Por lo regular nuestros presidentes suelen tener un hermano incómodo, fichitas lisas que, al sentirse amparados a la sombra del poderoso, hacen de las suyas a diestra y siniestra. Si se quedaran incomodando a los suyos no habría problema, pero la mayoría de las veces quienes terminan padeciendo los desplantes de prepotencia, abusos de poder y descalzada megalomanía de estos malandros es el pueblo, que se encorva bajo el viejo adagio: ¡dígale no al ampáyer! Sin embargo, en ocasiones el destino hace justicia y el hermano incómodo, después de su chubasco de fechorías, recibe su gran merecido.
Esto le sucedió a Félix Díaz Mori (hermano de Porfirio Díaz), hombre intolerante, comecuras despiadado, explosivo, altanero, cruel e injusto con sus mismos paisanos oaxaqueños, a quienes hizo ver su suerte mientras gobernó el Estado por cuatro años.
El padre de Díaz, José de la Cruz Díaz Orozco, negociante y dueño de un mesón, murió víctima del cólera, en 1833, dejando viuda joven y cinco pequeños, siendo el más chico Felipe Santiago (después cambió su nombre a Félix), de apenas cinco meses. En tan sólo un par de semanas la epidemia mató a más de dos mil, de los veinte mil habitantes en la ciudad de Oaxaca.
Al igual que su hermano Porfirio, tres años más grande y a quien seguía a todos lados, Felipe también pasó por el Seminario Conciliar y después por el Instituto de Ciencias y Artes, el cual se distinguía por sus ideas liberales alejadas de la religión. Pero Felipe pasaba más tiempo con las orejas de burro puestas que en el pupitre. Su carácter intempestivo y arrojado lo hacían preferir la vida silvestre entre ríos y cerros. Más fuerte que Porfirio, El Chato, cómo lo apodaban por sus toscas facciones (inclusive la emperatriz Carlota en sus cartas lo llamaba el “Chato Díaz”), era un atleta nato que además llegó a ser un espléndido jinete. Años después portaría con orgullo una cicatriz en la cara causada por un flechazo, regalo de los indios apaches que bajaban de Texas a los estados del norte y que Felipe combatió en San Luis Potosí. Por lo menos ésta le daba originalidad a su fealdad.
En aquél tiempo en la ciudad de Oaxaca sólo se podía estudiar para cura, abogado o médico, por lo que la carrera de las armas fue la mejor opción para el Chato Díaz, quien en caliente quiso meterse como voluntario a un batallón de artillería, pero su hermano Porfirio lo convenció de que lo mejor era estudiar cabalmente en el Colegio Militar de Chapultepec, al que ingresó en 1854.
En la hoja de servicio sus jefes lo calificaron de la siguiente manera:
“Ojos: negros. Nariz: chata. Color: blanco. Frente: regular. Valor: se le supone. Capacidad: poca. Aplicación: ninguna. Instrucción en tácticas y ordenanza: ninguna. Conducta militar: mala. Salud: buena.”
Aún así, además de buena salud, el Chato tenía cualidades especiales que en las posteriores guerras que sostuvo lo convirtieron en un soldado de respeto, tanto para sus oficiales como para los de la tropa, con quienes encajaba perfectamente, quizás por lo primitivo.
Sería también en el Colegio Militar que el Chato hizo amistades importantes para toda la vida, entre ellas, la de Miguel Miramón, héroe de pasado brillante en las reyertas contra los norteamericanos y que a los veintiocho años se convirtió en el presidente más joven de la historia en nuestro país. El Chato lo siguió al estallar la guerra de Reforma contra Benito Juárez, que él conocía y que su hermano apoyaba. Para el Chato lo único válido era la lealtad, lealtad a la gente, a las instituciones, al país, lo demás eran meras politiquerías. Por lo mismo en esa época se enemistó de su hermano.
Alcanzado el grado de teniente coronel, el Chato y su caballería fueron de los primeros mexicanos en confrontar a los franceses, antes de la batalla del 5 de mayo, en 1862. Al lado de su hermano fueron derrotando poco a poco a los galos hasta alcanzar a ocupar la Ciudad de México el 21 de junio de 1867, dos días después de que fusilaran a Maximiliano en Querétaro.
A partir de entonces, los Díaz se metieron a la política, y mientras el hermano mayor perdía la candidatura a la presidencia frente a su paisano Juárez, el Chato ganaba en 1867 la gubernatura de su estado. Entonces, como dicen, ardió Roma, pues Félix Díaz gobernó como si estuviera en guerra todo el tiempo.
A tres años en el gobierno Félix Díaz era autoritario e intolerante, pero sobre todo un antirreligioso violento. Además, no era antirreligioso de panfleto, sino que se encargó de limitar el poder del clero y en cuanto tenía ocasión se presentaba personalmente con su séquito a burlarse de curas, monjas y monaguillos por igual. En una acción sin precedente permitió que se destruyeran pinturas, muebles, retablos y esculturas del templo de Santo Domingo, lo que llevó a la turba a saquear iglesias y conventos. ¡¿Qué hubiera dicho su señor padre?! Un ferviente católico que rezaba a cada rato y hasta llegó a usar el hábito de los terciarios de la orden de San Francisco.
Durante su periodo hubo una sublevación por parte de los juchitecos en el istmo de Tehuantepec: “Tengo la firme certeza de exterminar a los sublevados en veinte días y cortarlos de raíz”, escribió el Chato al presidente Juárez. A mediados de 1870 un grupo de juchitecos, gente creyente y aguerrida, atacó un retén del ejército como protesta por los injusticias del gobierno.
La cosa se fue agrandando hasta que el Chato armó batallón y marchó a Juchitán personalmente. Después de fuertes luchas, Díaz venció a los sublevados y mandó a quemar el pueblo entero, para después pasar a cuchillo a los que alcanzaran. Además, capturó y fusiló a varios héroes que habían combatido valientemente a los soldados franceses.
Fue entonces que ya ensatanado, Chatito Díaz decidió entrar con todo y caballo a la parroquia principal, donde con una cuerda lazó como ternero al santo patrono del pueblo, el dominico San Vicente Ferrer, y ante la gente horrorizada arrastró al santo por todas las calles.
De regreso a la capital del estado, el Chato se sentía el mismísimo Napoleón de las tlayudas, un gran conquistador, hasta que recibió la llamada del Juárez regañándolo y ordenándole que de inmediato regresara el santo a su gente. Obedeciendo, el Chato mandó a empaquetar la reliquia, pero como no cabía en la caja le cercenó los brazos, los pies y la cabeza, misma que se quedó como trofeo.
Los juchitecos jamás perdonaron la profanación y majadería. Y como nadie es dueño de su destino, el momento de venganza llegó cuando dos años después, mientras el Chato secundaba a su hermano Porfirio en su rebelión contra la reelección de Juárez (Plan de Noria), los juchitecos lo apresaron cerca de Pochutla en enero de 1872.
Así, “el Gobernador fue atado a un caballo y arrastrado por el campamento, tal como él hiciera con el Santo Patrón de Juchitán. Con la ropa desgarrada y la piel sangrante, los soldados descalzaron a El Chato, y con un filoso machete le cortaron las plantas de los pies, dejándolo sin piel. Acto seguido, lo obligaron a caminar en la arena caliente (otros refieren que sobre carbón al rojo vivo). Las palabras que Félix Díaz escuchaba de los juchitecos eran una repetición constante de acuérdate de San Vicente. Finalmente, al Gobernador de Oaxaca le cortaron los genitales y se los introdujeron en la boca, para después cortarle los brazos y la cabeza, de modo que la humillación que él propinó estaba saldada. Los zapotecas istmeños cobraban caro la mutilación y desaparición de su santo.”
Años más tarde, cuando Porfirio Díaz ya era presidente, le presentaron a uno de los asesinos de su hermano. Díaz lo miró y ordenó que lo soltaran. Su frase dejó helados a los presentes y pasó a la posteridad: “En política no tengo amores ni odios”.