La tierra de los espejos

La verdad detrás del síntoma

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La psicoterapia es un ejercicio arqueológico. Un viaje lleno de espejismos y fantasmas.  Un camino donde los síntomas son siempre máscaras de la verdadera fuente del malestar, del miedo, del dolor, de todo aquello que miramos de reojo con la esperanza de que, como nuestras sombras, vayan siempre unos pasos más atrás de nosotros y que no nos estorben demasiado.

Los síntomas son señales tanto físicas como emocionales que nos ofrecen distintas alternativas. Por un lado, podemos cerrar los ojos y apretar los dientes frente a ellos. Escapar y apostar a un supuesto coraje, aferrarnos a nuestras anteojeras (trabajo, adicciones, creencias de normalidad) y galopar desenfrenados para no vernos, ni mucho menos pensarnos a nosotros mismos.

Otro camino es perdernos en la angustia de la idea del control. Por sobre todo evitar sufrir, rebelarse frente al dolor. Pensar y obsesionarnos con nuestra supuesta capacidad de poder manejar lo que ocurre en nosotros y alrededor nuestro. Querer saberlo todo, entenderlo todo, que nada se nos vaya a escapar, que nadie nos vaya a abandonar. Y así, nos ahogamos en píldoras y respuestas cuidadosamente elaboradas; todo bien pensado, asegurado, entendido. Nos transformamos en una mente dispuesta a pagar lo que sea por una certeza.

sintoma del otro
Imagen: Toggl.

También está la alternativa del Otro, del supuesto saber del Otro. Siempre habrá Otro que sabrá más de mí que yo mismo. Madre, padre, médico, vidente, ser amado, confesor, ¿qué importa el nombre? ¿Quién necesita usar su intuición, su sabiduría, su instinto, si hay siempre Otro dispuesto a hacer el trabajo por mí? Otro a quien confiar mi vida, a quien culpar de mis decisiones y de mis derrotas y lo que es peor, darle el crédito por mis logros y triunfos. Otro con quien termine siendo uno. Otro que me acepte como parásito y que me cobre la renta puntualmente. Otro cuya desaparición signifique, en mi imaginación, mi fin, mi muerte, mi locura.

Desde luego también podemos encarar nuestros síntomas, escarbar y desenterrar lo que realmente esconden. Sumergirnos en nuestros miedos, dolores, deseos, rabias, sueños, prejuicios, vergüenzas y locura. Pararnos frente al espejo de la psicoterapia, abrir los ojos y tomar verdadera conciencia, al fin, de nuestra historia. Entender y aprender desde nuestro pasado, hacernos verdaderamente responsables de nuestras vidas con todo lo que esto conlleva. Dejar de escapar, de sobre intelectualizar, de apegarnos a ideas y esquemas ajenos. No tener seguridad alguna. En definitiva, ser libres, estar siempre dispuestos a perder, a pararnos y seguir luchando. 

Los síntomas son, entonces, la puerta para nuestra verdad.  ¿Y cuál es ésta?, bueno, eso es lo que cada uno debe descubrir de sí mismo.


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La levedad del odio

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Navegue usted, por estos días, por cualquier red social y lo encontrará allí, de cuerpo presente, exhibido sin pudor, sin caretas, validado por la masa, tolerado y normalizado en el discurso cotidiano, en frases grandilocuentes, reflexiones moralizantes, videos, fotos y memes “divertidos”. 

El odio convive entre nosotros, se ha enquistado en nuestras sociedades. Desde la xenofobia al machismo; del antisemitismo que revive en Europa a pasos agigantados, a la dictadura de lo “políticamente correcto” que declara odiar al que odia. Desde los animalistas a los independentistas, todos, absolutamente todos, declaran odiar algo o a alguien con la liviandad de quienes convenientemente eligen tener amnesia selectiva para así legitimar su posición.

Muchas veces la rabia y la ira surgen como respuestas legítimas y necesarias frente al abuso. Se trata de herramientas adaptativas para poner límites y enfrentar situaciones percibidas como inmerecidas. Cuando el dolor es abismal, la rabia puede convertirse en rencor y materializarse, frente a la percepción, objetiva o subjetiva, de falta de justicia, en venganza.

El enojo, en todas sus grados y manifestaciones retrata una emoción que surge de un hecho o de un conjunto de hechos causantes de daño moral, psíquico o físico. Pero el odio es otra entidad, se trata de un sentimiento individual o colectivo de rechazo, de repulsa, de aversión a una persona, un conjunto de individuos, un grupo social, una comunidad, una raza, una religión o una doctrina política. Quien odia desea arrasar a quien considera no su adversario, sino que su enemigo, a quien atribuye una pulsión equivalente hacia sí (“Aunque lo niegues, tú también me odias a mí”), estableciendo de ese modo la base para justificar y relativizar el deseo de aniquilación hacia el Otro

Por lo general, el que odia establece parámetros históricos y morales para sostener su posición, la que estructura desde el negacionismo. Esta postura, estrictamente consciente, que se esconde en discursos en apariencia tolerantes y empáticos, busca siempre normalizar el odio.

la levedad del odio
Ilustración: Chez Gertrud.

Detrás de una lógica muchas veces impecable y, sobre todo, desde una experiencia personal que generaliza una posición política y/o valórica, otorgándole una “verdad cierta”, por el hecho de haber sido experimentada por quien elabora la teoría en cuestión, el odio va, de la mano del negacionismo, construyendo una historia que empata vejámenes y sufrimientos para, así, justificar la búsqueda de justicia por la propia mano. Desde los pogromos, a la repulsa pública, el mecanismo psíquico que los sustenta es siempre el mismo; venganza e intolerancia unidas por los mismos eslabones de la más profunda miseria humana. 

El júbilo de las masas sea en estadios de fútbol, en las calles o en la web, potencia la idea de que hay una ideología, fe o proyecto salvador del dolor, injusticia o caos imperante. De ahí a que aparezca el caudillo oportunista que se apropie de la liviandad discursiva, del malestar generalizado, hay un paso breve. 

En teoría, quien nos debería proteger de las tentaciones de las respuestas fáciles que sustentan el populismo, es el propio saber, la capacidad de análisis y la memoria histórica. Idealmente el intelecto nos debería advertir, pero no es tan simple. 

El intelecto es una estructura que se construye a partir de la experiencia y de la reflexión; todo lo contrario, al sólo impulso libidinal que, a través de la percepción, establece como verdaderos y legítimos los anhelos y deseos que subyacen en el inconsciente y, a partir de ello, forma un discurso que los valida, otorgándoles verosimilitud y certidumbre. Se trata de una facultad para formarse una idea de la realidad, pero ¿es el intelecto una herramienta confiable?, ¿cómo dirimir si un acto reflexivo se basa sólo en percepciones o, efectivamente, es producto de un ejercicio complejo que es capaz de tomar en cuenta las distintas aristas que convergen en una situación determinada? Sin duda, la respuesta no es sencilla.

Cuando se adscribe a una supuesta “verdad”, el conocimiento se transforma en dogmatismo. Para enfrentar al absolutismo de la supuesta “razón” es necesario que la racionalidad esté siempre abierta a la duda y a la discusión, pero en estos tiempos de malestares globales, ¿quién está dispuesto a detenerse y cuestionar la legitimidad y validez de la propia queja?

En América Latina, en particular, la atmósfera caótica de los últimos meses ha sido terreno fértil para que la racionalidad se retire y el temor se instale. Hoy nos movemos entre el deseo de “lo que quiero que pase” y el miedo de “lo que no quiero que pase”. Estas dos pulsiones, como aspas de un rotor, en cuyo centro se ubican unas cada vez más precarizadas democracias, chocan a diario y han ido retroalimentando la intolerancia recíproca y potenciando el virus del odio que invade, con cada vez mayor frecuencia, las redes sociales, los discursos políticos y las calles de nuestras ciudades.

discurso de odio
Ilustración: Klawe Rzeczy.

Cuando se normalizan, en nombre de la reivindicación social y de los excluidos del sistema, conductas antidemocráticas, lo que en verdad se esconde detrás de ese acto es una lógica avasalladora: “si no todos pueden, nadie puede”. 

Se trata de una lógica muy primaria, donde el deseo se maquilla con una supuesta bondad y solidaridad, pero que, en realidad, no es más que una posición narcisista que, en nombre de la justicia, esconde el dolor, la rabia y la envidia que los “privilegios” del Otro generan. 

La envidia opera como una máscara del odio, un sentimiento que da pudor reconocer, pero que en Latinoamérica constituyen un rasgo de características estructurales de nuestras identidades; y así nos hemos ido llenando de demócratas muy sui generis:

1. Demócratas que califican de democracia a Cuba, China, Corea del Norte, Irán o Venezuela.
2. Demócratas que hablan en nombre de Dios.
3. Demócratas que protegen a los encapuchados que incendian, saquean y destruyen nuestras ciudades, en nombre de la democracia, la justicia y la dignidad.
4. Demócratas que aún justifican el atropello sistemático a los derechos humanos de la dictaduras que han asolado a nuestras naciones calificándolos como “lamentables excesos”.
5. Demócratas que se llenan la boca con la ecología, e incendian bosques como protesta hacia empresas forestales.
6. Demócratas que hablan en nombre del pueblo.
7. Demócratas que justifican los abusos amparados por las Iglesias de distintos credos, aduciendo que estos fueron cometidos por personas individuales.
8. Demócratas que piden democracia cuando no están en el poder y que actúan tiránicamente cuando son gobierno.

discurso del odio
Ilustración: Jarek Carstensen.

9. Demócratas que se declaran feministas, pero que maltratan a sus mujeres e hijas.
10. Demócratas puristas con las acciones de otros y autoindulgentes consigo mismos.
11. Demócratas que condenan la acción de la policía cuando ésta enfrenta al “pueblo”, pero que justifican su accionar cuando reprime a “contrarrevolucionarios”.
12. Demócratas que piden igualdad de derechos para ellos e infinitos deberes para lo demás.
13. Demócratas que ni estudian ni trabajan porque “el mundo es injusto” y se rehúsan a entrar en el sistema.
14. Demócratas que acusan de comunistas o fascistas a quienes no aceptan su idea de democracia.
15. Demócratas que consideran que el derecho de propiedad está por sobre al derecho a la vida.
16. Demócratas que protestan, pero que no votan.
17. Demócratas que quieren con una “hoja en blanco” para reescribir la historia, creyendo que así el pasado se borra y el futuro se transforma.

Estos son sólo algunos ejemplos de cómo la etiqueta “democrática” sirve para todo y, por lo tanto, puede banalizar incluso el rencor y el odio.

Las etiquetas generalistas son una de las formas más eficaces para que la amnesia selectiva impida el aprendizaje. Cuando una nación elije la inmolación de la memoria histórica, como una forma de dejar atrás su pasado y focalizarse en el futuro, compra tregua social y pierde la oportunidad de avanzar hacia una sociedad moderna, madura y consciente. Las “páginas en blanco” son tentadoras pero falaces, la responsabilidad personal y social debe descreer siempre de ellas. 

La levedad del odio se manifiesta de formas diversas entre nosotros. Vivimos tiempos de advertencia, confiemos en estar alerta y no permitir su reinado.


Nota: Adaptación del capítulo, del mismo nombre, del libro La revolución del malestar del autor.


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¿Podremos evitar la década del pánico?

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El año que vivimos en peligro dirigida por Guy Hamilton en 1982 recrea los días de la caída de Sukarno en Indonesia a mediados de la década de los sesenta. En ella un joven reportero tiene la oportunidad de su vida para cubrir eventos que se suceden vertiginosamente, en medio de una intriga política compleja en la que diversos vectores tanto tácitos, como explícitos confluyen, dejando en evidencia crueldad, traición y miseria humana. Así y todo, pequeños gestos de los protagonistas apaciguan el dolor y la muerte reinante; y aunque no alcanzan para evitar el derrumbe, en ellos aparece un profundo instinto de supervivencia que logra sobreponerse a casi todo y, así, salir adelante.

El miedo, al igual que el dolor, opera como un agente a veces incómodo y otras muchas como un aviso, un signo de que algo no anda bien y que debemos estar alertas, despiertos y lúcidos para escuchar con atención a nuestro cuerpo y a nuestro entorno. Como buenos mamíferos, los seres humanos contamos en nuestro cerebro con altos mecanismos de conservación y adaptación heredados de miles de años experimentando ciclos de bonanza y precariedad. Glaciaciones, revoluciones, guerras, erupciones, plagas, dictaduras, hambrunas y una larga lista de padecimientos, conviven en nuestra memoria libidinal en una articulación con la temporalidad de ciclos más plácidos de vacas gordas, cosechas abundantes, grandes avances tecnológicos y científicos, prosperidad económica, paz social, creatividad, renacimientos y percepción de control del entorno. En otras palabras, en nuestro inconsciente habitan profundas huellas de tiempos estables y otros de gran incertidumbre.

mundo en llamas
Ilustración: Ryan Waddon.

Ahora poco sabemos acerca de lo que nos espera. Nuestro estado psíquico, casi permanente, es la duda, la pregunta: ¿cuándo termina todo esto, cuánto falta?, ¿cómo lo haremos?, ¿cómo será el mañana? Y en lugar de llenarnos de expectativas que nos den esperanza, nos encontramos alerta, con los sentidos vueltos hacia el exterior, tratando de oler, escuchar y ver a tiempo, tal como lo hicieron tantas veces nuestros antepasados, amenazas reales e imaginarias.

Buscamos mecanismos de control por todas partes y, mientras más intensamente lo hacemos, mas nos atemorizamos. Cada bocanada de duda, de desasosiego, nos insufla más y más miedo, angustia y sensación de desamparo. Y, no, no se ve luz al final del túnel en el corto plazo; de la pandemia, nos iremos a la crisis económica, de ella a la de la política, a la pobreza, al desempleo, a la inseguridad, la violencia, la delincuencia, la intolerancia, la xenofobia y el populismo. Entonces, ¿cómo lo hacemos?, ¿cómo evitamos una probable década de dolor y pánico? La respuesta puede sorprender: evitando el miedo al miedo.

Aunque nos cueste creerlo tenemos herramientas para salir adelante. En nuestros genes y memoria ancestral reposan cientos de años de valentía, perseverancia y adaptabilidad, capacidad creadora y fuerza, infinita fuerza a la que podemos echar mano en estos tiempos. No podremos saltarnos ninguna de las crisis, ni desafíos que tenemos por delante, tampoco podremos evitar sentir miedo; pero podemos y debemos “echarnos al hombro” nuestra dudas y temores y confiar, eso, leyó usted bien, confiar.

decada panico
Ilusración: Beppe Giacobbe.

La confianza es una elección, que, a diferencia de la fe, no es un don, sino una opción consciente, una apuesta por uno mismo y por los demás. Se trata del convencimiento, asociado a una alta capacidad de esfuerzo, de que cada uno de nosotros será capaz de construir respuestas y soluciones que nos permitan volver a territorio seguro. De ésta salimos juntos o no salimos, se dice con frecuencia por estos días; probablemente sea cierto, tal vez sea bueno dejar de lado por un rato el individualismo, que también nos es necesario, y darle una nueva oportunidad a la reciprocidad. Tal vez nos evitemos la década del pánico y cuando miremos atrás la veamos como ese periodo áspero y complejo en el que nos reinventamos, como tantas veces, y nos hicimos un poco mejor personas.

En definitiva, después de todo, como en El año que vivimos en peligro, redescubramos que “el amor es, acaso, la única utopía que nos va quedando” pero por la que bien vale la pena dejar de temer tanto y ponerse a trabajar.


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Libros hasta las nubes

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¿Por qué leemos hoy menos que antes?, ¿será un problema educacional, de falta de hábito?, ¿o tendrá que ver con nuestra dificultad para soportar la incertidumbre? 

Annemarie Schwarzenbach, a quien Thomas Mann describía como el “ángel devastado”, fue una viajera en búsqueda permanente de un lugar en el mundo que la hiciera sentir que había llegado a casa. Cada aventura que emprendía fue un intento por alcanzar la paz mental y entender, sobre todo entender, lo que le ocurría, el por qué de su desasosiego y profundo malestar subyacente. Ella pertenece al linaje de los seres humanos que conocen la intemperie emocional desde siempre. Se trata de un grupo enorme de personas que casi al mismo tiempo que comienza a caminar y a hablar, percibe que hay algo que los supera, que, aunque no lo pueden definir, ni nombrar siquiera, los impulsa a ir al encuentro de un espacio psíquico que les haga sentir que encajan en el mundo.

fuera de lugar
Imagen: Wattpad.

Raros o especiales, así es como nos sentimos cuando nos vemos como diferentes. Si la interpretación que hacemos es negativa, inmediatamente nos sentimos parte del primer grupo; si por el contrario creemos tener algún atributo que consideramos particularmente positivo, nuestro pecho y ego se inflan y nos ubicamos en un peldaño por sobre lo que consideramos, con cierto desdén, la mayoría.

Más allá de la forma en que nuestra psique intente amoldarse a los parámetros de la supuesta normalidad que nos gobiernan, lo cierto es que en cada uno de nosotros conviven siempre dimensiones de rareza y especialidad. Lo mismo ocurre con los vergonzosos y los culposos; los primeros consideran que en ellos hay algo disfuncional, distinto, que les impide ser en verdad felices; en tanto que los culposos saben que en ellos habita la falta (el viejo pecado) y temen que si los demás lo descubren no los aceptarán, ni mucho menos querrán. Y así de vergüenza en rareza, de culpa en unicidad, nos la pasamos buena parte de la vida intentando dar con un locus amoenus, un lugar tangible o mental en el que podamos sentirnos seguros y plenos.

Caminos para intentar resolver el acertijo existencial hay sin duda muchos. La filosofía y la psicología pueden hacer que la búsqueda sea menos áspera, como así también las ciencias exactas nos pueden ayudar a precisar de mejor manera la magnitud de lo que queremos entender y resolver, entregándonos fórmulas y métodos para explorar los espacios materiales e inmateriales. Por otra parte, el arte, y la literatura en particular, siempre entregan respuestas, aunque no necesariamente soluciones, para aquello que nos incomoda o aflige. 

respuesta en los libros
Imagen: Karen Holmes.

Pero hoy, en la era de la inmediatez y del presentismo, no resulta fácil tener la capacidad reflexiva y darse el tiempo para aprender que la espera y la demora también son parte del aprendizaje y de la comprensión profunda. 

Entonces, ¿qué hacer para llenar el vacío, el hastío crónico, que inunda a media humanidad? ¿Dónde encontrar la calma y sobre todo el sentido que tanto se necesita por estos días de incertidumbre sanitaria, económica y política? No conozco una salida única y mucho menos segura para salir de este laberinto; sin embargo, tengo la experiencia de haber crecido en una casa con “libros hasta las nubes”. Una Torre de Babel de veinticinco mil volúmenes y seis mil revistas, de conocimiento, lenguas y disciplinas diversas; entre sus paredes aprendí a que zambullirse en las ideas abre y cierra puertas, permite deslumbrarse, enseña a contradecirse y, sobre todo, ayuda a mantener la esperanza y la cordura en los momentos más duros de la existencia. Los libros regalan palabras y amplían nuestro repertorio imaginativo y psíquico; a mayor lenguaje más posibilidades de explicar y entender aquello que nos estremece y asombra.

Annemarie Schwarzenbach esa viajera atormentada que buscaba contestación y contención a sus temores y dolores escribió: “¿Terrible incertidumbre? Terrible sólo mientras no podamos mirarla a los ojos”. Sin duda, es en los libros donde podemos mirarnos a nosotros mismos, profundamente, a los ojos.


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El placer de las ciudades

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En tiempos de anormalidad bien vale la pena recordar e imaginar. Se sube usted entonces a la máquina del tiempo y comienza a volar hacia atrás y hacia adelante en búsqueda de mejores momentos, instantes más livianos y libres que aquellos por los que transita hoy.

Lunes, después de desayunar en el magnífico Buvette huevos pochados, tostadas con salmón y yogurt picante, una copa de champagne y un magnifico café doble, se va usted por Grove Street para empezar un largo paseo matinal por el West Village. Recorre las pequeñas calles del barrio, no necesita un mapa, se deja llevar por el colorido de las casas, explora las galerías de arte y las boutiques que florecen por todas partes.  Se zambulle en el corazón de la comunidad LGBT; pasa por la Jefferson Market Library y luego mientras se come un helado que compró en Magnolia Bakery, se va tranquilamente, perdiendo el tiempo, gozosamente, hacia Chelsea. Horas después, el viejo Montreal le abre sus puertas; sus calles zigzagueantes lo llevan hasta la orilla del río San Lorenzo donde toma una bicicleta y se va pedaleando hasta el Mont-Royal para, después de pasear por sus senderos y admirar la ciudad desde las alturas, se sienta entre varios cientos de personas a ver una obra de Shakespeare que se representa esa tarde allí, al aire libre. A la noche el restaurante Damas lo deslumbra con sus sabores sirios acompañados de buen vino francés.

placer de las ciudades
Ilustración: Ale Giorgini.

Como casi siempre, está nublada Lima este martes. Callejea sin rumbo por Barranco, las buganvilias de todas las tonalidades caen por los muros de piedra y juegan con las puertas de distintos colores. Aguanta la respiración, cruza el Puente de los suspiros, pide el deseo de rigor y llega a Dédalo a sorprenderse con sus joyas, artesanías y muebles; se toma un café de aroma intenso en el patio de atrás y continua su camino en busca del mar. El almuerzo es un festín de sabores en la Rosa Naútica; luego del pisco sour catedral, el arroz negro con langostinos, los ceviches y los postres lo empujan a la calle con nueva energía para gozar con los sonidos y voces de La Paz y su Mercado de Brujas.  Llega la puesta de sol, usted se va caminando por La Rambla de Montevideo, tomando mate, al tiempo que los tambores de candombe lo invitan a bailar imaginando el “chivito” con el que terminará el día.

Miércoles en Sao Paulo, los millones de corazones que laten en la ciudad se sienten, pero en Vila Madalena el tiempo tiene un ritmo distinto. Cientos de artistas muestran sus trabajos en cada esquina y recodo; la música es una banda sonora permanente que no molesta, sino que muy por el contrario da ritmo a todo lo que allí se exhibe. Rato después en el Mercado Municipal se devora un sándwich de mortadela gigante (el más famoso de la ciudad) bañado por una mostaza picante impactante, no sólo por su sabor, sino porque su efecto, que, como un rayo, se abre camino desde su boca hasta su cerebro. Afortunadamente tiene una cerveza muy helada a mano que le permite animarse a uno y otro y otro bocado. Llueve ligeramente en Quito hoy en la tarde, pero eso no impide que llegue al Cerro del Panecillo a ver desde la altura su Centro Histórico, para luego irse por la Calle de la Ronda conversando de todo y de nada, recordando otras caminatas que ha hecho, por ejemplo, por Guadalajara, lo que le permitió llegar por casualidad esa tarde de diciembre, después de visitar la FIL, a La Fuente, la cantina con los mejores tacos de lengua que podrá comer en su vida acompañados de tantos tequilas que el resto del menú quedará guardado en un delicioso y nebuloso rincón de su memoria.

Río de Janeiro, pintura, acuarela
Río de Janeiro (Pinterest).

En Santiago de Chile, nadie se pierde nunca ya que la cordillera de Los Andes lo acompaña a usted de norte a sur, siempre. No importa el punto de la ciudad en la que se encuentre, las montañas están ahí, donde se vayan sus ojos. Hoy jueves, va usted caminando por el Barrio Lastarria, sube luego por Providencia hasta llegar al restaurante Liguria y se da cuenta que ha llegado al paraíso si es que le gustan la historias de amor atormentadas y las buenas discusiones políticas acompañadas de los mejores sándwich, los que en este país son una institución nacional.  Chemilico, Chacarero, Barros Luco, de Mechada, Barros Jarpa, Ave palta…, pensará usted que necesita un diccionario, pero rápidamente se dará cuenta que lo mejor es probarlos todos mientras el carmenere hace de las suyas.  Casi sin darse cuenta está ahora en Bogotá en La Candelaria admirando el arte urbano, luego de haber visitado el Museo del Oro, que lo ha dejado boquiabierto tal como lo hará el Museo Antropológico de Ciudad de México cuando lo visite este sábado.  El realismo mágico existe y se vive en Andrés carne de res, la locura de un continente ebulle allí entre arepas, bandejas paisas, ballenatos y cumbia, todo muy bien hidratado con ron y cerveza.

vista de Quito, Ecuador
“Vista de Quito” de Germán Pavón (flick).

Hoy es viernes en Buenos Aires y su cuerpo lo sabe. Pasa la mañana de librería en librería, visita Libros del Pasaje, Clásica y Moderna, El Ateneo y Cúspide; cada cierto rato charla con amigos y desconocidos en los pequeños cafés que quedan por allí, las medialunas y facturas desfilan frente a usted, al igual que capuchinos, cortados y americanos. Sabana Grande en Caracas lo invita a caminar en el tiempo, en búsqueda de la arquitectura moderna del siglo XX venezolano, come una barquilla de chocolate y luego se marcha a refrescarse al Parque Los Chorros y pasea, simplemente pasea por la naturaleza y el agua. Entonces, cayendo la tarde, usted pasa por La Habana y se va directo al Floridita y después de cargar “combustible” en la “cuna del daiquirí”, sale por la calle Obispo y redescubre las callejuelas de La Habana Vieja a ritmo de son, dejando que la brisa tibia de la tarde le alegre el corazón y lo deposite a la noche nuevamente en Buenos Aires para cerrar el viernes en Misheguene celebrando un Shabat gastronómico inolvidable, allí, en pleno Palermo, mientras los mozos bailan y cantan, usted devora Bureka de hongos y huevo, Guefiltefish, Meorav yerushalmi, muy bien aterciopelados con malbec.

buenos aires, ilustracion
Buenos aires de noche (Pinterest).

Bazar del sábado en Ciudad de México, Plaza San Jacinto, todos los colores, todas las voces, el sol de la mañana, las artesanía, las joyas, el laberinto de pequeñas tiendas, los mazahuas que bordan estrellas y sueños en sus paños blancos, un poco más allá pintores y músicos exponen su arte en las calles empedradas, niños comiendo tortas de jamón y tomando agua de jamaica. Sale luego por Galeana y luego Magnolia hasta llegar al San Ángel Inn donde lo esperan Escamoles a la mantequilla y Huachinango a la veracruzana. Reposa los tequilas en la terraza, contemplando el jardín; ya con renovado entusiasmo parte al Museo Antropológico a reencontrarse con el origen de todos nosotros. Por la noche mientras camina frente a la playa en Copacabana, mira la luna en Río de Janeiro y piensa en rematar la semana explorando las calles de San Juan o de Ciudad de Panamá.

Es domingo, sea en Chicago, San José, Córdova, Monterrey, Viña del Mar o Ciudad de Guatemala, usted comienza a tararear “vagando por las calles, mirando la gente pasar el extraño del pelo largo sin preocupaciones va” y se pierde en el placer cotidiano que vive en nuestras ciudades.

paseando por las ciudades del mundo
Ilustración: Behance.

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Ilusiones continuas

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¿Reconstruir o construir? Las naciones como los individuos, cada cierto tiempo, entran en profundas crisis que remecen cimientos institucionales y psíquicos. Y luego, pasado el remolino que ha sacado a la luz todo lo que, cuidadosamente, fuimos postergando enfrentar hasta que se nos desbordó por todos los costados, aparece la pregunta: y ahora, ¿cómo seguimos?

Por lo general, racionalmente se tienen respuestas, pero emocionalmente sólo confusión. En esos momentos nadie quiere problemas sino soluciones, y, desde luego, que éstas sean rápidas y sencillas. Dado que no queremos que pase lo que está pasando, y no hay nada que pueda evitar que nuestras alcantarillas sociales y personales se hayan colapsado, dejando que todo lo que por ellas estaba contenido corra frente a nuestros ojos, no nos queda más que un recurso: la esperanza personal y la utopía colectiva. 

regreso a la nueva realidad
Ilustración: Mix Interiors

Entonces, ahora, ya estamos en el siglo XXI y es el año 2020. El huracán Covid-19 se pasea por todo el planeta, abriendo grietas políticas y económicas, dejando a sociedades y personas a la intemperie; desenmascarando precariedades y evidenciando todas las falencias de lo que habíamos edificado con desprolijo esmero, postergando hacernos cargo de todas las grietas que sabíamos iban quedando por el camino, porque ¿para qué hacernos cargo hoy de lo que siempre se podrá resolver o, idealmente, olvidar mañana?

Aspirar a un mejor devenir es una posición psíquica tan inherente al ser humano, como el miedo a la desestructuración. La búsqueda del camino fácil no es un error en sí mismo. Si todos somos, como en Continuidad de los parques, lectores y protagonistas de cada una de nuestras tragedias, por qué no apostar a estar arrellanados en el sillón de felpa verde, antes que en alerta permanente a cada una de las consecuencias de nuestras acciones.

Las esperanzas como las utopías, nos son necesarias; sin ellas difícilmente podríamos tolerar la cotidianidad. Pero la falta de juicio de realidad es otra cosa. Las ilusiones, con sus alucinaciones y distorsiones derivadas, se encuentran en un plano muy diferente al de los lúcidos sueños individuales y colectivos. Con plena consciencia de desamparo, contemplando el abismo incluso, no tenemos por qué dejar de tener esperanzas. Cosa distinta es la delusión, la distorsión funcional a la fuga de aquello que nos duele o incomoda.

nueva realidad
Ilustración: Tracy J. Lee.

Entonces, ¿reconstruir o construir?, qué camino tomaremos para enfrentar no la “nueva normalidad”, sino la nueva realidad que se planta frente a nosotros. Sabiendo que nos esperan jornadas magníficas, llenas de desafíos y oportunidades, como así también plenas de incertidumbre, caos y dolor, la decisión no nos será fácil. La comodidad y el pragmatismo simple serán una opción siempre tentadora; la motivación cortoplacista, la tregua social y la postergación del problema son una práctica que conocemos de memoria. Por otra parte, la negociación compleja, el compromiso, la planificación, los grandes pactos sociales y la responsabilidad individual nos son prácticas comunitarias y posiciones psíquicas individuales particularmente ajenas desde hace ya demasiado tiempo.

Cambio y oportunidad. A lo primero estamos condenados, ya veremos si tenemos el coraje para tomar la segunda. Mientras tanto, en estos tiempos, más que nunca, hay que estar despiertos cuando se sueña.


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Frívolos y tercos

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Vivimos tiempos políticamente correctos, tiempos plagados de frivolidad y terquedad.  Hace unas semanas HBO respondió a los vientos y tempestades de las redes sociales censurando y des-censurando en unos pocos días a “Lo que el viento se llevó”; salomónicamente zanjó su contradicción con una explicación que intenta dejar a todos felices: “un drama épico de 1939 que debe verse en su forma original, contextualizarse y debatirse”. Tiempo después, intelectuales del mundo redactan la carta sobre “justicia y debate abierto” en la que hacen un llamado a la tolerancia; se trata de un ejercicio de igual impacto que el de un Papa orando por la paz en la Plaza de San Pedro. Todo esto mientras diversos movimientos de iluminados asolan estatuas y monumentos por el mundo, gritando y cantando mantras de igualitarismo, justicia y dignidad; declarando, simultáneamente, que hoy es tiempo de revancha y reivindicación. 

La lógica de este nuevo puritanismo es sencilla: si no se puede con la historia se derriba sus símbolos. Si no se está dispuesto a dialogar, ni mucho menos a confrontar posiciones, se denuesta al adversario, se le convierte en enemigo, se le estigmatiza y se le enviste con todos los atributos que la masa considere políticamente incorrectos. Todo esto, desde luego, en nombre de la inclusión y la democracia. 

tiempos frivolos y tercos
Ilustración: Augusto Zambonato.

En 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Karl Popper en La paradoja de la tolerancia ya nos lo advertía: para mantener una sociedad tolerante, la sociedad tiene que ser intolerante con la intolerancia. 

No se trata aquí de defender al racismo o la brutalidad policial, la defensa de los derechos humanos no tiene matices. Pero así también, la democracia liberal tiene el deber de mantener el orden público e institucional y debe siempre protegerse de todo totalitarismo. La mejor forma para ello es aprender con memoria; no olvidar es la única forma de evitar caer en los mismos errores y horrores que nuestras sociedades han cometido en el pasado. 

La historia no se puede cambiar, pero se puede estudiar, analizar, interpretar y comprender. Desde luego, ello no se hace en un quirófano aséptico, muy por el contrario, los hechos se enfrentan con ideología y argumentos, con posturas claras puestas sobre la mesa, arriesgado incomodar y hasta provocar. 

nacionalismo
Ilustración: Alexandra España.

Vivimos tiempos de frivolidad y de banalización de la política; tiempos de terquedad y oscurantismo reflexivo. En nombre de la tolerancia hemos ido transando diálogo y rigor intelectual, permitiendo que se instale entre nosotros el temor y su silencio cómplice. Decimos cada vez con más cuidado lo que en verdad pensamos, medimos palabra e intención y transamos, en nombre de la corrección social transamos, acumulando, al mismo tiempo, cada vez más cansancio, desconfianza y frustración. De ese ensimismamiento al encandilamiento por un discurso populista hay un mínimo paso.

El estalinismo y el nazismo, disfrazados de ideas de inclusión, tolerancia y buenismo nos soplan en las orejas; nosotros, mientras tanto, asentimos y callamos. 

Memoria e historia corren por caminos distintos, pero inevitablemente paralelos, entrecruzando siempre ecos de un lado a otro. Como ya se dijo, el olvido es el gran enemigo del aprendizaje. 


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“Sólo alguien que está bien preparado tiene la oportunidad de improvisar “, escribe el gran Ingmar Bergman en La linterna mágica, su autobiografía.  

Aparentemente la improvisación surge del apremio, del acorralamiento. De pronto encontramos que el camino que transitábamos termina y, ante nosotros, aparece indistintamente el precipicio o el punto de partida de nuevas rutas. La percepción del lugar en el que nos encontramos dependerá de la forma en que interpretemos ese punto de inflexión. 

Por otra parte, los mecanismos con base a los cuales tomamos una opción en particular son diversos.  Los momentos de profunda decisión raramente surgen del azar.  Siempre hay algo previo en nosotros; una pulsión que se ha ido movilizando, a tientas, intuitiva e inconscientemente mucho antes del momento en que elegimos qué haremos.  

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Ilustración-Marco Melgrati.

La forma en que decidimos surge, a veces, desde la desesperación, no del conflicto mismo, sino de la falta de lucidez que nos podría haber permitido estar preparados para lo que nos ocurre.  En otras oportunidades la decisión se toma por descarte, por hastío incluso, sabemos cómo terminará aquello por lo que optamos, pero insistimos en seguir en la misma lógica, “más vale diablo conocido que diablo por conocer” nos decimos y nos mantenemos en la comodidad de la molestia cotidiana.

Decidimos por miedo, rabia y cansancio. También lo hacemos por la tentación de lo que se nos ofrece, por el entusiasmo del momento y porque confundimos deseo con necesidad. Decidimos porque lo que se nos presenta coincide con lo que creemos normal, natural y justo para nuestros intereses; actuamos en base a ello porque pensamos que el poder hacerlo es un acto de libertad e incluso de emancipación.   

Toda posibilidad es una oportunidad y toda decisión es un acto político.  Psicología y política conviven en nuestra cotidianidad de manera mucho más frecuente que la que aceptamos. 

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Ilustración: Scientific American.

Desde siempre, hemos adaptado nuestra ideología a nuestras decisiones y las mismas han ido definiendo nuestro sistema de creencias. Votar, optar, definir, sufragar, elegir, todas las conjugaciones de esos verbos implican un teórico proceso reflexivo. El problema radica entonces, no en la ausencia de un proceso introspectivo y hasta analítico, no, el problema es otro. 

La dificultad mayor de nuestra forma de decidir es que lo hacemos sesgada e ideológicamente; confiamos en nuestra capacidad de objetivar el problema y olvidamos que todos nuestros mecanismos de juicio se sostienen en nuestra experiencia y formación cultural previa.  Pensamos con base a aquello a lo que nos dedicamos y terminamos creyendo que la forma correcta de entender un problema es utilizando los conceptos y herramientas comprensivas con las que enfrentamos nuestra cotidianidad. Es decir, querámoslo o no, estamos condicionados por el discurso que ha justificado todo aquello por lo que hemos optado antes.  

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Ilustración: Marco Melgrati.

La ecuanimidad es un atributo muy complejo de alcanzar, es más, no está del todo claro que ello sea posible. Lo que sí se puede y se debería exigir de cada uno de nosotros es que desconfiáramos, ante todo, de todos nosotros mismos, de nuestras parcialidades, de nuestra zona de confort. Que avanzáramos hacia la responsabilidad que supone abrir el horizonte de nuestra experiencia y nos atreviéramos, antes de elegir, a integrar a nuestro discurso elementos que nos generarán duda y disconfort. No nos debería sorprender que lo optado fuera lo mismo que hubiéramos acometido sin el ejercicio previo.  Pero tal vez, sólo tal vez, integraríamos un pequeño matiz a nuestro análisis, el que permitiría abrir nuestra mente a nuevas ideas y perspectivas que podrían, con algo de necesario desasosiego, sacarnos de los habituales esquemas desiderativos que gobiernan nuestras decisiones.

Muchas veces creemos decidir, cuando en realidad lo que hacemos es improvisar.  Lo hacen nuestros gobiernos y lo hacemos los ciudadanos y, a diferencia de Bergman, rara vez estamos preparados.


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