De Economía Varia

“Nos dormimos en nuestros laureles”: ¿Ya se despertaron?

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A fines de julio pasado, el Secretario de Economía de México, Ildefonso Guajardo, declaró en el festejo del décimo aniversario de ProMéxico que, en materia del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), “Nos dorminos en nuestros laureles” (www.informador.mx), enfatizando que …estuvimos 22 años en una zona de confort, donde nuestros socios del sector privado y nosotros hicimos el trabajo que correspondía… (Periódico La Jornada, Jueves 27 de julio de 2017, p. 18).  Sin duda, las palabras públicas y oficiales del Sr. Secretario Guajardo son hartamente valientes, pero no dejan de tener un viso de asombro, imprecisión y de ingenuidad.

Resulta pasmoso saber después de casi un cuarto de siglo de quién ha sido un alto funcionario mexicano en materia del comercio nacional, que el gobierno no se percató de la equivocada instrumentación que implicó el TLCAN y el cambio objetivo que experimentó la estructura productiva mundial y de México y que ahora obliga a la revisión del Tratado. Más preocupante resulta saber si para la revisión del TLCAN el gobierno mexicano y la iniciativa privada actuarán con conocimiento claro y objetividad.

Para la revisión del TLCAN se debió inicialmente partido del análisis del cumplimiento de los objetivos establecidos para los tres países. Revisión que arrojaría verdades más allá de las estridentes fanfarrias que el gobierno mexicano empeñaba contra cualquier señalamiento de duda o revisión del TLCAN en su vigésimo aniversario. Señalamientos compartidos por investigadores, académicos, el pequeño y mediano sector empresarial mexicano, organizaciones no gubernamentales, así como de extranjeros.

Los objetivos seminales del TLCAN, además de la creación de un mercado regional, fueron: i) Aprovechar las ventajas comparativas de cada país en la producción compartida, ii) Incrementar la competitividad en la producción de bienes y servicios en el mercado regional y en el internacional, iii) Aumentar la inversión extranjera directa en la región y iv) Generar empleos y elevar la calidad de vida de la población. Sin vacilación, es dable decir que tales objetivos no fueron plenamente alcanzados para el caso de México.  Aún más, los bajos salarios impuestos en México por el gobierno significaron baja calidad de vida, con lo que el Secretario Guajardo arguyó recientemente, técnica e impúdicamente, que con ello se dio mayor competitividad a Estados Unidos, por lo que los mini salarios mexicanos no deben ser afectados, obviamente al alza, con la revisión del TLCAN.

Tal posicionamiento significa perpetuar un mercado local raquítico y una devaluación interna que ha permitido mantener el tipo de cambio con el exterior, como hoy es festinado por el titular de las finanzas nacionales. Tales vicisitudes han sido acompañadas con la pérdida de competitividad nacional que en 2015 nos ubicó en el lugar 51 internacional, después de haber estado en el lugar 39 en 1998.

La ambigüedad oficial, no ajena a la ignorancia técnica, ha llevado inicialmente a insistir urbi et orbi que el déficit comercial de Estados Unidos con México es del orden de los 50 mil millones de dólares, hecho que las cifras oficiales desmienten, al arrojar al cierre del 2016 un superávit en la balanza comercial de México con Estados Unidos del orden de 120 mil millones de dólares, cifras ampliamente contrastantes. Por lo que todo deja indicar que la preocupación de Estados Unidos con México es realmente el déficit de mercancías, equivalente a un poco más a los 60 mil millones de dólares. Aun así, en este rubro la apreciación mexicana resulta oscura.

En el año 2000 casi el 89% de la exportación total de mercancías de México tenía como destino a Estados Unidos, y a partir del año 2010 ha rondado en el orden de 80%, por lo que la diversificación de exportaciones mexicanas ha sido importante e indica que en materia del TLCAN ha disminuido su peso en la economía de Estados Unidos. Hechos a los que, además, en un juego de espejos, se agrega que el componente de origen mexicano de las exportaciones nacionales ha disminuido. En tanto que en 1993 el valor agregado nacional a la exportación total, sin considerar petróleo, fue de 22%, veinte años después fue del orden 15%.

Esta situación adversa es producto de los más de 40 tratados comerciales suscritos por México después del TLCAN, que llevaron a no favorecer la producción y exportación nacional, desembocando en un gran déficit comercial en beneficio de los otros países signatarios y violentando el espíritu de las reglas de origen del TLCAN, hoy prioridad de Estados Unidos para la revisión del tratado. De tal magnitud es nuestra dependencia de producción intermedia para la exportación final y consumo nacional que México importa anualmente del orden de 2 mil millones de dólares en tornillos, pernos, remaches, tuercas, pasadores, clavijas, chavetas, siendo igual comportamiento comercial en materia de calzado, medicina, entre otros rubros muchos más.

El TLCAN pudo haber ayudado sustancialmente a crecer, generar empleos y mejorar los niveles de vida de los mexicanos, de haberse seguido una política económica realista sin automatismo y más allá del pizarrón. Aspiraciones hasta ahora no alcanzadas, lo que generó que la economía nacional pasara en el concierto internacional de ocupar el número 9 en 2001 al nivel 15 en 2015 y que perdiera peso como destino de la inversión extranjera directa de un poco más del 3 % en 1995 del total mundial, a alrededor del 2% veinte años después. Decrecimiento relativo que contrasta con el gran crecimiento de la inversión extranjera directa en Estados Unidos.

En lo últimos veinte años la estructura productiva mundial cambió. Surgieron nuevos jugadores internacionales para las exportaciones, se crearon nuevos productos, se desarrollaron nuevos servicios y países como China, India, Vietnam, y otros más del Sudeste Asiático y Oceanía, emergieron activamente en el concierto internacional. El gobierno mexicano autoritariamente se durmió en sus laureles, a pesar de tantas voces nacionales y hechos que demandaban una clara política de crecimiento, una política industrial que permitiera aprovechar las ventajas del TLCAN y una política agropecuaria que fue pactada y no aplicada para su protección internacional, ausencias gubernamentales estructurales que se agudizaron con un sector financiero que fue abierto 10 años antes de lo acordado.

Hoy los revisores mexicanos del TLCAN son esencialmente los mismos que lo pactaron originalmente e instrumentaron hace 23 años, al menos en sus ideas y visiones. Trump los despertó inusitadamente y ellos desean un regreso al pasado, como si nada hubiera acontecido en el mundo y en México y nada debiera suceder. Sin embargo, bien ha dicho el Secretario Guajardo El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN)… bajo ninguna circunstancia ha sido la panacea de la solución del desarrollo nacional, por lo que obviamente esperamos ver y saber que harán el gobierno y el sector privado para apoyar realmente el desarrollo nacional una vez revisado el TLCAN sea el resultado cualquiera que ello arroje.

Estancamiento e inflación: ¿Estanflación?

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En los últimos meses, México ha entrado en un proceso de menor crecimiento económico acompañado con un aumento de la inflación. Aun cuando la economía nacional desde hace casi treinta años ha mantenido un relativo estancamiento productivo, hoy evidencia una desaceleración en las tasas de crecimiento del PIB, en relación a las observadas en el pasado reciente. De igual manera, a pesar de que en años recientes la inflación había estado bajo control, desde inicios de este año el nivel del aumento de precios ha sido tema recurrente del Banco Central, como lo han reportado los medios de comunicación.  Esta combinación de hechos –estancamiento productivo e inflación‒, que desde mediados de los sesenta se ha denominado estanflación (stangflation, en inglés), amenaza el futuro inmediato del país.

De acuerdo a cifras oficiales, a pesar de la recuperación económica de 2010 de 5.1% del Producto Interno Bruto (PIB) y de 4% en 2011 y 2102, después de la severa contracción económica experimentada en 2009 de 4.7%, la economía mexicana ha manifestado en años recientes una clara de desaceleración.  Así, en tanto en 2015 la economía creció en 2.6% y en 2016 alcanzó una tasa de únicamente 2.3%, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OECD) ha pronosticado recientemente un crecimiento para 2017 de 1.9%, menor al originalmente estimado de 2.3%.

Esta desaceleración ha sido manifiesta en México desde antes del efecto Trump, mismo que agravará la situación estructural prevaleciente. Por lo que, ante la persistencia del entorno de comercio internacional adverso, según el Banco Mundial, que afectará nuestras exportaciones, y la disminución de las inversiones tanto públicas y privadas, no sólo es de esperase un cierre productivo anual complicado, sino también un anuncio de menor crecimiento del PIB para 2018.  Perspectivas que afectarán aún más la generación de empleo, especialmente en la industria, como lo informo el INEGI lo logrado en enero-abril, en un ambiente de crecimiento interno de precios, que no parece menguar y que afectará mayormente a las familias de menores ingresos.

En el mismo tenor de preocupación, la inflación experimentó hasta el pasado reciente una declinación sistemática. De acuerdo a la metodología y las cifras del INEGI, pasó en 2013 de 4.6% a 2.6% en 2016. Un decremento porcentual cercano a 50% de lo experimentado en el primer año señalado. Sin embargo, para el presente año se estima alcanzará 6.16%; porcentaje que significa un incremento de más de 100% al alcanzado en el año previo, dinámica que, a todas luces, técnica y políticamente, debería ser de gran preocupación para la administración actual.

La estimación anual de inflación para 2017 de 6.16%, es contravenida por los hechos recientes, dado que en mayo se alcanzó un nivel anualizado, al mismo mes del año anterior, de 6.2%, estimándose mayor en julio, al ser de 6.3%. Tal situación, de aparente descontrol de precios y estimaciones, se antoja más complicada si se toma en consideración que el INEGI ha reportado que el Índice Nacional de Precios al Productor (INPP) para Mercancías y Servicios de Uso Intermedio en el presente año llegará anualmente a 10.97%.

Tales cifras del INPP indican que el productor está teniendo incrementos en costos mayores a los que se estima será la inflación. Por lo que, en algún momento, de aquí a 2018 incluido, el productor deberá repercutir el aumento de costos en mayores precios al consumidor. De manera que es altamente probable que la inflación no ceda, en tanto los incrementos en costos no se contengan.

De acuerdo a la OECD, el diferencial de inflación entre México y el resto de los países miembros de ese organismo es de 300%.  Siendo una de las principales razones el incremento de precios de los energéticos que, al mes de mayo con cifras anualizadas, experimentó un crecimiento nacional de 16%, siendo el promedio del conjunto de países únicamente de 5.6%.  Tal relación de efecto-causa resulta válida si se toma en cuenta la repercusión de la energía en el conjunto de la economía.

De acuerdo a lo anterior, el país enfrenta un aumento de la inflación por la vía de costos, inicialmente de bienes y servicios públicos, aunque se pretenda asumir como un problema monetario combatible con el aumento de tasas de interés, para bajar el nivel de demanda agregada.  En la década de los años ochenta así se pretendió abatir la inflación, terminando por generar simplemente una inflación inercial y un menor crecimiento económico.

La década perdida de entonces, significada por la inflación y un menor crecimiento, expresó claramente lo que era vivir una estanflación en buena parte de los países de la región y las repercusiones sociales que debieron ser asumidas. Parece que poco aprendemos del ayer, reiterando en los hechos ser cautivos de ideas equivocadas que terminaron por agudizar los problemas que pretendidamente se esperaba resolver. Pronto veremos, al menos, la discusión conceptual de la razón de la inflación nacional, aunque a la luz de los hechos sea muy clara de entender.

La generación espontánea y la economía mexicana

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En materia económica y de sus problemas, normalmente los mexicanos olvidamos el adagio de que natura non facit saltus. Es decir, de que la naturaleza no procede a saltos. Hecho por el que, por una parte, los ciudadanos asumimos que los asuntos económicos y sus tribulaciones son relativamente fáciles de resolver. Y, por la otra, que los gobernantes de manera simple y absurda nos ofrecen soluciones casi mágicas para los sinsabores económicos y sociales que afectan a la mayoría de los mexicanos.

Pero como bien lo ha dicho un economista, la economía no es un avión que se le lleva a donde se antoje. Un avión al que se le puede cambiar de dirección y destino de manera abrupta y hasta caprichosa. El devenir económico no es un capítulo de televisión que dura treinta minutos, ni una histórica siempre con resultados justicieros y color de rosa. Es un continnum sin estaciones programadas y carentes de paradas inesperadas.

La economía implica procesos que lleva tiempo modificarlos, como también impone tiempo lograr los resultados deseados. En la economía nada se da en automático. Lo que hoy se experimenta es resultado de lo que decidimos e hicimos en el pasado mediato. En cierta forma, en la economía hay una suerte de una dependencia de camino (path dependency), que es producto de las decisiones inicialmente tomadas y la forma en que las instrumentamos. Dependencia que también define en mucho lo que podemos hacer en el presente y en el futuro inmediato.

Aun cuando tal dependencia es resultado de lo asumido en el pasado, muchas veces los gobernantes atribuyen lo mal de su desempeño y de sus resultados a lo decidido y realizado en el pasado remoto. Hecho que parece ser la constante del caso mexicano.  Baste tener presente que buena parte de nuestros males actuales se les siguen asignado a gobernantes de hace cuarenta o treinta años.

El peor escenario que hemos vivido es el que los gobernantes actuales culpan de los males económicos presentes a las equivocadas decisiones que ellos mismos tomaron en el pasado, pretendiendo fingidamente ignorar culpa o responsabilidad directa alguna. Pareciera, así, que el criminal regresa de nuevo a la escena del crimen para buscar al desconocido culpable.  Los altos pasivos públicos, el gasto gubernamental excesivo, la conducta impune de los gobernadores, entre otros más, no han sido hechos espontáneos; fueron forjados y reforzados desde el inicio del siglo.

Todo proceso económico lleva tiempo, y simple y llanamente no se da por generación espontánea. Tienen una causa y una razón; un andamiaje social y político en el que los gobernantes y los ciudadanos interactúan, activa o pasivamente, dando resultados específicos, algunas veces no esperados o deseados.

Una hectárea sembrada de maíz tarda casi el tiempo de gestación y nacimiento de un bebé, y es producto de una decisión económica. Una decisión de inversión industrial lleva a veces años tomarla, además de los que implica ponerla en operación. Por lo que crear un puesto de trabajo industrial no es tarea fácil y tiene un costo muy elevado, aunque sigamos pensando que ello es tarea posible y factible en lo inmediato.

Ahora se entiende que hemos perdido y desperdiciado social y económicamente al menos tres sexenios y medio, con baja producción y escaso empleo, tiempo en que el país estuvo esperando resultados imposibles de lograr. Hoy es claro que las decisiones del pasado y la persistencia de sus acciones llevaron a la nación a un estancamiento secular; previsible desde el inicio de la segunda mitad de la década de los noventa. Desventura que unos años después se acallaría con los ingresos extraordinarios del petróleo y una deuda pública creciente; recursos que vorazmente fueron dilapidados.

Tenemos ahora que enfrentar la amenaza de la inflación con estancamiento. Bien la hemos fraguado esperando que la haga más rentable el mercado energético, sin entender que los aumentos de los precios son procesos acumulados y a veces inerciales.  ¿Qué será más grave y doloroso por los resultados económicos obtenidos: la ignorancia o la necedad?

Abuso y voracidad: el reto democrático mexicano

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La alternancia política mexicana, ampliamente celebrada a partir de 2000, acrecentó ad nauseam la visión social perversa de que en democracia todos tienen el derecho de abusar de la sociedad. Ello sin aceptar, en general, plenamente por ciudadanos y por quienes están responsabilizados de la marcha de las instituciones que, en democracia, por ella y en ella, nadie tiene el derecho de abusar de los ciudadanos. Esta conducta de abuso de la sociedad se generalizó en un ambiente de recursos públicos extraordinarios, forjados por una mayor extracción de petróleo a mayores precios, sin paragón histórico alguno, dando paso a un “efecto de voracidad”, especialmente desde la esfera pública.

Después de consumarse la alternancia política, en el muy corto plazo el nuevo gobierno y los partidos internalizaron y externalizaron el motto de que cada organización y actor político tenían el derecho de atropellar a la sociedad para saciar sus apetencias de poder y de dinero, especialmente si este último era público. Así, la alternancia política mexicana significó el derecho de todos de poder abusar de la sociedad y acceder sin control alguno al uso y disfrute de los recursos públicos extraordinarios.

Los ingresos públicos extraordinarios y el acuerdo político correlativo para su distribución provocaron que la alta burocracia de los poderes del estado, los sindicatos públicos y los sectores productivos, exigieran una participación creciente en su distribución, sin considerar las urgencias y carencias del país, especialmente de los pasivos sociales ancestrales de salud, educación, alimentación, y de la necesidad de producción y empleo productivo de millones de mexicanos. Para entender la magnitud de la voracidad baste saber que, a partir del 2000, Pemex llegó a contribuir con más de un billón de pesos anuales a la Hacienda Pública; la deuda pasó del orden de un billón de pesos a alrededor de 9.5 billones en la actualidad y el gasto federal alcanzó casi cinco billones en 2016.

Lo más extraordinario de la historia inmediata nacional es que el abuso sobre la sociedad y el “efecto de voracidad” agudizó el clientelismo político, generando un proceso de feudalización de los tres órdenes de gobierno junto con el empobrecimiento del grueso de la población que se agudizó. Por lo que hoy, después de una abundancia de recursos públicos extraordinaria, se hacen más evidentes las carencias y necesidades sociales en un ambiente de mayor deuda pública y astringencias de gasto.

Ante lo experimentado en los más de tres lustros pasados, los poderes públicos han visto acrecentada su problemática de corrupción y falta de trasparencia. Aún bajo nuevos marcos legales a modo de la partidocracia, la discrecionalidad de la acción pública, en los tres poderes y desde la instancia básica hasta su cúpula, ha culminado con una mayor corrupción e impunidad. Caso emblemático y mediático han sido los gobiernos locales, como lo ha documentado desde 2012 la Auditoría Superior de la Federación, con el dispendio y falta de transparencia de los fondos federales.

La alternancia mexicana ha demostrado que no puede haber un cambio de la acción pública, de las políticas económicas y sociales, sin un cambio político y democrático, y que la reforma del estado y de sus instituciones necesariamente sólo puede transcurrir desde la esfera de la política. Sólo un nuevo régimen y una nueva economía política podrán dar pie a políticas económicas y sociales que alienten la producción, el empleo, la mejora en la distribución del ingreso y el desarrollo país.

Sólo con un cambio político democrático se podrá abatir la pobreza y la miseria de más 53 millones de mexicanos; sólo así se podrá tomar conciencia social de los 32 millones de mexicanos de 14 años y más que se encuentran en rezago educativo; y sólo así se podrán atender las carencias ancestrales nacionales. Únicamente con un cambio político se creará un nuevo destino para la nación, en el que el estado y sus instituciones sirvan a la ciudanía y se cancele toda oportunidad para abusar de ella.

Ése es el reto en democracia contra la captura del estado por la partidocracia y de los intereses privados sobre los intereses públicos. Pero ello significa un cambio desde la mayoría. Bien se reconoce que no puede haber democracia sin sociedad democrática y que no puede haber sociedad democrática sin ciudadanos que anhelen la democracia.

El doble fallido equilibrio económico

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La esencia de política económica de los últimos gobiernos ha sido la promesa y persecución de un doble equilibrio: el equilibrio fiscal y el equilibrio monetario o de precios.  En ambos afanes, los gobiernos de los últimos lustros han totalmente fallado, aunque pretendan festinar cotidianamente logros nunca alcanzados.

El equilibrio fiscal, asociado públicamente a las finanzas presupuestales sanas, teóricamente hubiera significado que el gobierno no habría gastado más allá del total de sus ingresos y, por lo tanto, hubiera evitado inflar más los pasivos públicos. Como la realidad es muy necia, y más cuando ésta se refiere a las cuestiones monetarias, resulta que desde el año 2000 hasta 2016 sólo en dos años, 2006-2007, el gobierno federal tuvo superávit en su balance presupuestario, lo que implicó que no tuviera necesidad de endeudar más al país. En todos los demás años el déficit obligó a incrementar la deuda pública.

De esta manera, el Saldo de los Requerimientos Financieros del Sector Público pasaron nominalmente de alrededor de 2 billones de pesos en 2000 a un poco más de 9.5 billones millones de pesos, entendidos los billones como millones de millones; es decir, la verdad pública del gobierno federal se incrementó en dieciséis años en alrededor del cuatrocientos por ciento. Lo más grave de la velocidad con que se generó la deuda pública es que sus incrementos, que fueron de casi cuatrocientos mil millones anuales, cifra aún programada para 2017, se destinaron cada año básicamente para pagar comisiones e intereses de pasivos cada vez más abultados.

Tal hecho de falta de transparencia y rendición de cuentas puede parecer sorprendente a los legos de la realidad económica nacional, pero no puede pensarse que durante dieciséis años los responsables de las finanzas públicas, entonces y ahora, no sabían el estado verdadero de la hacienda pública y fueran omisos a la crisis que se estaba deliberadamente gestando. Aún más, tales funcionarios insistentemente pregonaban la aplicación de políticas presupuestales que hacían el tener finanzas públicas responsables.

Tales pretensiones fallidas, que la misma realidad cuestiona, son extensivas al débil desempeño efectivo del Banco de México, cuyo mantra pasado fue el discurso del equilibrio monetario y la baja inflación anual lograda. En primer lugar, el Banxico normalmente no ha cumplido con los objetivos o metas de inflación y de estabilidad de precios pregonada, incluida la del dólar, amén de que la sociedad cuestiona sistemáticamente el nivel de la inflación, frente a la dinámica de los salarios y de su poder adquisitivo.

En segundo lugar, en los años pasados para mantener relativamente fijo el tipo de cambio del peso respecto al dólar, se aplicó una “devaluación interna”. Esta devaluación interna previno una devaluación externa, significando que los salarios reales se deprimieran y perdieran su capacidad de compra, a fin de mantener la competitividad nacional frente al dólar. Ello significó la precarización del trabajo y su explosión informal, al extremo que hoy se reconoce nacionalmente y por casi todos los sectores sociales la urgencia de aumentar los salarios, como un precio del factor productivo del trabajo, para ampliar el mercado interno y paliar la pobreza y la miseria de más de cincuenta millones de mexicanos.

Las fallidas pretensiones oficiales del doble equilibrio fiscal y monetario han traído como correlato la perpetuación de la pobreza y la miseria, creando un desaliento generalizado de expectativas sociales y personales. Hoy la pobreza en México se expresa más en el medio urbano que en el medio rural, de allí que la violencia social se agudice claramente en las pequeñas y medias ciudades, llevando al país casi a la ingobernabilidad y la existencia de un estado fallido. Mientras, los hacedores pasados de la patria se tornan en salvadores del presente y valedores del futuro.

Déjà vu y la inercia de la nación

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Hoy, una vez más, como algo ya visto antes (déjà vu), la nación enfrenta la agudización de sus males; males que secularmente se han ido agravando y nos han llevado al punto del colapso social sin retorno. Como en el inicio de la década de los años ochenta, la caída del precio del petróleo, el abatimiento de su extracción, el aumento internacional de las tasas de interés, la depreciación del peso y, de nuevo, la abultada deuda pública, gestada una vez más a partir de 1995, han colapsado ya las finanzas nacionales. Esto, como entonces, ha definido el futuro inmediato de la acción del gobierno, regresando a un pasado de recortes presupuestales, austeridad pública, ajustes de los servicios sociales básicos y sacrificios, de nuevo, en vida de los más menesterosos.

Sin embargo, hoy las acciones contraccionistas se dan en un contexto de pobreza y miseria, producto de una política económica que ha agudizado la mala distribución del ingreso y sacrificado al trabajo frente a los otros factores de la producción. Como antes, este proceso se ha dado en un entorno reciente de extraordinarios ingresos públicos que han resultado concomitantes con una acelerada generación de deuda pública. Así, la voracidad pública ha terminado por generar un explosivo pasivo público improductivo, después de haberse llenado las arcas de la nación, particularmente gracias al petróleo.

Hoy lo que vivimos no es producto de las circunstancias externas o fuerzas oscuras del mercado. Es resultado de lo que hemos hecho deliberadamente. En una suerte de “devaluación interna”, los salarios y el poder adquisitivo de las clases medias vieron perder su poder de compra, contrayendo dramáticamente la capacidad de consumo general nacional. Así, en un proceso acumulativo y circular, la caída real de los salarios permitieron hasta recientemente mantener un tipo de cambio artificial, el cual acabó por afectar negativamente la producción nacional, el empleo y la ocupación, acrecentando nuestra dependencia nacional.

La devaluación interna favoreció estructuralmente las actividades de maquila, al mantener remuneraciones y salarios deprimidos, haciendo que el contenido nacional exportado fuera cada vez menor. Esto ante la complacencia y abandono de todo viso de una política económica manufacturera que aprovechara las oportunidades que brindó el TLC.

En esta dinámica, a pesar de la dotación de recursos naturales y de las ventajas comparativas, el campo mexicano (particularmente el sur-sureste) fue abandonado, sembrándolo de ancianos, mujeres y niños, en tanto la fuerza de trabajo migraba crecientemente hacia Estados Unidos. Finalmente, el país terminó por “terciarizar” su estructura productiva y ocupacional, alentando los servicios informales y las actividades económicas ilícitas, que eufemísticamente se han combatido desde las esferas públicas por hace casi tres lustros.

En la causalidad de este proceso de terciarización, la política fiscal no ha estado ausente. En el primer caso, la recaudación impositiva siguió siendo engorrosa, casi para iniciados contables, centrada en los impuestos al consumo. Por el lado del gasto, una carretada de recursos extraordinarios fue devorada por una burocracia estéril, en tanto enfocó sus tareas, sin ton ni son, en la derrama de recursos públicos para paliar infructuosamente la pobreza.

Por otra parte, la política partidista y de acción gubernamental han rematado por configurar una visión y compromiso, lo cual significaría regresar a la reinstauración económica pre-Trump o a profundizar una política social que ha terminado por perpetuar la miseria y pobreza de la nación. Ambas pretensiones, a pesar del voluntarismo político, son imposibles de alcanzar. En el primer caso, porque Trump nos ha puesto frente al espejo de la realidad económica y productiva que fuimos absurdamente forjando en los pasados treinta años y, en el segundo, porque las arcas públicas están magras y lo seguirán estando por muchos años más.

Es tiempo de pensar y actuar de manera diferentes. Mientras más rápido lo hagamos y lo hagamos de manera ordenada, es factible que cambiemos positivamente la inercia que nos ha llevado a la pobreza y miseria nacional. Mientras mejor entendamos cómo opera el sistema económico y se dan los procesos sociales, mayormente será posible que tomemos medidas consecuentes de progreso y crecimiento. De otra manera, seguiremos en nuestros laberintos mentales y tribulaciones diarias sin entender por qué se obtienen los resultados no deseados y esperados que hemos tendido en los últimos seis lustros. La inercia actual de la nación no puede perpetuarse, ha sido hasta ahora un único camino evidente de fracaso, pobreza, miseria, acompañada de pereza intelectual y de acción pública.

La crisis dentro de la crisis y el Estado de la nación

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México vive una crisis dentro de la crisis. La crisis secular mexicana se inscribe hoy dentro de la crisis internacional. La crisis nacional se inició al menos hace 20 años, en tanto la crisis internacional actual se hizo evidente a partir de 2008.  Ambas crisis tienen un paralelismo político y social, siendo el hecho de que éste ha dejado de cumplir a la ciudadanía con el pacto social que le dio razón y justificación de ser.

Así, las políticas y acciones públicas seguidas nacionalmente han terminado por minar las bases mismas del estado y de sus instituciones. El Estado mexicano en la actualidad no garantiza plenamente la vida; la libertad, que es también la igualdad frente a la ley; el patrimonio y su lícito usufructo por parte de los ciudadanos; ni los derechos sociales de la ciudadanía que habían sido consagrados inicialmente en la constitucional federal.

Al amparo de una fallida reforma económica y social iniciada desde la década de los años ochenta, el Estado mexicano se fue desdibujando sistemáticamente, hasta llevar a la nación al límite de la resistencia del tejido social y a su evidente colapso económico. Desde su inicio, se asumió una visión y acción política unidimensional y unidireccional.

La primera significó reducir al Estado en su dimensión de protección del interés general y en la profundidad inicial de sus atribuciones constitucionales, especialmente para la atención y protección social de la ciudadanía. La segunda implicó una ciega y dogmáticamente política económica de más mercado y menos estado, apoyada fallidamente con una política social paliativa frente a sus consecuencias sobre el empleo y ocupación, reducción de los salarios reales y agudización de la inequidad en la distribución del ingreso.

Ante tal devenir, las acciones políticas institucionales han sido adversas al cambio y el régimen actual continúa asignado los males nacionales a los gobiernos de hace al menos seis lustros, como si el presente mexicano fuera la vigencia del pasado remoto y éste la definición del futuro inmediato. En ese mismo afán justificatorio, se ha insistido oficialmente en la urgencia de huir hacia el futuro, profundizando las medidas económicas iniciales con nuevas “reformas estructurales” que a todas luces parecieran no dar los frutos ofrecidos. En el mismo tenor, los sempiternos males nacionales han terminado por ser asignados a la crisis e incertidumbre internacional.

La huida hacia delante de la acción política ignora las evidencias sociales negativas de las políticas económicas vigentes, convirtiendo a la pobreza, el desempleo, la violencia social y la inseguridad, en un discurso funcional, electoralmente sometidos al régimen vigente y a los intereses de la partidocracia. Por lo que, ante el riesgo del colapso nacional, es necesario abordar de manera objetiva el análisis del derrotero de la nación.

Tal análisis debe llevar a plantear propuestas realistas para forjar un nuevo pacto social incluyente, tolerante, equitativo y simétrico en sus intereses y riesgos, para responder a los intereses y aspiraciones de los ciudadanos y dar paso al estado mexicano social y económicamente responsable del siglo XXI. Ello sólo puede ser logrado de manera democrática por la vía política y con un proceso electoral equitativo que atienda las aspiraciones de la ciudadanía.

Muchas pueden ser las divisas políticas y electorales próximas a ser planteadas y enarboladas, pero seguridad, justicia y progreso son el reclamo, sin duda, en todos los ámbitos del país, en cada rincón de la geografía nacional, para cada factor de la economía, para todo tipo de productor y consumidor, para la gran mayoría ciudadana. No menos, aunque puedan ser más las aspiraciones ciudadanas, pensando que el atender una crisis requiere diagnóstico pero también esperanzas y realismo.

La deuda “ilícita” y el “Bronco”

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Hoy a México le toca asumir si hay o no deuda pública “ilícita”. Tamaña bronca tendrán los prestamistas y acreedores.

 

Ciudad de México.- El llamado Bronco sacó a la palestra el termino financiero de deuda “licita”.  Concepto que habrá de generar muchos dolores de cabeza a acreedores y deudores. Pero fundamentalmente a la ciudadanía para que no se honre o pague aquella deuda que sea legítimamente “ilícita”. Situación que habrá de ser un tsunami más que habrán de enfrentar el gobierno federal y los de varios estados.

El Bronco, palabras más, palabras menos, dijo que sólo pagará la deuda “licita”. Con ese principio Ecuador, a principios del 2000, obtuvo una quita de su deuda pública y el Grupo de los Ocho, a mediados de esa década, canceló más de 30,000 millones de dólares de la deuda de los países pobres, como parte de Jubileo 2000 promovido particularmente por el Reino Unido. Iniciativa a la que, desde fines de los 90’s, México se opuso por el economista Zedillo.

Hoy a México le toca asumir si hay o no deuda pública “ilícita”. Tamaña bronca tendrán los prestamistas y acreedores.

Imagen: Internet
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Antonio Reyes Ph D.