Se puede leer en las notas periodísticas que nadie escapó, que el virus llegó de manera inesperada y se diseminó por todo el planeta. Las consecuencias, como era de esperarse, fueron diferentes en cada región, pero catastróficas para todos.
No obstante la fuerte propagación del virus, muchas personas no creían en su existencia, las recomendaciones eran lavarse las manos y utilizar una mascarilla cubrebocas. Se dijo hasta el cansancio que la transmisión era por vía aérea, que particularmente nos contaminábamos unos a los otros al hablar, toser o estornudar.
No se sabe bien a bien dónde se originó el virus, pero los primeros brotes aparecieron con muy poca diferencia en el tiempo en Asia, Europa y Estados Unidos.
Los hospitales se saturaron, España e Italia fueron –entre otros– de los países con los mayores niveles de contaminación por el virus. Pero América no se quedó atrás, la población de Estados Unidos rápidamente se contagió. Igual sucedió con América Latina y el resto del mundo, todos finalmente estaban contaminados.
Los síntomas eran terribles: las personas contaminadas desarrollaban fiebres altas, dolor de cuerpo y en los casos más graves insuficiencia respiratoria. Esta falta de oxígeno provocaba, como en toda asfixia, un tono azulado en el rostro de las personas; de no atenderse a tiempo los pulmones de los enfermos colapsaban y las personas se ahogaban con sus propios fluidos. Todo esto podía leerse en las notas periodísticas del momento y, no obstante, muchas personas seguían sin creer.
Como siempre sucede, esos llamados “incrédulos” en realidad resultaban ser los más crédulos, para ellos o era un castigo de dios o era una conspiración, hubo quienes afirmaron que esto se debía a la relajación moral de las sociedades, otros más pensaron que esto llegaba desde fuera de la Tierra.
Sobre todo los jóvenes, se negaban a creer que a ellos les iría a pasar, apostaban a su juventud y fortaleza inmunológica, lo que al final del día provocó muchas muertes de personas en edades tempranas.
Los médicos de los hospitales colapsados no sabían qué hacer y se enfrentaban al gran dilema de decidir –frente al colapso– a quién atendían y a quién no. El desgaste emocional del personal de salud fue muy alto, hubo personas pertenecientes a dicho sector que murieron en la batalla contra el virus, de los que no murieron, muchos colapsaron psicológicamente, algunos jamás pudieron recuperarse y décadas después seguían padeciendo las consecuencias.
Cuando parecía que el virus estaba siendo dominado, cuando los hospitales empezaban a salir de la crisis en la que se encontraban, cuando todo parecía regresar a la normalidad y la gente, los sobrevivientes, lo festejaban, pasó lo impensable. Apareció una segunda oleada del mortal virus, oleada que resultó más fuerte, agresiva y contagiosa. La prensa dio cuenta que esta segunda oleada afectó a casi un 20% de la población, en la primera nunca se superó el 10%.
En esta segunda oleada, muchas personas caían enfermas en cuestión de horas, sus pulmones colapsaban antes siquiera de que pudieran ser atendidos, algunos tardaban más en morir, pues desarrollaban neumonías atípicas que, en muchos de los casos, finalmente, también los llevaba a la muerte. Por otro lado, aquellos que sobrevivían terminaban con diversas discapacidades que los dejaban como personas crónicamente convalecientes.
En la prensa se podía leer que fueron entre 50 y 60 millones de muertos en todo el mundo, la cifra con precisión jamás la sabremos, pero ciertamente que los muertos fueron muchos.
Así de grave fue la pandemia, que hace 102 años azotó al mundo llamada “Gripe española”, quizá algo deberíamos aprender de aquella experiencia. ¿No creen?
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