A estas alturas de la pandemia, ya es un lugar común decir que esta coyuntura ha creado, si no es que acelerado, cambios. Falta, sin embargo, darle contenido a esa idea. Reflexiono en torno a un ángulo concreto: el nacionalismo. Cuando comenzó la actual crisis, una de las tendencias globales más populares entre los gobiernos nacionales fue la de encerrarse. Cerrar fronteras, impedir flujos, volcarse hacia adentro. Quedarse en casa es la única medida sanitaria práctica que hasta el momento tenemos disponible, pero también ha significado un símbolo de refugio aplicado a las medidas gubernamentales. En algún momento, incluso, se discutió la idea de cambiar aquello de “sana distancia” por “sana distancia física”, en un claro ánimo por evitar un ánimo de indiferencia.
En ese contexto, todo parecía indicar que aislarse era el paliativo más eficiente. Cuando países como Japón o Nueva Zelanda arrojaron resultados positivos en el manejo de los contagios, entre la prensa no sobraba la tentación de decir que, como islas, les resulta más fácil el manejo. Pero la tendencia hacia el nacionalismo no nació con el SARS-CoV-2. El triunfo de Trump en Estados Unidos y Bolsonaro en Brasil, el Brexit en el Reino Unido (países, por cierto, que encabezan las listas de más contagios), así como la ola de populismos nacionalistas en países europeos, ya venían prologando la tendencia hacia comercios proteccionistas, fobia a las migraciones y desprecio por lo foráneo. Y a ello se le suman otros gobiernos revertidos de nacionalismos nostálgicos como el mexicano, y que como afirma Claudio Lomnitz en una entrevista para El País, es un relato que necesita abrirse al hecho de que México está en un mundo interdependiente.
Irónicamente, la ola de nacionalismos es un vuelco que ocurre inmediatamente después (y en buena medida como reacción) al que probablemente sea el proceso de globalización más intenso que haya experimentado la humanidad. Este año se cumplieron cinco de que falleciera el sociólogo Ulrich Beck. Este autor alemán dedicó gran parte de su obra a explicar qué le pasaba a ese mundo globalizado. En ese contexto, Beck es responsable de desarrollar dos conceptos que pretenden explicar la circunstancia global contemporánea. En primer lugar, Beck aseguraba que el mundo estaba por consolidar lo que llamó la sociedad del riesgo mundial. Debido a la aceleración de procesos de interconexión y la intensidad de los flujos entre países, Beck pensaba que se había también construido una agenda de riesgos compartida globalmente. Probablemente el cambio climático era el ejemplo más tangible para ilustrar su argumento.
En segundo lugar, y derivada de la idea de la sociedad del riesgo mundial, Beck desarrolló la idea del cosmopolitismo metodológico. Es hora, decía, de dejar de pensar exclusivamente con la lente del nacionalismo –hacia nuestros adentros–, para incorporar una mirada cosmopolita: el problema del otro también es mi problema, y las soluciones nos involucran a ambos. Después de todo, si globalmente compartimos riesgos, también podemos compartir soluciones en escala global. Las principales críticas que recibió el trabajo de Beck lo acusaban de iluso y de sostenter un optimismo mal fundado. Los intereses nacionales, el poder, los desequilibrios de poder, todos eran usados como argumentos poderosos para socavar la posibilidad de un cosmopolitismo metodológico.
¿Qué cabida tiene una mirada cosmopolita en el siglo XXI? Quizás la pandemia del 2020 le dé la razón a Beck. Iván Krastev, politólogo búlgaro, recientemente publicó ¿Ya es mañana? Cómo la pandemia cambiará el mundo. Krastev desarrolla siete paradojas producidas por la actual pandemia. Una de ellas es que mientras la ola de contagios fue impulsada gracias a la globalización, al mismo tiempo el virus impulsa a la globalización. ¿Cómo es eso posible? Krastev argumenta que el contexto nos ha orillado a pensar de manera cosmpolita: comparamos cómo acciona y reacciona a la pandemia nuestro gobierno en relación con el de otros países, seguimos la noticia de un proyecto de vacuna desarrollado al otro lado del mundo, o necesitamos de una eficiente diplomacia y logística comercial para asegurar el equipo médico que no se tiene y que urge.
Por otro lado, argumenta Krastev, el encierro nacionalista no funciona para la economía. Para ello ejemplifica el caso de Suecia, país que decidió seguir funcionando normalmente buscando no afectar la economía. Además de que sanitariamente la medida no funcionó, el hecho de que todos los demás países sí se detuvieran terminó provocando que su propia economía lo hiciera también. Advertida o inadvertidamente, Krastev encuentra argumentos para pensar que, derivado de la pandemia en curso, probablemente estemos ante el fortalecimiento de la sociedad del riesgo mundial y la mirada cosmopolita de la que Beck hablaba. Y en medio de todo, continuarán las tentaciones nacionalistas. Quizás ya estaba ocurriendo, quizás la pandemia sólo está acelerando cambios.
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