Esa mañana cuando Toto salió a la calle, se encontró con que la gente se saludaba distinto. Al célebre saludo de cabeza de algunos vecinos que hablaban el idioma de cabeza, y saludaban con un cabezazo para abajo, como si estuvieran metiendo la pelota de pique al piso, lejos del alcance del arquero. O el cabezazo altanero de algunos otros con un cabezazo para arriba, como si peinaran la pelota para atrás, lo habían sustituido por otro tipo de saludo. A veces la gente se cansa de estar mal, parece increíble, parece que no, pero hay momentos en que la gente se cansa de estar mal. No lo nota porque parece que uno tiene una reserva para guardar penas y problemas de un tanque de agua de ciudad, pero hay veces que la gente nada más se cansa, y cuando eso pasa, es como mágico, deja de estar mal, por más que esté todo mal. La imagen es de un día soleado con pájaros cantando en la mente, y tormentas y huracanes afuera.
Bueno, parecía que la gente se había cansado de estar mal, porque el primer saludo que escuchó en la esquina, entre dos vecinos que se cruzaron de golpe, que se conocían de toda la vida, pero que se saludaron como si fuera la primera vez que se vieron: “Hola, ¿cómo le va? Soy Mirta, me gusta hornear pan tanto como si uno fuera a hacer un mundo completo de pan. Escuchar de vez en cuando ‘Soy pan, soy paz, soy más, de Piero’, y meterme suavemente en el ritmo bajito de la canción y quedarme ahí. Y comprarme cada tanto en cuando una planta, a la que le hablo y la pongo en el patio como si fuéramos amigas de toda la vida, y le pongo nombre y apellido y la llamo por su nombre y apellido”.
Luego, el que le respondió como una cosa que recién se encuentra en el mundo fue Ermundo, el arisco Ermundo, el que no le hablaba a nadie.
“Hola Mirta”, le dijo, “soy Ermundo, me gustan los pájaros, cuando los veo que vuelan yo vuelo con ellos, y me tiro en una pileta a la tardecita así como si estuviera tirando todo mi mundo a la pileta, la casa, el sillón, el traje, el portafolio. Me gusta también cómo sale la pasta de dientes cuando la aprieto como si no fuera la pasta sino el cremoso genio de la pasta de dientes, y el solecito en algunas cuadras, entre sombras, que calienta la espalda, como un ser que lo va siguiendo desde arriba de los árboles apurado y preocupado de darse esos masajes calóricos”.
Y siguieron, cada uno para su lado. “Upa, upa, upa”, se dijo Toto. ¡¿Qué pasó?! Tres upas para Toto era mucho upa, generalmente los asombros de Toto eran habitados por un solo upa o como mucho dos, ¡pero tres! Y se sorprendió Toto, que de escuchar eso le cambió el día.
Pero lo que vino después le sorprendió aún más. A media cuadra de él, de frente, venían Jesale, el viejo Jasale, y la doctora, la odontóloga Mechese, que se odiaban, eran mal llevados los dos, y habían intranquilizado más de una tarde de barrio con sus discusiones sin sentido por cosas menores de vereda y sus gritos. Eran como dos Demonios de Tasmania que se levantaban a la tardecita cuando todos estaban cansados y querían acompañar al día en su bajada suave, y enredaban al barrio con sus gritos y berrinches. De frente los dos, a punto de cruzarse, Toto se imaginó dos locomotoras chocándose, pero aquello que vio lo dejó con la boca abierta.
“Hola, soy Machese, me gusta reventar las pelotitas de aire de los envoltorios y me imagino que como algo tan simple, así empezó el Big Bang; me gusta los pies descalzos sobre la baldosa en primavera, y mojar el pan en lo que queda de tuco en la olla como si fuera una gigante que se asoma a la olla”. “¿Cómo le va buen hombre?”.
Y el viejo le dijo: “Soy Tritico, me gusta ver cómo hacen las cosas los horneros con cierta gracia y cierta determinación. Cuando aparece el colibrí, que aparece y desaparece como si se perdiera en el aire y después se encontrara de nuevo y viajara en el tiempo. Y me gusta ver que un pájaro persiga a una mariposa, pero no la alcance, porque eso significa que todavía hay pájaros y también muchas mariposas, e incluso, ¡que todavía pueden hacer sus cosas!”. “Que tenga un buen día”, dijo el viejo y siguieron los dos por su vereda… Y extrañamente Toto vio cómo sus figuras se ampliaron y agrandaron.
No pudo pensar mucho en eso porque enseguida le tocó a él. Es decir, aparecieron casi a la altura de su cadera y cuando bajó la vista, estaba la señora de Marino, la vecina de toda la vida, con quien tantas veces habían tomado mates en su casa y lo había mantenido al tanto de todo lo que pasaba en el barrio. “Soy la Chilina, me gusta ver cuando los cachorritos duermen, sueñan y hacen ladriditos suaves, en tono bajo, casi para sí mismos, como dentro del sueño, como medio apagados, y fantaseo con meterme y seguir a esos ladriditos en mi mente hasta imaginar a dónde me llevan. También me gusta cuando pasa un panadero en medio del cielo, solo, en el aire, como un océano inmenso, como un navegante –vaya a saber en qué mares de aire–, y se aleja con ese espíritu de esponja. Y las cosas esponjosas, la torta bien esponjosa, que cuando uno la corta, el cuchillito se cae solo adentro de la torta y da la impresión de que esa esponjosidad detendría cualquier caída”. “Un gusto señor”.
Y de golpe, en un mundo nuevo, con una lógica nueva, con una manera nueva, a Toto le vinieron varias imágenes. Primero comenzó diciendo –y lo dijo poco a poco–, buscando adentro de sí mismo y sacando con tirabuzón de alguna historia pasada de su mente. “Soy Toto, me gustan los goles de mis equipos en los últimos minutos, y la alegría de la gente cuando algo le sale bien, cómo se hacen los hoyuelos en los cachetes cuando alguna persona sonríe; esas personas que dan vueltas caminando en la tardecita y que disfrutan de la caminata, como si en la ciudad ellos habitaran solos; me gusta el olor a plástico nuevo de las zapatillas que a uno lo lleva a pensar que han cambiado el mundo u lo han hecho nuevo. Y me gusta el humito que sale del mate cuando está bien hecho, el primer mate que uno se va a tomar, con mucha azúcar y con tanta concentración, que no parece que uno se toma el mate, sino que el mate lo toma a uno”.
Y siguió con un torrente de cosas que le gustaban, que las había olvidado o ya no las veía, que no pudo parar y que le recordaron tanto a él, y le presentaron tantas regiones de él mismo que ya no se daba cuenta que visitaba todos los días. Y cuando miró a la vecina, ella ya no estaba más, con una palmadita de saludo se había ido. Entonces, se quedó pensando en él y en los otros; en las cosas que la vecina le dijo que le gustaban, dándose cuenta de que a él también le gustaban esas personas que había encontrado; que le gustaban los pequeños detalles casi insignificantes de las cosas, y que a todos en algún momento nos gustan los pequeños detalles. Y que tenía razón esa frase tan dicha, de que Dios estaba en los detalles.
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