No debería ser noticia que nuestro sistema económico efectivamente es una pirámide y que, quienes engrosan su base, no están ahí por gusto o por una tradición de sufrimiento, sino porque las oportunidades y el acceso a mejores condiciones de vida los han eludido durante al menos 50 años.
Este deterioro provocó uno de los índices de desigualdad más grandes que existen en el continente y creó una impresión de que, para que en México funcionaran las cosas, se necesitaba de la corrupción y de su fiel compañera, la impunidad.
Malcolm Gladwell, el célebre autor de varios libros acerca de la ciencia detrás del éxito y de la percepción humana, describe en una de sus obras más famosas que para lograr el surgimiento de esos “fuera de serie” que cambian economías y crean adelantos inimaginables se necesita un medio ambiente que favorezca el aprendizaje, la competencia y el acceso a educación suficiente.
Tristemente, México siguió una ruta distinta y se concentró en deshacerse de activos públicos para dejarlos en manos de mercados que rápidamente se orientaron al monopolio o a una reducción drástica de la competencia, único motor de la innovación. Pasa en las mejores naciones, pero nuestro ejemplo es un paradigma sobre cómo la concentración afecta las posibilidades de que esa famosa pirámide se achate.
Para quienes hemos tenido la oportunidad de ser empresarios (en mi caso, tercera generación) sabemos que el factor más importante de cualquier negocio es la gente y no el cliente. De hecho, Richard Branson, otro famoso emprendedor mundial, ha dicho que son los propios colaboradores los que trataran bien a la clientela, si se les trata bien a ellos primero.
Cuando uno se comporta de manera correcta con otras personas, las personas tienden a corresponder de la misma manera. Es una regla en los negocios y lo es en la vida. Pensar que las personas más desfavorecidas coquetean con la tragedia por humildad o modestia es no entender que la mayoría de nosotros sólo busca una oportunidad, y cuando ésta surge, la aprovechamos al máximo.
¿De qué otra forma podríamos entender el monumental esfuerzo de los millones de mexicanos que viven y trabajan en Estados Unidos para apoyar con su dinero a sus familias que se quedan en México? ¿O qué somos de los países que más horas trabajamos en el mundo y que en esta pandemia ahora también uno de los más productivos?
Se hizo fácil machacarnos con la idea de que somos una sociedad floja y mal hecha, precisamente porque eso permitía que la reducción de la punta de la pirámide fuera más rápida y constante. Esa concentración de todo, en unos cuantos intereses, se fundamenta en la noción de que no importa qué hagamos, siempre lo haremos mal o buscaremos maneras de reducir el esfuerzo que se necesita para prosperar.
No digo que ya seamos una sociedad modelo en lo que se refiere a la cooperación social, pero tampoco nos pueden hacer creer que la pobreza es producto de la indolencia o de un destino manifiesto del que sólo pueden escapar unos cuantos.
Es lo contrario, este país es rico en todos los sentidos, en particular en lo que se refiere a su gente. La supuesta división que nos aparta es superficial si se mira con detenimiento a miles de empresas pequeñas y medianas (la mayoría de la iniciativa privada nacional) y a una fuerza laboral de las más capaces del planeta.
Tal vez lo que nos falta es conciencia sobre quiénes son los demás, quiénes somos nosotros y qué representa exactamente ver desde la punta de la pirámide a quienes la sostienen en una base que todos los días sale a dar todo su esfuerzo no para escalarla en solitario, sino para achatarla y hacer que el piso esté más parejo. Este país podría ser eso y mucho más.
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