En todas las culturas y en todas las épocas se han relatado intensas experiencias humanas de plenitud, paz, armonía, gozo y de una lucidez excepcional, donde el saber cotidiano se ve desbordado por trascendentes certezas. Se les ha llamado experiencias religiosas, místicas, chamánicas, numinosas o cumbre y su fenomenología descrita converge con el samadhi y el satori del este de Asia. En la década de los años 60 se utilizó la frase “estados alterados de conciencia”, en especial referencia a las experiencias “psicodélicas” producidas por psicofármacos naturales o sintéticos. El hermoso término de “éxtasis” es el más utilizado para referir a estas experiencias y en esta ocasión las tocaré poniendo atención en una de sus revelaciones más neurálgicas: la aniquilación del yo.
Puede ocurrir un trance extático en situaciones tan diversas como escuchar pasajes musicales, contemplar escenas naturales, practicar meditación, oración o rituales chamánicos, experimentar un orgasmo con una persona amada. En la literatura médica, en particular en la neurología, se conoce que pueden presentarse formas de éxtasis en varias epilepsias, en estados cercanos a la muerte, en vivencias durante el parto o de aislamiento sensorial.
La palabra éxtasis significa salir de sí, estar afuera, aparte o retirado de uno mismo, figuras retóricas que evocan dejar el cuerpo y escapar de la existencia cotidiana. Más que salir del cuerpo, éxtasis implica un desplazamiento y una separación categóricos entre un estado usual y un estado alterado y amplificado de conciencia. De la extensa literatura que aborda el estado mental del éxtasis se puede decir que ocurren modificaciones perceptuales y de la propiocepción que cursan desde una sensación de ligereza cefálica y corporal, pasan por un embeleso de los sentidos y pueden llegar a una disolución del yo y el quebranto del self. El pensamiento intuitivo predomina o sustituye al racional-discursivo y la persona en trance tiene vislumbres intensos de verdades fundamentales mediante operaciones normativas de un tipo de inteligencia metafórica, imaginativa y contextual inaccesibles en el estado normal o habitual de conciencia. “Toda ciencia trascendiendo” dice San Juan de la Cruz al indicar que el conocimiento cotidiano queda rebasado por una experiencia suprema que proporciona nuevas certezas. El común denominador de los estados de éxtasis descritos en diferentes tiempos y culturas ha sido propuesto por Marghanita Laski como la experiencia de contacto del individuo con una realidad trascendente.
A pesar de que el éxtasis siempre se califica como inefable, como imposible de describir en palabras, existen relatos magistrales que dan una idea del excepcional estado mental y corporal aunque, para comprenderlo bien… ¡hay que tenerlo! Ha sido ampliamente reconocido que dos de los mayores cartógrafos de la experiencia mística fueron los carmelitas españoles del siglo XVI, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, y este hecho nos otorga el privilegio de leer sus descripciones directamente y atisbar qué se siente vivir la experiencia cumbre, aunque no se comparta con ellos aquella cosmovisión cristiana propia de su época y lugar que determinó los contenidos de sus experiencias. En congruencia con varios místicos de ésa y otras tradiciones, Teresa y Juan expresaron que su alma trascendió los límites del cuerpo para unirse con la divinidad en un vínculo amoroso, en un “matrimonio espiritual”. La conciencia de sí quedó aniquilada por la irrupción de una entidad trascendente y sobrenatural, usualmente identificada con Cristo. La liga con el amor parece obligada, pues la intensidad de la entrega hace que quien la experimenta salga de sí mismo en el encuentro con el amado. Toda la poesía mística de Juan de la Cruz —un portento de la lírica universal— evoca esta unión como un hundimiento en el amado. La conciencia y la inteligencia son trasportadas más allá de su morada habitual en un rapto, en un sentirse arrebatado y transportado de forma súbita e imprevista.
Ahora bien, aunque el cuerpo parece quedar abandonado, el éxtasis místico con frecuencia se narra con términos harto somáticos. Santa Teresa no sólo describe que su cuerpo levita, sino que dardos ígneos lanzados por un querubín le traspasan el corazón y esto le produce una mezcla inenarrable de gozo y pasión. En El libro de la vida (1565), la carmelita llamó transverberación a esta epifanía y fue justamente este supremo instante el que Gian Lorenzo Bernini se propuso representar en una escultura. El objetivo se antojaría imposible, pero resultó en un conjunto escultórico —El éxtasis o Transverberación de Santa Teresa de 1650— considerado una de las obras maestras del arte occidental. El mármol tallado revela el rapto de la santa por una expresión facial entre dolor y placer, a veces descrita como orgásmica, en tanto la agitación de su conciencia está magistralmente representada por el cuerpo flotante y por el hábito de la monja revuelto por un vendaval que la transporta… y a los espectadores con ella.
Los relatos de personas que han experimentado estados extáticos suelen incluir reacciones fisiológicas como escalofríos, piloerección, piel de gallina y temblores u oleajes de contracción muscular que manifiestan una activación desusada del sistema nervioso. La corporalidad del éxtasis ha sido polémica: algunos neurólogos y neurocientíficos han descalificado la experiencia mística como expresión de un desarreglo del cerebro de tipo paroxístico o alucinatorio, en tanto que los teólogos subrayan que se trata de genuinas uniones espirituales. En la neurociencia contemporánea se puede asumir que el éxtasis tiene un fundamento cerebral y consecuentemente una realidad psicológica de posibles consecuencias éticas, epistémicas o estéticas. Para Aldous Huxley el estado superior de conciencia no es dádiva de una inteligencia sobrenatural, sino de una inherente capacidad corporal mediada por ciertos neurotransmisores que facultan una experiencia culminante y trascendental que se relata por doquier y que por ello denomina “filosofía perenne”.
En los últimos tiempos han abundado interpretaciones antropológicas y neurofisiológicas de los estados extáticos provocados por los fármacos alucinógenos subrayando su posible beneficio en la salud mental, en el desarrollo cognitivo y en el bienestar existencial. Hay quienes consideran que el éxtasis psicodélico es una experiencia mística genuina y quienes afirman que no puede darse de esta forma, sino sólo en una entrega a una práctica contemplativa con un objetivo sublime. La experiencia cumbre depende de una serie de factores que se han resumido como set y setting, es decir, como estructura y circunstancia. La primera se refiere a características del sujeto, su personalidad, historia, antecedentes, cosmovisión, actitud y objetivos. La segunda a las circunstancias en las que se emprende la experiencia, el medio ambiente, la compañía, el ritual, la guía de alguien experimentado.
Bajo el rubro del éxtasis, hemos tocado otras voces, como trance, clarividencia, contacto, rapto, transverberación y epifanía que dan una idea no sólo de la experiencia cumbre, sino particularmente de la disolución o aniquilación del yo en el seno de una realidad suprema. Para cerrar me gustaría citar que en la clásica película de John Ford, Las viñas de la ira, el protagonista Tom, un sencillo campesino severamente golpeado por la depresión en el sur de Estados Unidos, exclama en un momento de verdadera epifanía:
“Un tipo no tiene un alma propia, sólo una pequeña parte de un alma grande —el alma grande que es la de todos. Entonces… entonces ya no importa. Estaré en todos lados en la oscuridad. Estaré siempre, donde… dondequiera que mires. Donde sea que haya una lucha para que pueda comer la gente hambrienta, allí estaré. Donde sea que haya un policía golpeando a un tipo, allí estaré. Estaré en los gritos de los tipos cuando están furiosos. Estaré en las risas de los niños hambrientos cuando saben que la cena está lista. Y cuando la gente come lo que cultiva y vive en las casas que construye— allí estaré también”.
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