Opinión

Terrorismo y Narcotráfico

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Nos han acostumbrado a entender el “terrorismo”, como aquel fenómeno de actos violentos, en general de baja intensidad, experimentado por los países europeos, Estados Unidos e Israel, a manos de sus grupos opositores, generalmente adscritos a la fe islámica.

Sin embargo, para comenzar, hemos de establecer que el “terrorismo” es un término que ha venido evolucionando a lo largo de la historia, y que, –en su sentido más puro, como lo define la Real Academia de la Lengua Española–, se refiere a éste como:

Actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común, de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos [1]

Lavado de dinero.
Fotografía: NotiAmerica.

Dicho lo anterior, hay que hacer notar que parte del cuestionamiento para la tipificación del narcotráfico como delito de terrorismo, radica en la motivación y fines de esta táctica de guerra. No obstante, cabe mencionar que el Código Penal Federal Mexicano[2], en su Artículo 139 tipifica al “terrorismo” como:

A quien utilizando sustancias tóxicas, armas químicas, biológicas o similares, material radioactivo, material nuclear, combustible nuclear, mineral radioactivo, fuente de radiación o instrumentos que emitan radiaciones, explosivos o armas de fuego, o por incendio, inundación o por cualquier otro medio violento, intencionalmente realice actos en contra de bienes o servicios, ya sea públicos o privados, o bien, en contra de la integridad física, emocional o la vida de las personas, que produzcan alarma, temor o terror en la población o en un grupo o sector de ella, para atentar contra la seguridad nacional o presionar a la autoridad o a un particular, u obligar a éste para que tome una determinación.

A su vez, hace la siguiente mención:

Se impondrá pena de prisión de quince a cuarenta años y cuatrocientos a mil doscientos días de multa, sin perjuicio de las penas que correspondan por otros delitos que resulten.

Las sanciones a que se refiere el primer párrafo de este artículo se aumentarán en una mitad, cuando, además:

  1. El delito sea cometido en contra de un bien inmueble de acceso público;
  2. Se genere un daño o perjuicio a la economía nacional, o
  3. En la comisión del delito se detengan en calidad de rehén a una persona.
Acribillados.
Fotografía: La Portada Canadá.

Consistente a lo anterior, tenemos que el Código Penal Federal en México, señala en el Artículo 193, lo siguiente[3]:

Se consideran narcóticos a los estupefacientes, psicotrópicos y demás sustancias o vegetales que determinen la Ley General de Salud, los convenios y tratados internacionales de observancia obligatoria en México y los que señalen las demás disposiciones legales aplicables en la materia.

Para los efectos de este capítulo, son punibles las conductas que se relacionan con los estupefacientes, psicotrópicos y demás sustancias previstos en los artículos 237, 245, fracciones I, II, y III y 248 de la Ley General de Salud, que constituyen un problema grave para la salud pública.

Establecido lo anterior, podemos sin lugar a dudas sostener que en México los ciudadanos que cometen “Delitos Contra la Salud”, incurren también de manera regular en la comisión del delito de “Terrorismo”. Ya sea para intimidar a otros particulares (carteles competidores, empresarios de distinta índole o ciudadanos comunes), o frente a la misma autoridad gubernamental en todos sus niveles y ramas, con la finalidad de influir en sus decisiones. Ejemplo de ello fue, como lo describe el diario Debate, lo siguiente:

El pasado 17 de octubre, soldados mexicanos retuvieron a Ovidio Guzmán en un domicilio de Culiacán, lo que desató una ola de violencia en toda la ciudad, donde grupos de sicarios provocaron tiroteos con armas de alto calibre e incendios, y liberaron a una cincuentena de presos de un penal.

Ovidio Guzmán.
Ovidio Guzmán, hijo del Chapo Guzmán.

Al verse superado por la situación, el Gobierno de México tomó la decisión de soltar al hijo del Chapo bajo el argumento de que así se podía proteger la vida de los ciudadanos de Culiacán.

Lo anterior, es sin duda un acto de terrorismo, un hecho vergonzoso para el Estado y la Nación mexicana en su conjunto, al haber sido obligado el presidente de México a dar la orden de liberación de un presunto criminal, sin mediar procedimiento legal alguno.

EN PERSPECTIVA, estimado lector, sólo puedo agregar que la actividad del crimen organizado en general, y de manera pública y flagrante en hechos recientes, corresponde cabalmente al tipo de delito denominado “Terrorismo”. Esto al lograr efectivamente someter a oponentes y a la autoridad gubernamental a sus deseos, mediante acciones violentas e intimidatorias. Entonces, me pregunto ¿Por qué no llamar las cosas por su nombre?, ¿Usted, estimado lector, tiene alguna teoría?


Notas:

[1] Real Academia Española. (2019). Terrorismo. 19 de octubre de 2019, de Real Academia Española Sitio web: https://bit.ly/2NNa66f

[2] H. Congreso de la Unión, México. (14 de agosto de 1931. Última actualización 12 de abril de 2019.). Código Penal Federal. 19 de octubre de 2019, de Cámara de Diputados, México Sitio web: https://bit.ly/2Cis1fN

[3] H. Congreso de la Unión, México. (14 de agosto de 1931. Última actualización 12 de abril de 2019.). Código Penal Federal. 19 de octubre de 2019, de Cámara de Diputados, México Sitio web: https://bit.ly/34EoCUy

¿Qué tan muertos estamos los vivos hoy?

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Imagina que un ser humano, que vivió hace 100 años, apareciera en medio de un lugar concurrido de personas el día de hoy ¿Qué observaría? ¿De qué se asombraría?

Sin duda le asombrarían las estructuras, los edificios, los colores, los autos y todo lo que tuviera que ver con la tecnología. Sin embargo descubriría como las personas están ensimismados viendo constantemente un aparato en sus manos, casi sin hablar con otros y embebidos en ese pequeño cuadrito con luces. En un restaurante, en la fila del cine, en la calle caminando, sentados en la plaza, la mayoría de las personas desconectadas de lo que sucede a su alrededor. Podría decirse que una especie de zombies acaparó el planeta Tierra.

La mayoría creemos que disfrutamos el tiempo que estamos frente a un celular, sin embargo lo que estamos haciendo es distraernos de lo importante que es VIVIR. Llenos de conceptos, chistes, chismes, tristezas y alegrías por lo que vemos, estamos creando una realidad de acuerdo a lo que cada momento nos comunican nuestros aparatos móviles. Las redes sociales se han convertido en el mejor panteón de muertos-vivos. No se diga Twitter, que se transformó de un medio informativo a un campo de guerra social. Y no se trata de criticar las redes sociales, si no de cómo nos hemos relacionado con ellas desvirtuando el fin original de las mismas.

Vivimos frente a un gran reto de conciencia para la sostenibilidad de la vida de los seres que hoy habitamos en este planeta. Sin embargo, constantemente nos distraemos luchando entre la razón y el juicio, por lo que nos «empodera» el ego. Esto sólo nos convierte en carceleros de nuestra propia libertad para disfrutar cada instante.

La muerte ha sido en todas las culturas, y a través de la historia, un evento que invita a la reflexión, a rituales, ceremonias, a la búsqueda de respuestas que causa temor, admiración e incertidumbre. Hoy la psicología nos comparte cómo la mayoría de nuestros temores vienen del miedo a morir, y no nos damos cuenta de que –por estar siempre distraídos–, lo que estamos haciendo es perder la oportunidad de vivir.

Epicuro, filósofo perteneciente a la época helenística, presentó en su ética una visión racional acerca de la muerte, criticando por ello el carácter irracional con que es vista por la mayoría de los hombres. En uno de sus escritos propone: “Acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros. Porque todo bien y todo mal residen en la sensación, y la muerte es privación del sentir”.

Es sabido que nadie en este mundo puede sobrevivir a la muerte biológica; todos los hombres por su carácter finito deben terminar en algún momento con el sustrato vital, pero ello no implica que se deba vivir –mientras se tenga sensación–, con la duda y el temor a la muerte. La vida está en cada lugar del cuerpo y desaparecerá en la misma medida con él. La vida se siente en cada instante.

Hoy tenemos la oportunidad de observarnos en autoreferencia para conciliar la muerte en vida. Darle el verdadero honor a los que ya murieron físicamente, al disfrutar de nuestras vidas sin importar el cómo las estemos viviendo en este momento. No hay vidas buenas o malas, sino vidas conscientes e inconscientes.

Es momento de dejar a un lado nuestro disfraz de zombie y ponernos a vivir la experiencia de estar presentes ante todo lo que somos como seres humanos. Estamos llenos de potenciales que están dormidos por creer que la felicidad está afuera de nosotros. Sintámonos vivos para salir de nuestra muerte inconsciente. Este día de muertos hay que preguntarnos en lo individual ¿Estoy realmente viviendo con todo mi ser y sin miedo esta vida o la estoy desperdiciando en modo zombie?

LA CALAVERITA:

Sin querer poco a poco, los zombies se fueron creando,
haciendo una guerra inconsciente pues el ego iba ganando.
Estaba la Muerte ausente hasta que llegó el celular.
Ella se trepó a la redes y se llevó a todos en la ciudad.

Querida Parca te pedimos, danos otra oportunidad,
queremos hacernos conscientes y cada momento observar.
Reírnos, hablar, poder vernos y quizás hasta cantar,
que al hacernos autoreferentes siempre podemos ganar.

Días de muertos

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La muerte tiene una especial y añeja relación con la cultura nacional que se expresa cotidianamente en su folclor, en los rituales religiosos, en su comicidad y en sus conflictivos intercambios sociales.

El culto a la Parca tiene múltiples connotaciones que funden nuestro pasado precolombino con las tradiciones importadas durante la colonia y se traducen en nuevas expresiones que hoy trascienden las fronteras y son recibidas en otras geografías con extrañeza e incomprensión, aunque innegablemente con gran curiosidad, como algo surrealista o macabro.

A la tradición de los altares, las catrinas de Posadas, las pernoctas familiares en los cementerios, se suman ahora desfiles alegóricos, muestras pictóricas, espectáculos y parques de diversiones con temáticas alusivas a la temporada de los santos difuntos. Los mexicanísimos días de muertos parecen recuperar, paulatinamente, su espacio original que en décadas pasadas fue invadido silenciosamente por el importado Halloween, desplazando a la ancestral calaverita.

De una celebración religiosa popular, de reflexión, remembranza y culto a los que ya han partido, a quienes se ofrenda aquello que más gustaron en vida, se ha transformado en una fiesta periódica donde hacen gala el jocoso ingenio, la escenografía y la diversión.

Pero no todo es altar con cempasúchil, mole, tequila y pachanga en honor de los difuntos. La cultura de la muerte en México tiene, paradójicamente, una expresión terriblemente real, que aterra y sobrecoge, que dista diametral y dolorosamente de la tradición festiva de nuestra raza. La violencia que se desparrama desde hace más de una década en prácticamente todo el territorio nacional (incluido el corazón estratégico del país), nos ubica como uno de los lugares más peligrosos del planeta, en el que se suceden cotidianamente espectáculos macabros que evidencian una crueldad y un barbarismo inusitados y dan cuenta del nivel de vulnerabilidad y riesgo a que está expuesta la sociedad de la decimoquinta economía del mundo.

Según datos del INEGI, en los últimos 10 años (2009-2018) se registraron más de 255,000 homicidios, a los que deben sumarse, tentativamente, los miles de desaparecidos, de los cuales no hay datos certeros, así como la cifra negra que se antoja amplísima. Los datos oficiales son espeluznantes, sólo comparables con situaciones de conflicto bélico, escenarios de guerra en los que el empleo de armas e implementos diseñados para la destrucción del enemigo se estiman naturales, pero que en un país que se asume en paz, resultan dramáticamente preocupantes.

Escenas dantescas, cuerpos mutilados, cadáveres colgados, tumbas clandestinas multitudinarias descubiertas, asesinatos difundidos en redes sociales, forman parte de una cotidianidad a la que parece nos vamos ajustando como costumbre. El asombro y la indignación ante estas circunstancias es cada día menor.

La Santa Muerte se ha incorporado, informalmente claro, al santoral y su culto se extiende y consolida como característico de un segmento social identificado con la violencia y el crimen. Se ha dado personalidad a una condición inherente al ciclo natural de la vida y se ha erigido como una santa patrona protectora que va adquiriendo gran popularidad.

La fijación del mexicano por la muerte parece estar en su ADN, desde el Mictlán fusionado con el cristiano paraíso. En su evolución, el culto es ya no solo ritual, conmemoración o remembranza, la sociedad de hoy vive estrechamente conectada con la muerte, con la real, la cotidiana, la física, resultado de la crítica situación ante el crimen que parece no tener freno, limitación ni humanidad.

La ferocidad con que se expresan los delincuentes con hechos de sangre y fuego, haciendo amplia difusión de su crueldad, a manera de propaganda, raya en actos de terror, que también tienen alcance global en medios.

En fin, gran paradoja: por una parte, nuestras tradiciones, entre festejos y conmemoraciones a los muertos y por la otra una situación cotidiana de muerte, amenazante y caótica, que nos enfrenta, un día sí y otro también, a una realidad macabra.

Vandalismo con causa

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Más excitante que el sexo, tan adictivo como las drogas, visible y contagioso, el vandalismo es la diversión urbana de moda. Patrocinado por los gobiernos de grandes capitales, en sociedad con los especialistas de la industria del entretenimiento, se inauguró el primer parque temático vandálico Destroyer Park. Los visitantes recibirán a la entrada dos latas de pintura en aerosol, un pasamontaña o un pañuelo para cubrirse el rostro, un garrote y si pagan el pase Platino Plus, una bomba molotov y lo más importante: podrán elegir entre distintas consignas para motivar a sus grupos de choque y divertirse destruyendo. Los que deseen darle el international touch, pueden comprar un chaleco amarillo.

En las consignas a elegir están los temas álgidos en las redes: anarquismo, reivindicación de luchas, feminismo, libertad, boletos gratis para el cine, y lo que vaya apareciendo. Sociólogos de masas asesoran a los visitantes de que en este parque todos son víctimas inocentes, y ejerzan sus derechos despedazando lo que esté en su marcha al éxtasis del caos. En la entrada del Destroyer Park hay un gran letrero que anuncia: “No vamos a reprimir a nadie”, es la regla principal de este gran juego que ofrece nuevas experiencias. En el interior está la escenografía completa de una ciudad para quemar y romper con automóviles y patrullas, escaparates, monumentos, esculturas, paradas de autobús, semáforos, una universidad, todo a disposición de los grupos de vándalos que descargarán su furia reivindicando la consigna elegida.

Alentar el vandalismo es un excelente placebo político-social, con un poco de diversión la sociedad se siente “poderosa y visible”, “descargan su enojo”, y el gobierno conserva el poder presumiendo de tolerante y democrático, en este juego todos ganan. Sin ejercer proselitismo, no importa que el visitante no tenga idea qué es el anarquismo o la lucha de clases, o la consigan que grite, la finalidad es pasarla bien en la impunidad de desahogar sus instintos en condiciones de libertad, pasando por encima de la civilidad ahora considerada represora. Los participantes pueden dejar su grupo y unirse a otro con distintas consignas, la solidaridad camaleónica y oportuna es parte de los derechos del vandalismo, eso le da dinamismo al recorrido y les permite hacer amigos.

Los gobiernos que disfrazan la complicidad con buenas intenciones democráticas, usan el Destroyer Park para incentivar la nueva ideología de la irresponsabilidad, la impunidad y empatizar con los votantes, saben que cada vándalo es un voto. En la sociedad de la no-culpa, de la no-responsabilidad, el adversario ejerce un dominio represor que el vándalo repudia y debe ser atacado, está representado por todo lo inmóvil, lo que se interponga entre el vándalo y su marcha, desde la Torre Eiffel hasta el Ángel de la Independencia. En perspectiva del éxito del Destroyer Park los gobiernos darán boletos gratis para grupos, y se otorgarán becas a los guías que organicen visitas masivas. La diversión también es un Derecho Humano.

La venida de los muertos: el altar como eje del mundo

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Estructuras que tienden a lo piramidal y a lo ascensional. Altas estructuras, cada una en su proporción. Ningún altar de muertos se queda por lo bajo, ni en forma ni en simbolismo, ni en el entusiasmo prodigado por sus hacedores. Estamos por entrar a esa época del año en que México se vuelve tan ajeno a los ojos de los extranjeros: pueden entender que tengamos corrupción y que contemos con una burocracia hiperinflada (otros países europeos y latinoamericanos las tienen) pero no pueden entender que celebremos la muerte. Parte de esos recursos de celebración son las estructuras que tienden a lo piramidal: el referente inmediato son los altares de muertos, escalonados, que exhiben frutas, flores, mole y pan junto con fotografías de los finados y algunas velas. Antaño, estructuras similares –pero que se podían circular– se constituyeron como túmulos funerarios, representativos de la presencia ausente. El pan de muerto es un mini testigo de ese recuerdo tumular cuyas hipotéticas aristas se coronan con huesos y un fingido cráneo azucarado. Y por más que les extrañe a los indigenistas de libro, no, esas manifestaciones que se realizan en noviembre poco tienen que ver con el mundo prehispánico. La celebración de los fieles difuntos fue instituida por San Odilón, abad de Cluny, en el año 980 d.C.

Las estructuras ascendentes que le prestan su esencia al altar de muertos de los siglos XIX y XX tienen su origen en el siglo XIV, no en México, sino en regiones como Valencia y Cataluña, aunque también se vieron en otras zonas de Francia. Se llamaron capelardentes o capillas ardientes, y no eran escalonadas, pero sí ascensionales: se construían como estancias temporales para el cuerpo de un príncipe, rey o reina que iba de camino a su sitio de reposo final: el cortejo paraba a descansar, a reabastecerse y se aprovechaba para exhibir el cuerpo real y dejar por momentos la pesada parihuela en lo que los locales iban a satisfacer su curiosidad y a observar al despojo. Pensar en esas lejanías temporales y en un cadáver peregrino, que estaba a merced constante de la descomposición, puede resultar repulsivo hoy en día. Lo cierto es que las agencias funerarias siguen ofreciendo el mórbido paquete del maquillaje y el féretro abierto, o sea que algo nos sigue gustando de esa contemplación.

Algunos investigadores plantean que para evitar el riesgo de corrupción y para llevar el preciado cadáver del personaje destacado a regiones que el cortejo no tocaría en su itinerario normal hasta la sepultura, se desarrollaron símiles (muñecos, maniquíes) del cuerpo del rey, por ejemplo, en zonas de Francia e Inglaterra. En España, que yo sepa, esto no sucedió o está escasamente documentado, pero sí sabemos que los capelardentes, túmulos o capillas ardientes se comenzaron a popularizar en el siglo XVI, sobre todo, a la muerte del emperador Carlos V.

¿Qué hacer para llevar la presencia del real cadáver sin pasear el cuerpo real? Representarlo mediante sus insignias. Pero claro que esa representación no podría estar desprovista de otros aliños, como telas negras (hachones) que cubrirían parte de la arquitectura falsa y de la real; esculturas de muertes y figuras que daban cuenta de la importancia de los hechos del monarca en vida, etc. Fue así que se configuró una iconografía propia de la casa reinante y que permitió a diversas ciudades de los reinos mostrar su lealtad y preeminencia en la elaboración de fiestas que, muchas veces, excedían las posibilidades del gasto público.

“El arte de la fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros”, dice Octavio Paz en El Laberinto de la soledad (https://bit.ly/2N0MVGF); la fiesta tiene un largo camino en nuestras comunidades y el calendario litúrgico, engranado con el civil, hacen mella en nuestra productividad desde el siglo XVI en forma continuada. Está mal que lo diga pues, en lo que se refiere a los siglos previos al XIX, la idea de productividad no existía: existía la de comunidad. Y la comunidad encontraba una de sus mejores expresiones en la fiesta.

Tal vez en México tengan verificativo como en ningún otro lugar las implicaciones medievales de las carnestolendas: el carnaval, la inversión permitida, el mundo al revés, el exceso gastronómico, excesos todos que nos llevarán al descanso de fin de año: como sea, una válvula de escape a presiones, inconformidades y opresiones sociales. Pero en México esto no se ve previo a la Cuaresma, sino en los días comprendidos entre el 12 de diciembre y el 6 de enero. El famoso Guadalupe-Reyes es un puente formado por una sucesión de festejos que nos vuelven al seno de lo familiar encarnado en la comida. Antes de ello, un último periodo de recogimiento. El Día de Muertos es una conmemoración que ha ido tomando terreno rápidamente en la esfera de lo comercial. Desde el recientemente inventado desfile de catrinas gigantes y de carros alegóricos, residuos de la filmación de Spectre, parece que hemos dado en el clavo del efectismo festivo que permite salir a las calles a festejar “una tradición” y que deja en lo privado el altar doméstico, la añoranza de que los que se fueron, vuelvan sobre sus espectrales pasos a comer lo que los vivos prepararon para ellos.

Parece que, en la deriva de los tiempos, olvidamos los aportes culturales que se produjeron en los siglos XVI y XVII: cuando las festividades asociadas con la muerte y resurrección de Cristo nunca apuntaron a la construcción de altas y fastuosas estructuras que se cubrieran de velas y se emplearan para significar la presencia de los fallecidos. Los altares de muertos de la actualidad, más que una relación con el mundo prehispánico, la encuentran con las piras funerarias o túmulos construidos mientras estos territorios formaron parte de la Monarquía Hispánica.

“Nuestra pobreza puede medirse por el número y suntuosidad de las fiestas populares” (https://bit.ly/2qOaDwS) Decíamos antes que, siglos atrás, las ciudades no reparaban en gastos durante sus festejos (mortuorios o de otra naturaleza). Esos gastos, temidos por las autoridades, prohibidos en reales pragmáticas y aborrecidos por el que tenía que asumirlos en total o en parte, eran la oportunidad de reclamar más adelante, en un sistema de precedencias y clientelismos, la posibilidad de obtener algo a cambio. Lo mismo sucede en la actualidad, por contradictorio que parezca. Ni la modernidad, ni el republicanismo, ni la “democracia” han logrado extinguir el dispendio: ahora, no es una oligarquía (¿o sí?) la que auspicia los festines que se han de dar al público, sino las propias autoridades, otra vez, con la intención de ganar voluntades que, en nuestros días, se llaman votos.

Como cada año, nos encanta evocar al Mictlán. No entendemos por qué, pero nos encanta evocarlo. Octavio Paz hablaba de una dualidad continuista que en nada se parece a nuestra concepción católica de la muerte. En el mundo prehispánico, muerte y vida eran dos etapas sucesivas de un continuum infinito, con lo que la angustia por la condenación eterna y la visión de separación de una y otra vida nos vinieron con el catolicismo. Lo que resulta maravilloso todavía es esa capacidad, incluso en los grandes centros urbanos, de conectarnos con lo arquetípico: eso es lo que hace a muchos evocar presencias espectrales que comen mole y toman tequila, lo que hace acomodar escalones decorados con papel picado para disponer los platillos –la ofrenda– que los muertos van a comer, lo que hace levantar una estructura ascensional –un axis mundi– en un sitio prominente de la casa (como hasta el siglo XIX cuando alguien moría o en la celebración de los Fieles Difuntos) y lo que hace levantar en los hornos la harina del pequeño túmulo funerario azucarado que, desafortunadamente, hoy se comienza a vender en los supermercados desde octubre. Sin embargo, ese cráneo espolvoreado de azúcar que se come los primeros días de noviembre, no ha perdido su rigor como memento mori.