Martín Luis Guzmán pertenece a ese reducido círculo de seres que desde muy temprana edad ofrecen muestras irrefutables de inteligencia viva y extraordinaria. Originario de Chihuahua (1887), a los trece años editó en Veracruz un periódico escolar quincenal, Juventud, donde publicó un artículo sobre Víctor Hugo y otro sobre “El contrato social” de Juan Jacobo Rousseau. Esto se anota como dato curioso en su biografía, pero creo que en verdad se trata de la primera confirmación de su vocación y amor entrañable por las letras y por el periodismo.
El propio Guzmán dijo a Emmanuel Carballo que aunque escribía para sí mismo, publicó a los 21 años un discurso pronunciado en una jornada organizada por estudiantes para conmemorar la Independencia. El tema del discurso fue “Morelos y el sentido social de la guerra de Independencia” y gracias a su publicación, Jesús T. Acevedo lo descubrió y lo llevó al Ateneo de la Juventud.
Atrapado en esta era de nuevas tecnologías, siento nostalgia por la época en que la comunicación interpersonal era la forma de relación por excelencia, porque además de la inteligencia e información que era menester llevar a cuestas para realmente integrarse a esas convivencias, había que ejercer una cualidad que la sociedad moderna anestesió: la capacidad de escuchar a la persona y al grupo. Guzmán cuenta de las largas, larguísimas conversaciones que sostenía con Julio Torri, con José Vasconcelos, con Pedro Henríquez Ureña, con Antonio Caso, con Alfonso Reyes, y de la energía intelectual que chisporroteaba en esos prolongados intercambios.
Pero Martín Luis Guzmán no sólo fue hombre de libros y de ideas. Su interés por la política y una clara visión revolucionaria lo llevaron a unirse a las fuerzas de Francisco Villa con el grado de coronel. Al triunfo de Carranza sobre Villa, Martín Luis partió al exilio y escribió su primer libro, La querella de México, en el que narra su percepción de la Revolución mexicana. Después vendrían muchos más. Esta dualidad pudiera explicar la gran ambivalencia que en los ambientes intelectuales se percibe sobre este autor.
El águila y la serpiente apareció en Madrid en 1928. Originalmente se llamaría A la hora de Pancho Villa, mas por fortuna este título no fue del agrado del editor, Manuel Aguilar, y se cambió al que conocemos. Los críticos han dicho de ella que “recrea con precisión un acontecimiento histórico, la revolución hecha gobierno, configurando una estética cercana a la tragedia griega para determinar cuáles son los usos y abusos del poder”.
¿Y el escritor qué pensaba de esta obra? Escuchemos: “[…] yo la considero una novela, la novela de un joven que pasa de las aulas universitarias a pleno movimiento armado. Cuenta lo que él vio en la Revolución tal cual lo vio, con los ojos de un joven universitario. No es una obra histórica como algunos afirman; es, repito, una novela. La sombra del caudillo […], al mismo tiempo que una novela, es una obra histórica en la misma medida en que pueden serlo las Memorias de Pancho Villa. Ningún valor, ningún hecho, adquiere todas sus proporciones hasta que se las da, exaltándolo, la forma literaria”.
Martín Luis Guzmán incursionó en varios géneros. Además de novela escribió ensayo, biografía, crónica histórica y, por supuesto, textos periodísticos. Su cultura desbordante, su estilo pulcro y pulido, y un gran sentido del deber para consigo mismo como escritor, hacen de los textos de Guzmán una lectura fluida y apasionante.
Pero si debiera elegir una característica de mi predilección en la escritura de Martín Luis ésta es la mexicanidad. A este hombre que declaraba haber abrevado en Tácito, Plutarco, Cervantes, Quevedo y Rousseau, le preocupaba el status alcanzado por la literatura mexicana, y de ahí seguramente su inquietud por contribuir al ensanchamiento de lo mexicano.
No resulta así extraño que Martín Luis Guzmán identificara al movimiento revolucionario como el impulsor por excelencia de las letras mexicanas, aunque aseguraba que la llegada de una literatura nacional había sido tardía. Sobre el punto dijo: La Independencia de México la consumó la clase opresora y no la clase oprimida de la Nueva España. Los mexicanos tuvimos que edificar una patria antes de concebirla puramente como ideal y sentirla como impulso generoso; es decir, antes de merecerla. En estas condiciones no podíamos crear una auténtica literatura nuestra. La Reforma trató de realizar la verdadera Independencia, de romper interiormente el orbe colonial. No hubo tiempo: apareció Porfirio Díaz.
Aunque quizá la afirmación encierra una injusticia para autores como Fernández de Lizardi, Justo Sierra, Payno, Ireneo Paz, Riva Palacio y otros, lo cierto es que, en conjunto, ningún movimiento había cimbrado a la sociedad mexicana hasta el punto de ser recurrentemente motivo de interés y reflexión en la expresión artística de un pueblo.
En el caso de Martín Luis Guzmán esta veta le costó ser víctima de un abierto acto de censura desde la cúspide del poder político. La sombra del caudillo, novela en la que Guzmán elabora un cuadro preciso sobre la presidencia de Plutarco Elías Calles, apareció en 1929.
De esa obra, John Brushwood apunta que “Es un elocuente comentario sobre el régimen de Calles el hecho de que cuando Guzmán necesitó un hombre honrado tuviera que inventarlo”, en referencia a Axcaná González, el único personaje de ficción en las páginas del libro. Así, cuando La sombra del caudillo llegó a México –pues primero se publicó en España– enfureció al presidente Calles.
Permitamos a don Martín Luis decirlo con sus propias palabras:
Cuando llegaron a México los primeros ejemplares de La sombra del caudillo, el general Calles se puso frenético y quiso dar la orden de que la novela no circulara en nuestro país. Genaro Estrada intervino inmediatamente e hizo ver al Jefe Máximo de la Revolución que aquello era una atrocidad y un error. Lo primero, por cuanto significaba contra las libertades constitucionales y lo segundo, porque prohibida la novela circularía más.
El gobierno y los personeros de Espasa-Calpe (editorial que publicó la obra), a quienes amenazó con cerrarles su agencia en México, llegaron a una transacción: no se expulsaría del país a los representantes de la editorial española, pero Espasa-Calpe se comprometía a no publicar, en lo sucesivo, ningún libro mío cuyo asunto fuera posterior a 1910. En Madrid, la editorial se vio obligada a cambiar el contrato en virtud del cual yo tenía que escribir cierto número de capítulos al año, y el cambio se hizo de acuerdo con el requisito impuesto por Plutarco Elías Calles.
Pero la implacable pareja don Tiempo y doña Historia habría de poner las cosas en su lugar –como siempre– y derrotado el régimen callista y triunfantes la inteligencia y la tolerancia, Martín Luis Guzmán fue acogido con honor y respeto por el presidente Lázaro Cárdenas y los gobiernos subsecuentes. Ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua en 1940 y en 1958 ganó el Premio Nacional de Literatura y el Premio Manuel Ávila Camacho.
También combinó su incansable tarea de escritor con la de servidor público. Fue Senador de la República. A principios de los sesenta se hizo cargo de la presidencia de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos. Desde 1942 y hasta el día de su muerte, el 6 de diciembre de 1976, estuvo al frente de la revista Tiempo, que fue en la década de los cuarenta un atisbo de modernidad en el periodismo mexicano, siempre con las limitaciones que imponía el sistema político.
Ahora bien, es durante su desempeño como funcionario y como periodista que Martín Luis Guzmán se forja su mentada leyenda negra. Y valga decir que en esto, como en otras facetas de su vida y obra, tampoco puede uno sugerir accidentes o medianías. En primer lugar se cuestiona la postura de Tiempo ante el movimiento estudiantil de 1968 –calificó a los estudiantes de agitadores y justificó la acción del régimen diazordacista– y se le tacha de reaccionario sin, me parece, tomar en cuenta las circunstancias del momento. Francamente, quienes vivimos aquel año tendríamos serios problemas para separar la paja del grano en cuanto a la actitud de los grandes medios frente al conflicto, si olvidamos las correas de control que el régimen ejercía sobre los medios impresos y los incipientes informativos electrónicos.
Emmanuel Carballo dice del asunto: La leyenda negra de don Martín, en el México de ayer y hoy, de tan común y corriente deja de ser negra; cuando mucho es gris. Como hombre cometió deslealtades, errores y desviaciones ideológicas que empequeñecen su figura; de escasos escritores mexicanos se puede afirmar lo contrario. Como Reyes, supo ser medroso por conveniencia, y como Vasconcelos (hombre también con el orgullo herido) no pudo conservar en la edad adulta y la vejez las ideas generosas y progresistas de los años mozos.
Variantes de esta afirmación han menudeado y de manera arbitraria se ha confundido su actuación política con su valor como escritor, como si la primera disminuyera al segundo. Este caso mexicano recuerda al argentino Jorge Luis Borges, a quien se reprochaba su posición de derecha. Era frecuente que a continuación de los reconocimientos a la gran calidad de su literatura se añadiera el lastimero “¡pero es tan reaccionario!”, en un tono que no admitía refutación y como si tal inclinación política degradara al artista.
¿No le parece al lector que es temerario mezclar estas consideraciones? A mi sí. Es un camino desafortunado para descubrir revolucionarios y lo es más para apreciar la obra de un creador.
En Martín Luis Guzmán encuentro imaginación, trabajo, persistencia. La ideología puede ponerse a debate, pero su ejercicio periodístico, sobre todo en Tiempo, no lo realizó en la soledad. Colaboraron con él Xavier Villaurrutia, Germán List Arzubide, Francisco Quijano y Leopoldo Zea. Y, como muchas obras que proponen y caminan, la suya estuvo desde siempre sujeta a la polémica, y aún sigue allí, para enfrentar y desmentir las críticas ideologizadas y hacer frente a la prueba del tiempo.
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