres años, más la pérdida de la patria potestad. Patria potestad que, desde luego no le interesa y que debería –por razones biológicas– ser atribuida a la pareja de americanos que la contrataron.

En suma, una mujer gesta para otros, con material genético de esos otros. Luego, frente a la desgracia, la ley civil le atribuye el carácter de madre y le asigna la patria potestad de los menores, la cual –todo indica– no le interesa a esta mujer, y que en la vía penal puede ser acusada de abandono de menores, delito que entre otras sanciones implica, la pérdida de la patria potestad.

Esta situación no sólo es paradójica, también resulta cruel e injusta. Por eso inicié diciendo que el sistema siempre, siempre, termina perjudicando a las mujeres.


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La venida de los muertos: el altar como eje del mundo

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Estructuras que tienden a lo piramidal y a lo ascensional. Altas estructuras, cada una en su proporción. Ningún altar de muertos se queda por lo bajo, ni en forma ni en simbolismo, ni en el entusiasmo prodigado por sus hacedores. Estamos por entrar a esa época del año en que México se vuelve tan ajeno a los ojos de los extranjeros: pueden entender que tengamos corrupción y que contemos con una burocracia hiperinflada (otros países europeos y latinoamericanos las tienen) pero no pueden entender que celebremos la muerte. Parte de esos recursos de celebración son las estructuras que tienden a lo piramidal: el referente inmediato son los altares de muertos, escalonados, que exhiben frutas, flores, mole y pan junto con fotografías de los finados y algunas velas. Antaño, estructuras similares –pero que se podían circular– se constituyeron como túmulos funerarios, representativos de la presencia ausente. El pan de muerto es un mini testigo de ese recuerdo tumular cuyas hipotéticas aristas se coronan con huesos y un fingido cráneo azucarado. Y por más que les extrañe a los indigenistas de libro, no, esas manifestaciones que se realizan en noviembre poco tienen que ver con el mundo prehispánico. La celebración de los fieles difuntos fue instituida por San Odilón, abad de Cluny, en el año 980 d.C.

Las estructuras ascendentes que le prestan su esencia al altar de muertos de los siglos XIX y XX tienen su origen en el siglo XIV, no en México, sino en regiones como Valencia y Cataluña, aunque también se vieron en otras zonas de Francia. Se llamaron capelardentes o capillas ardientes, y no eran escalonadas, pero sí ascensionales: se construían como estancias temporales para el cuerpo de un príncipe, rey o reina que iba de camino a su sitio de reposo final: el cortejo paraba a descansar, a reabastecerse y se aprovechaba para exhibir el cuerpo real y dejar por momentos la pesada parihuela en lo que los locales iban a satisfacer su curiosidad y a observar al despojo. Pensar en esas lejanías temporales y en un cadáver peregrino, que estaba a merced constante de la descomposición, puede resultar repulsivo hoy en día. Lo cierto es que las agencias funerarias siguen ofreciendo el mórbido paquete del maquillaje y el féretro abierto, o sea que algo nos sigue gustando de esa contemplación.

Algunos investigadores plantean que para evitar el riesgo de corrupción y para llevar el preciado cadáver del personaje destacado a regiones que el cortejo no tocaría en su itinerario normal hasta la sepultura, se desarrollaron símiles (muñecos, maniquíes) del cuerpo del rey, por ejemplo, en zonas de Francia e Inglaterra. En España, que yo sepa, esto no sucedió o está escasamente documentado, pero sí sabemos que los capelardentes, túmulos o capillas ardientes se comenzaron a popularizar en el siglo XVI, sobre todo, a la muerte del emperador Carlos V.

¿Qué hacer para llevar la presencia del real cadáver sin pasear el cuerpo real? Representarlo mediante sus insignias. Pero claro que esa representación no podría estar desprovista de otros aliños, como telas negras (hachones) que cubrirían parte de la arquitectura falsa y de la real; esculturas de muertes y figuras que daban cuenta de la importancia de los hechos del monarca en vida, etc. Fue así que se configuró una iconografía propia de la casa reinante y que permitió a diversas ciudades de los reinos mostrar su lealtad y preeminencia en la elaboración de fiestas que, muchas veces, excedían las posibilidades del gasto público.

“El arte de la fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros”, dice Octavio Paz en El Laberinto de la soledad (https://bit.ly/2N0MVGF); la fiesta tiene un largo camino en nuestras comunidades y el calendario litúrgico, engranado con el civil, hacen mella en nuestra productividad desde el siglo XVI en forma continuada. Está mal que lo diga pues, en lo que se refiere a los siglos previos al XIX, la idea de productividad no existía: existía la de comunidad. Y la comunidad encontraba una de sus mejores expresiones en la fiesta.

Tal vez en México tengan verificativo como en ningún otro lugar las implicaciones medievales de las carnestolendas: el carnaval, la inversión permitida, el mundo al revés, el exceso gastronómico, excesos todos que nos llevarán al descanso de fin de año: como sea, una válvula de escape a presiones, inconformidades y opresiones sociales. Pero en México esto no se ve previo a la Cuaresma, sino en los días comprendidos entre el 12 de diciembre y el 6 de enero. El famoso Guadalupe-Reyes es un puente formado por una sucesión de festejos que nos vuelven al seno de lo familiar encarnado en la comida. Antes de ello, un último periodo de recogimiento. El Día de Muertos es una conmemoración que ha ido tomando terreno rápidamente en la esfera de lo comercial. Desde el recientemente inventado desfile de catrinas gigantes y de carros alegóricos, residuos de la filmación de Spectre, parece que hemos dado en el clavo del efectismo festivo que permite salir a las calles a festejar “una tradición” y que deja en lo privado el altar doméstico, la añoranza de que los que se fueron, vuelvan sobre sus espectrales pasos a comer lo que los vivos prepararon para ellos.

Parece que, en la deriva de los tiempos, olvidamos los aportes culturales que se produjeron en los siglos XVI y XVII: cuando las festividades asociadas con la muerte y resurrección de Cristo nunca apuntaron a la construcción de altas y fastuosas estructuras que se cubrieran de velas y se emplearan para significar la presencia de los fallecidos. Los altares de muertos de la actualidad, más que una relación con el mundo prehispánico, la encuentran con las piras funerarias o túmulos construidos mientras estos territorios formaron parte de la Monarquía Hispánica.

“Nuestra pobreza puede medirse por el número y suntuosidad de las fiestas populares” (https://bit.ly/2qOaDwS) Decíamos antes que, siglos atrás, las ciudades no reparaban en gastos durante sus festejos (mortuorios o de otra naturaleza). Esos gastos, temidos por las autoridades, prohibidos en reales pragmáticas y aborrecidos por el que tenía que asumirlos en total o en parte, eran la oportunidad de reclamar más adelante, en un sistema de precedencias y clientelismos, la posibilidad de obtener algo a cambio. Lo mismo sucede en la actualidad, por contradictorio que parezca. Ni la modernidad, ni el republicanismo, ni la “democracia” han logrado extinguir el dispendio: ahora, no es una oligarquía (¿o sí?) la que auspicia los festines que se han de dar al público, sino las propias autoridades, otra vez, con la intención de ganar voluntades que, en nuestros días, se llaman votos.

Como cada año, nos encanta evocar al Mictlán. No entendemos por qué, pero nos encanta evocarlo. Octavio Paz hablaba de una dualidad continuista que en nada se parece a nuestra concepción católica de la muerte. En el mundo prehispánico, muerte y vida eran dos etapas sucesivas de un continuum infinito, con lo que la angustia por la condenación eterna y la visión de separación de una y otra vida nos vinieron con el catolicismo. Lo que resulta maravilloso todavía es esa capacidad, incluso en los grandes centros urbanos, de conectarnos con lo arquetípico: eso es lo que hace a muchos evocar presencias espectrales que comen mole y toman tequila, lo que hace acomodar escalones decorados con papel picado para disponer los platillos –la ofrenda– que los muertos van a comer, lo que hace levantar una estructura ascensional –un axis mundi– en un sitio prominente de la casa (como hasta el siglo XIX cuando alguien moría o en la celebración de los Fieles Difuntos) y lo que hace levantar en los hornos la harina del pequeño túmulo funerario azucarado que, desafortunadamente, hoy se comienza a vender en los supermercados desde octubre. Sin embargo, ese cráneo espolvoreado de azúcar que se come los primeros días de noviembre, no ha perdido su rigor como memento mori.