En gran medida, empatizamos con las cosas inanimadas por la pareidolia, es decir, nuestra capacidad de reconocer formas sensibles en donde no necesariamente las hay. Eso es común en los seres humanos. Estar frente a la luna y hacer versos detonados por la imagen que proyecta o por la que creemos ver sobre su superficie, es parte de nuestra cultura. Guardamos con más facilidad una piedra que tiene una forma reconocible que la que no. Según lo relataba Walter Benjamin, la narración se trata de contar historias y eso, ya en su tiempo, estaba en peligro de extinción. Diríase que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias (WB. El narrador, 1936).
¿Será cierto hoy en día? Benjamin decía en 1936 que el aspecto épico de la narración, su verdadero motivo, se estaba extinguiendo. Según Benjamin, una forma amenazadora de la narración es la información. En la situación en la que hoy nos encontramos, he pensado mucho en esto: ¿desaparece la narración con la desaparición de sucesos épicos? ¿No es digno de una épica lo que estamos viviendo? El encierro debido a la contingencia por la pandemia que enfrentamos, las disparidades de opiniones, la polarización de posiciones respecto de lo que el gobierno hace y no hace y, más aún, sobre lo que nosotros –¿en tanto sociedad civil?– hacemos o no hacemos, responsablemente, por nosotros mismos y por los demás.
Inevitablemente, quienes podemos terminamos en las redes sociales. Aunque sea un ratito. Y lo que vemos nos parece más y más descorazonador. Pero al mismo tiempo, vemos imágenes esperanzadoras de lo que está sucediendo en otros países; estrategias de comunicación que no soñaríamos jamás tener acá –por un cúmulo de razones– y visiones de hermandad que hacen que pensemos que estamos viviendo momentos épicos y sí, se van a terminar.
Pero vuelvo al asunto de la información. Dice Benjamin que la información nos instruye día con día de cuestiones actuales, pero poco memorables y que casi nada de lo que acontece beneficia a la narración y casi todo a la información. ¿A cuántos, en su entorno, conocen que estén afanados por saber a diario cuántos casos tenemos de enfermos de coronavirus? ¿A cuántos conocen obsesionados por saber cómo prevenir el contagio? Hoy me enviaron dos artículos que me resultaron de valor, uno del Harvard Business Review, sobre el duelo frente a la situación que estamos viviendo y otro sobre la presión de ser productivos que sentimos quienes podemos confinarnos a trabajar en casa .
La lectura de ambos –que recomiendo ampliamente– me ayudó a poner en claro mi situación presente y a manejar mi angustia: sí, estamos confinados por una coyuntura que escapa por completo de nuestro control; sí, tampoco sabemos cuándo volveremos a la “normalidad” –e incluso muchos no quieren tocar el tema–; sí, no sabemos si esto es armado o es algo letal que nos espera en el quicio de nuestras puertas; sí, tememos por nosotros y por los que están fuera y a quienes amamos. Todo eso nos orilla a enfrentar condiciones emocionales cuyo desenvolvimiento no podemos prever, sin embargo, en medio de la crisis y de la angustia producida por el relativo encierro, pensé que esto es digno de una épica y, por ende, esta situación produce cosas que nos impelen a la narración.
No haré un recuento de mis horarios de cuarentena por no aburrir más de la cuenta a nadie, pero a cierta hora me cayeron dos mensajes. Claro, los mensajes caen, aun cuando una esté dando clases en Zoom o leyendo avances de tesis. Pero llegaron y los aquilaté: el primero era un meme sobre la posible caída del internet por saturación –“Could be worse…”–; el otro era el mensaje de un entrañable amigo que no tiene redes sociales aparte de WhatsApp –adivinen la edad– y que es un admirador de hueso colorado de Italia y su cultura. Era una grabación del “Va Pensiero” de Verdi, hecha con coro y orquesta, pero a la distancia. Me tocó las fibras y dejé de trabajar. Porque esto es una épica: no sólo el coronavirus y la contingencia a la que obliga, sino la que estamos pasando todos y cada uno de nosotros, sin clasismos, pensando en lo que a cada uno le cuesta enfrentar a sus propios retos o fantasmas. Y son muchos. Pero a pesar de lo negro que pueda parecer este panorama, a pesar de los planes truncos, de los gastos, del pensar en los que están peor, esto lo podemos narrar.
El narrador, según Benjamin, es libre de arreglárselas con el tema, según su propio entendimiento, así que me tranquilizó pensar en algo que estuviera libre –por fin– de tocar las cuerdas sensibles de otros. Tejer, construir, hilar, limpiar mientras se presta oído al que está junto, es vivificante. Y si no se tiene a nadie junto, se tiene algo que se puede leer y con lo cual se puede interactuar. La narración es una forma artesanal de la comunicación, según Benjamin, y lo dice porque su origen está en el deseo de entretener y perpetuar con lo que se sabe, mientras se produce otra cosa. Mientras se entretienen las manos en algo, se producen historias y se entrelazan.
Benjamin denunciaba, no obstante, que el hombre de su tiempo se había acostumbrado a abreviar todo –procesos de trabajo y de vida– y, por ende, a abreviar las historias que narraba. Hoy, varios tenemos tiempo de higienizarnos física y mentalmente, así como de pensar en lo que hemos abreviado –cortado, apretujado– a causa de la prisa cotidiana. Aunque tengamos compromisos de trabajo y horarios establecidos a distancia, hoy tenemos más tiempo, algunos, por la ventaja de no tener que trasladarnos.
Pensemos en nosotros, pensemos en los que no pueden hacerlo y pensemos también, en la enorme oportunidad de reinvención que tenemos. Y reinventarnos es narrarnos otra vez, y contarnos la historia de nosotros, ahora y siempre, hasta que nos cuadre.
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