La psicoterapia es un ejercicio arqueológico. Un viaje lleno de espejismos y fantasmas. Un camino donde los síntomas son siempre máscaras de la verdadera fuente del malestar, del miedo, del dolor, de todo aquello que miramos de reojo con la esperanza de que, como nuestras sombras, vayan siempre unos pasos más atrás de nosotros y que no nos estorben demasiado.
Los síntomas son señales tanto físicas como emocionales que nos ofrecen distintas alternativas. Por un lado, podemos cerrar los ojos y apretar los dientes frente a ellos. Escapar y apostar a un supuesto coraje, aferrarnos a nuestras anteojeras (trabajo, adicciones, creencias de normalidad) y galopar desenfrenados para no vernos, ni mucho menos pensarnos a nosotros mismos.
Otro camino es perdernos en la angustia de la idea del control. Por sobre todo evitar sufrir, rebelarse frente al dolor. Pensar y obsesionarnos con nuestra supuesta capacidad de poder manejar lo que ocurre en nosotros y alrededor nuestro. Querer saberlo todo, entenderlo todo, que nada se nos vaya a escapar, que nadie nos vaya a abandonar. Y así, nos ahogamos en píldoras y respuestas cuidadosamente elaboradas; todo bien pensado, asegurado, entendido. Nos transformamos en una mente dispuesta a pagar lo que sea por una certeza.
También está la alternativa del Otro, del supuesto saber del Otro. Siempre habrá Otro que sabrá más de mí que yo mismo. Madre, padre, médico, vidente, ser amado, confesor, ¿qué importa el nombre? ¿Quién necesita usar su intuición, su sabiduría, su instinto, si hay siempre Otro dispuesto a hacer el trabajo por mí? Otro a quien confiar mi vida, a quien culpar de mis decisiones y de mis derrotas y lo que es peor, darle el crédito por mis logros y triunfos. Otro con quien termine siendo uno. Otro que me acepte como parásito y que me cobre la renta puntualmente. Otro cuya desaparición signifique, en mi imaginación, mi fin, mi muerte, mi locura.
Desde luego también podemos encarar nuestros síntomas, escarbar y desenterrar lo que realmente esconden. Sumergirnos en nuestros miedos, dolores, deseos, rabias, sueños, prejuicios, vergüenzas y locura. Pararnos frente al espejo de la psicoterapia, abrir los ojos y tomar verdadera conciencia, al fin, de nuestra historia. Entender y aprender desde nuestro pasado, hacernos verdaderamente responsables de nuestras vidas con todo lo que esto conlleva. Dejar de escapar, de sobre intelectualizar, de apegarnos a ideas y esquemas ajenos. No tener seguridad alguna. En definitiva, ser libres, estar siempre dispuestos a perder, a pararnos y seguir luchando.
Los síntomas son, entonces, la puerta para nuestra verdad. ¿Y cuál es ésta?, bueno, eso es lo que cada uno debe descubrir de sí mismo.
También te puede interesar: La levedad del odio.