La tierra de los espejos

Confesiones de invierno

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Es invierno en el cono sur de América y las cosas no están particularmente soleadas en estas latitudes, hace frío, llueve y hasta nieva. Llevamos meses de cuarentena, el cansancio y la incertidumbre no son una moda, son un estado mental que se ha instalado en nosotros en forma permanente. Cada cierto tiempo, en todo caso, miramos, con no poca envidia, lo que ocurre en Europa, Asia y en algunos países de Oceanía; aspiramos a estar como ellos luego, y cruzamos los dedos. Le pedimos a cuanta deidad que conozcamos que esto termine de una vez, que el invierno emocional en que estamos pase pronto.

Y mientras la pandemia y sus secuelas cotidianas nos distraen, el populismo se nos cuela por las rendijas; lo hace en nombre de los desposeídos de siempre y de la clase media que pende de un hilo. Presidentes y políticos hacen de las suyas, venden soluciones rápidas, vacunas exprés, bonos y subsidios varios, rebajas de impuestos, planes de empleo de urgencia, endeudamiento infinito del Estado y de los ahorros de todos nosotros. 

Promesas. América Latina es la eterna tierra prometida, por todos y para todos. Tierra de derechos vociferantes y deberes escasos. “Ahora será distinto”, nos lo aseguran, ¿habrá dicho eso alguien en el pasado? “Gobernaremos para todos, como nunca antes se ha hecho.” “Esta vez sí haremos el cambio que nuestra patria necesita.”

planeta Tierra y covid-19
Imagen: Cadena Ser.

A falta de coherencia siempre es buena la patria, el nacionalismo ramplón, el discurso fácil, la oferta, la ganga populista.  De izquierda o derecha, a ritmo de bolero, salsa, tango, ranchera, reguetón, balada, samba, joropo, cueca, vals o merengue, el discurso populista se prepara, una vez más, para hacer bailar hasta reventar a nuestro continente.

¿Hay escape?, desde luego que sí, ¿estamos dispuestos a hacer algo para evitarlo?  Ésa es la parte compleja de la ecuación política, sociológica, psicológica y cultural a la que nos enfrentamos. 

Tenemos puesto los ojos en la economía y en la salud pública, y está bien que así sea, pero no por eso debemos descuidar el mañana. Si nos seguimos dedicando sólo a paliar la crisis actual, si nos quedamos en este filamento del tiempo llamado presente y nos seguimos negando a aprender del pasado y a pensar y planificar el futuro, inevitablemente seguiremos siendo el espejismo que nos hemos vendido durante cientos de años. 

coronavirus, desesperacion

Sinceremos las cosas, es más, confesemos un par de verdades: en política nada es gratis y en psicología tampoco. Los verdaderos cambios, la madurez se construye con coraje, generosidad, imaginación y, sobre todo, rigor.  Responsabilidad personal y coherencia, esos atributos tan escasos por estas tierras, ¿sabrá alguien dónde conseguirlos pronto?

Es invierno en el sur del planeta, los árboles no tienen hojas, los días son cortos y las noches largas. Encerrados, ensimismados y asustados, muchos le piden a Dios, y otros a “papá” Estado que los saque de esto rápido, en forma fácil y, desde luego, sin dolor. Lo que casi todos olvidan es que no hay prácticamente ninguna tradición religiosa ni política que no opere con una lógica muy particular de reciprocidad.  Ya Sui Generis lo cantaba con desgarradora lucidez hace 47 años: “Dios es un empleado en un mostrador, da para recibir”.


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La música hace bien. La sonoridad organizada, ese conjunto de notas y silencios que laten con una aritmética rítmica; que escuchamos con los oídos, sentimos en la piel, vemos como ráfagas de colores y, sobre todo, hace viajar a nuestro cerebro en el tiempo a una velocidad sólo equivalente a la del olfato cuando, en un microsegundo de aroma, destapa una escena perdida en nuestra memoria.

La música nos hace cantar, bailar, entristecernos, soñar despiertos y alegrarnos. Nos da energía, nos apacigua, nos induce al descanso, nos erotiza, acelera, incomoda, cansa y hace de puente afectivo con el cine, la danza y la literatura.

 Algunos tienen la suerte de poseer el talento y la disciplina para interpretarla y otros, más afortunados aun, poseen el don de componerla. Nosotros, la mayoría tal vez, no podemos hacer nada de eso, pero sin duda, tenemos un privilegio mayor, podemos elegir qué escuchar y, en esa búsqueda, encontrar el género del cual enamorarnos. Claro, como en casi todos los otros ámbitos de la vida, la fidelidad aquí también es difícil; la promiscuidad auditiva es una tentación permanente, el enamoramiento sucesivo se repite en forma cíclica. Hay amores tempranos y otros tardíos; descubrimiento permanente de nuevos subgéneros que hacen replantearse el por qué nos demoramos tanto en encontrar ese sonido único, esa voz, ese intérprete o ese compositor. Pasamos horas de horas escuchando y cantando una canción, tarareando una estrofa, moviendo nuestros dedos, repitiendo un acorde en el aire, buscando la tecla, el tambor o la cuerda imaginaria y pulsando nuestro estado de ánimo sobre ella.

gracias por la musica
Ilustración: MUTI.

El soporte importa muchísimo también. No es lo mismo la radio, el vinilo, el cassette, que el reproductor digital, el iTunes o Spotify, que, pese a todos sus intentos, jamás podrán “adivinar” lo que nuestra mente y corazón necesita escuchar, bailar o cantar.

Nos ponemos auriculares y nos dejamos llevar por la música. Abrimos las ventanas y nuestra canción se va de viaje a esos lugares que hoy no podemos visitar, nos vamos con ella, el cuerpo se mueve, estabiliza o queda quieto esperando que las notas, como una segunda piel nos cubran y protejan del presente. 

Una melodía hace que el pasado se vea y entienda de mejor forma, otra nos obliga a enfrentarlo con toda su intemperie y dolor, ésa otra nos vuelve a ese tiempo en que fuimos profundamente felices.   

Hay sonidos que nos dejan de pronto en el futuro, en un lugar maravilloso, nuevo, lleno de “normalidad”; de un momento a otro estamos rodeados de cientos, de miles de gargantas que cantan con nosotros, que celebran el triunfo de la vida.

viaje por la musica
Ilustración: Brad Cuzen.

De pronto también el silencio aparece, se nos hace necesario, nos recoge y ensimisma; también en ese lugar está el sonido, es dulce. El vacío tiene su propio latido.  

La música nos acompaña al dormir, comer, amar, trabajar o bañarnos; nos hace entrar en sintonía con el Otro con quien compartimos angustias y esperanzas. Cocinamos, pintamos y leemos con ella; pensamos e intentamos entendernos acompañados de su pulso; entonces somos capaces de alinear nuestra respiración y frecuencia cardíaca a cada una de las notas que percibimos. 

En tiempos de tanto ruido mental, de exceso de incertidumbre, de miedo y cansancio, la música hace bien.


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¿Qué he hecho yo para merecer esto?

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Más de siete mil millones de personas se hacen esta pregunta, como espejos, unos frente a otros, otras miles de veces a lo largo de sus vidas, ¿qué he hecho yo para merecer esto?, ¿por qué a mí?, ¿cuál es el sentido de todo esto? 

Exigimos explicaciones en tiempos difíciles y dolorosos, desde luego, pero también lo hacemos en momentos de alegría y bienestar. Creamos hipótesis sencillas y teorías rebuscadas, indistintamente, para entender, superar, terminar o mantener lo que nos está ocurriendo. Todo sirve: Dios, el destino, la suerte (buena o mala); atributos o culpas personales, la naturaleza, teorías conspirativas, factores externos; la propia historia y la de quienes nos rodean, nuestras parejas o la ausencia de ellas; socialismo, capitalismo, nacionalismo, cualquier -ismo sirve; el trabajo que tenemos; la (in)justicia humana o divina, la familia en que nacimos, la salud física y emocional; la situación económica personal o del país en el que habitamos, nuestros padres –desde luego–, ¿quién no ha culpado a sus padres por lo que es? Y ahora último, cómo no, la peste del nuevo milenio.

Vivimos tiempos únicos. Tiempos de profunda incertidumbre, de quiebres de paradigmas, de desorientación temporal, de pérdida de brújula. 

dios del dinero, capitalismo
Ilustración: Maguma.

Un torbellino llamado COVID-19 nos atrapó, arrasando con nuestra noción de normalidad y nos lanzó hacia el siglo XXI, hacia no la “nueva normalidad”, sino hacia una “nueva realidad”.  

Mientras todo se sacude en nosotros y alrededor nuestro, no como un terremoto de unos pocos minutos, sino como un movimiento simultáneo, oscilante, centrípeto, centrífugo y parabólico, de meses de duración y sin un final claramente determinado, nosotros nos preguntamos casi al unísono: “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”.

Sin duda, estamos siendo protagonistas del fin y el comienzo de una forma de vida.  Nunca la humanidad había sido alineada para vivir, al mismo tiempo, una transformación social, política, económica, cultural y, sobre todo, tecnológica, como la que estamos experimentando.

Vemos y somos protagonistas de un reality show y no, no somos Truman, somos nosotros, no es una película, vivimos nuestro propio Día de la marmota.  Los que estamos en cuarentena y los que han salido de ella, todos sabemos que esto no ha terminado. Y nos volvemos a preguntar una y otra vez: “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”.

reality show, truman show
Fotograma de la película The Truman Show.

Lo que viene nos dará la respuesta, no será un concepto único, será, que duda cabe, un arcoíris de nuevas maneras de continuar la cadena evolutiva del ser humano.  No seremos peores, ni mejores que en ese pasado, que ya nos parece, tan lejano. Seguiremos siendo ambiciosos y creativos, miserables y geniales, atormentados y vengativos, lúdicos y soñadores, valientes y tozudos para intentar quebrarle la mano al destino, a la naturaleza y a nuestras pulsiones. 

A veces echaremos de menos el impresionante siglo XX en el que la mayoría de nosotros nacimos. Lo haremos con nostalgia y alivio.  Lloraremos a los familiares y amigos que habrán sido víctimas de esta pandemia; haremos el duelo con cada una de sus etapas: negación, rabia, tristeza, negociación y aceptación. Visitaremos recursivamente cada una de ellas, hasta que de pronto miraremos a nuestro alrededor, nos sentiremos nuevamente en casa y asombrados y esperanzados diremos: “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”.


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Malabarismos optimistas

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La psicología del optimismo es interesante. Se trata de una actitud, las más de las veces consciente, que utiliza cualquier subterfugio lógico para construir una salida positiva frente a una dificultad, por más difícil que sea el escenario que se enfrenta. 

Por sí mismo, ser optimista no constituye un problema mayor, por el contrario, ser una persona entusiasta ayuda a ser proactivo, a tener fuerza y hasta coraje para encarar situaciones y pérdidas mayores. Sin embargo, hay ocasiones en que la lógica del “vaso medio lleno” se transforma en una negación de la realidad, una herramienta adaptativa antes que una auténtica posición reflexiva. Es así como, el conjunto de bienintencionados intentos por afrontar un momento de profunda precariedad social, política, económica y sanitaria, como la que enfrentamos hoy, la mayoría de quienes vivimos en nuestro planeta, puede convertirse en un peligroso juego que, antes que superar dichas situaciones, termine por agravarlas severamente.

optimismo o mediocridad
Imagen: Pinterest.

Al igual que el “buenismo”, con su tolerancia y benevolencia hacia conductas inadecuadas y la consiguiente falta de rigor intelectual para analizar los hechos producto de éstas; el creer que las pulsiones desiderativas son suficientes para cambiar el devenir de una situación, constituye una posición psíquica adolescente. La necesidad, el deseo, las ansias, sin esfuerzo y sacrificio, rara vez logran el resultado deseado.   

Latinoamérica, históricamente ha pasado anhelando y fantaseado lo que queremos que ocurra o deje de acontecer, pero rara vez nos hemos tomado en serio a nosotros mismos. Por lo general, de México a Chile, pasando por Argentina, el Perú, Venezuela o Cuba, todos nosotros nos hemos dejado encandilar por soluciones cortoplacistas, por caudillos, guerrilleros heroicos, movimientos sociales efervescentes y recetas varias sean estas socialistas, nacionalistas o libre mercantilistas.

Desde siempre, nos hemos llenado de espejismos optimistas y hemos buscado rendijas de esperanza en los pequeños porcentajes de luz que, nuestras precariedades endémicas, nos muestran, cada cierto tiempo, encandilándonos y haciéndonos creer una y otra vez, en Papá Noel, los reyes magos, Santa Claus, o cualquiera de los arquetipos del facilismo que, como niños, buscamos para, por “arte de magia”, cambiar nuestra realidad y futuro.

No se trata de no tener fe o esperanza, muy por el contrario, las utopías, personales y colectivas nos son esenciales para alcanzar nuevas etapas de crecimiento y desarrollo.  Pero la visión, los sueños, que como individuos y sociedades podamos tener deben estar cimentadas sobre la realidad, no sobre la meta a la que queremos llegar. 

optimismo en pandemia
Ilustración: Morph Art.

Hoy por hoy y en particular, mañana, cuando la primera ola de la pandemia comience su retirada de nuestro continente, nos encontraremos frente a un desafío de proporciones gigantescas. Todo lo que construimos durante las últimas décadas estará amenazado, no sólo por la gran crisis económica que experimentaremos, sino por una nueva epidemia: el populismo. Sea éste de izquierda o de derecha, nos ofrecerá y prometerá soluciones simplistas, superficiales, cortoplacistas. Lleno de consignas y “fuegos de artificio”, la retórica populista utilizará la rabia, la frustración y el miedo de los millones de desempleados y ciudadanos empobrecidos de nuestras naciones, para ofrecer optimismo y esperanza fácil.  

Como tantas veces en nuestra historia, pocos líderes políticos hablarán de “sudor y lágrimas”, de esfuerzo colectivo, de planificación, de reflexión, ni mucho menos de grandes acuerdos nacionales. 

Nuestros países, con sus distintas idiosincrasias, culturas, estado de desarrollo basal y propia historia, tendrán en el corto plazo la oportunidad de elegir, cada uno, a su ritmo y manera, si quieren seguir viviendo en la eterna promesa del optimismo y su comodidad inherente, o se toman en serio su destino, rechazan la oferta populista y aceptan que el futuro se sueña, diseña y construye. Improvisar para la urgencia o planificar para lo importante, el camino inevitablemente se abre en dos.

El optimismo, si quiere cimentarse sobre bases sólidas, necesariamente, debe desconfiar de sí mismo. 


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Hace unos días nos preguntábamos: ¿cuándo terminó el siglo XX y cuándo comenzó el nuevo milenio? Como sabemos, el tiempo es un concepto complejo que va desde la magnitud física que permite secuenciar hechos, hasta, por ejemplo, la noción gramatical que permite situar una acción en un momento determinado, lo que, a su vez, supone un saber cronológico del tiempo lineal que transcurre desde un punto inicial a otro siguiente, continuo o previo. Como se ve la cosa es algo más compleja que una fecha en el calendario.

A los seres humanos nos gustan los hitos, las conmemoraciones, los comienzos y los finales. Es posible que ello se deba a nuestra conciencia de muerte. El sabernos que, fisiológicamente, tenemos una fecha de expiración nos obliga a intentar atrapar en una bocanada de tiempo cósmico todo lo que nos sea posible. Sin duda, sin esa consciencia de límite, imaginación, creatividad, invención y evolución, como las entendemos, no tendrían ningún sentido.

siglo xxi y mortalidad
Ilustración: Dimitris Ladopoulos.

Durante décadas, siglos y milenios la idea de tiempo cronológico se mantuvo, en muchos sentidos, estable. Años, meses, días y horas resultaban predecibles. Las estaciones climatológicas estaban claramente marcadas en dos o cuatro, dependiendo del lugar del planeta donde se habitaba. Las tareas y los hechos transcurrían en forma concatenada, o, al menos, así parecía. La simultaneidad se entendía, al igual que la inmediatez, pero el concepto de presentismo no estaba en los registros psicológicos de prácticamente nadie. El aquí y el ahora existían porque había un pasado y un futuro; lo que ocurría hoy era con consciencia de memoria histórica y el mañana estaba sujeto a la naturaleza y a la voluntad de los dioses.

Con la revolución industrial y la idea de modernidad, los fundamentos del tiempo cronológico y psíquico comenzaron a cambiar. Aunque la medida lineal de éste se ha mantenido, desde entonces, la forma en que se entiende y vive el presente se hace cada vez más amplia. De algún modo, el ahora comienza a engordar, se hace obeso, apretujando el pasado contra sí mismo y, al mismo tiempo se hace cada vez más de voraz con relación al devenir. A partir de la segunda mitad del siglo XX, la idea de que el futuro es hoy se instaló como un lema global. La espera comienza a ser una experiencia cada vez más intolerable.

La aparición de internet instala el presentismo como motor, deseo y voluntad de existencia. La simultaneidad, el vértigo de creer contar con todas las posibilidades y la promesa de poder tenerlo todo, sólo por el hecho de acceder al menú que los escaparates reales y virtuales nos ofrecen, hacen aumentar la gula hasta alturas inimaginables. La web nos hace suponer que se puede contar con todo el conocimiento disponible en el instante mismo de la pregunta, lo que hace estallar la idea de reflexión por los aires. La pausa, la contemplación, el ocio sagrado de la filosofía clásica, la espera, son posiciones psíquicas que, lejos de producir templanza y carácter, generan angustia y sensación de vacío.

siglo xxi
Ilustración: Anton Kakhidze.

Y, en medio de ese ritmo desenfrenado, se nos acabó un siglo lleno de horrores autoritarios, deslumbramiento científico, artístico e intelectual. Las primeras décadas del nuevo milenio nos dieron más impulso aún, el tiempo ya no sólo volaba, prácticamente desaparecía en medio de nuevos logros sociales, económicos y tecnológicos. Las demandas de los siete mil millones de habitantes de este punto casi invisible del universo exigían respuestas concretas ahora. Y entonces, llega el freno, seco, brutal. Yéndonos casi de bruces, hemos pasado los últimos meses, llenándonos de fórmulas, hipótesis y teorías para acostumbrarnos y entender qué es todo esto.

Mientras intentamos no enfermar y sobrevivir a la pandemia, y la crisis económica gigantesca que se levanta frente a nosotros, anhelamos salir, lo antes posible, de algo tan único como inasible: la incertidumbre. Entonces, como los astronautas del Apolo XIII, le decimos a alguien esperando que nos escuche y nos dé una solución: —Houston, tenemos un problema, llegó el siglo XXI y no tenemos perspectiva temporal para comprenderlo.

Tal vez, un esbozo de respuesta está en la última escena de “Fanny y Alexander” de Ingmar Bergman:

Todo puede suceder, todo es posible y probable, tiempo y espacio no existen. En el delgado marco de realidad la imaginación gira creando nuevos patrones, lee en voz alta la abuela Ekdahl a partir de un texto de August Strindberg, mientras Alexander permanece recostado en su regazo. 


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¿Cuándo terminó el siglo XX?, ¿el 31 de diciembre de 2000?, ¿y cuándo comenzó el nuevo milenio, al día siguiente? No sabemos bien qué dirá la historia más adelante, pero sin duda el COVID-19 marcará un antes y un después de nuestra noción de temporalidad, de seguridad y, sobre todo, de normalidad.

En estos días es tan fácil confundir estados de ánimo con ideas; si se está agobiado o triste, el futuro se transforma en una incertidumbre amenazante; si es la rabia lo que se instala en nosotros, la fantasía destructiva y refundacional se apropia de toda capacidad interpretativa. La alegría, la pena, el miedo, el optimismo, el enojo, el cansancio, como las sensaciones y las emociones pasajeras que siempre han sido, no deben confundirse con herramientas reflexivas. Y, sin embargo, lo hacemos. Tal vez sea porque la creatividad artística se nutre de la experiencia sensorial y psíquica que nuestros sentidos le otorgan a nuestra imaginación y, de ese modo, nuestra mente se potencia con nuestra afectividad y transforma en un obra plástica, literaria, musical, cinematográfica o kinestésica a nuestras pulsiones.

ascenso en la creatividad
Imagen: iStock.

Desde siempre el arte ha hablado por nosotros. De un modo u otro todo aquello que nos cuesta tanto definir o que se nos hace casi imposible delimitar o explicar, de pronto se “hace carne” con un lápiz, un pincel, una cámara, un cincel o un piano. En tiempos de agobio o éxtasis, la cultura aparece indistintamente como un refugio o como un camino para nuestro registro emocional.

Entonces, en estos días en que nos ahogamos en nuestra claustrofobia pandémica, en nuestro distanciamiento forzoso de la naturaleza; en que nos falta el aire del rostro cercano de nuestros amigos y seres queridos; en que extrañamos al desconocido que se sentaba a tomar un café junto a nosotros, días en que soñamos caminar por una calle en medio de la gente, vagar por el mundo, transitar entre los otros y poder mirar sus rostros sin mascarillas, la creatividad nos extiende su mano y nos invita a lanzar al universo todo aquello que hoy nos tiene estupefactos y atemorizados.

era de cambios
Ilustración: DNAnet.

Todo lo que necesitamos saber en estos días de incertidumbre está en la cultura. Todas las respuestas están en lo que hemos pintado, compuesto, filmado, esculpido, construido o escrito a lo largo de miles de años. Nuestro devenir evolutivo está en nuestras bibliotecas y museos, está en nuestras cinetecas y en nuestra arquitectura, está en nuestros ritos funerarios y en nuestras celebraciones. 

El camino, por lo tanto, hacia la normalidad del siglo XXI no es otro que el regreso a la creación, a seguir el camino de la imaginación y el asombro. Crear y aprender, no hay nada que haga más sentido hoy. En definitiva, todo lo que somos es lenguaje y cultura, no es poco lo que hemos logrado, siendo simples seres vivos bajo el sol y las estrellas.


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Las invasiones bárbaras

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En 2003 se estrenó “Les invasions barbares”, la segunda parte de la trilogía de Denys Arcand, precedida por “Le déclin de l’empire américain” –La decadencia del imperio americano– y continuada por “L’Âge des ténèbres” –La edad de la ignorancia–.  En ella, el protagonista, Rémy, hace un racconto de su vida acompañado de su hijo –su némesis más querida–, rodeado de sus amigos; con su hija en medio del océano Pacífico; pagando sus deudas, viendo cómo se derrumban sus utopías y enfrentando sus fantasmas. 

Se trata de un hombre y sus contradicciones, de su profundo amor por la vida, de su coraje y de la muerte; del fin y de la continuidad de lo que más amamos.

Así como a Rémy, el cáncer lo impulsa a enfrentar lo que no pudo hacer, ni ser. El coronavirus, por estos días, nos muestra que lo que está en juego son nuestros dos cuerpos: el físico y el social. Sí, es posible enfermar e incluso morir; pero lo que sí es seguro es que vamos a perder. En esta vuelta de la rueda de la fortuna no saldremos indemnes.

Denys Arcand
Denys Arcand, cineasta canadiense.

Se dice que estamos aprendiendo o recibiendo una lección de la naturaleza. Que los seres humanos hemos sido soberbios y egoístas con el planeta, que si no entendíamos por las buenas, tendría que ser por las malas, que tenemos que vivir de otra manera, que debemos valorar la sencillez, prescindir de lo innecesario. 

Hay tanta grandilocuencia explicativa por estos días, tanto ruido tautológico, será por el confinamiento o por el apuro por encontrar una solución expedita a la incomodidad psíquica que estamos padeciendo por tener al futuro en pausa. Llenamos cuartillas y cuartillas de palabras, buscamos explicaciones; nos tragamos cuanta teoría hay sobre el origen de lo que estamos viviendo e hipótesis sobre lo que nos espera. Se nos pasan los días, las semanas y los meses esperando la vacuna, esperando la medicina que nos saque de esto, para poder así regresar a nuestra bienamada normalidad.

Planeamos resistir “las invasiones bárbaras”, nos rebelamos ante el hecho de sentir trastocada la vida que entendíamos y que, aunque tantas veces desdeñamos, podíamos predecir.  Echamos de menos la cotidianidad, la mano y el abrazo; la posibilidad cierta de la piel y el beso de los otros. No queremos algo distinto, nos repelen los nuevos códigos sociales; nos violenta la idea de la espera. Nos frustra, no la dimensión distinta de nuestra vida, sino lo raro que nos resulta todo esto. 

confinamiento
Ilustración: Kaan Bagci.

Nuestros bárbaros nos acechan, nosotros los esperamos como en el poema de Kavafis y visualizamos lo que su llegada nos significará. Pensamos en lo que tuvimos y fuimos, nos prometemos no dejarnos vencer. Cantamos canciones a distancia, aplaudimos desde nuestros balcones a los héroes que nos sanan. Imaginamos en lo primero que haremos cuando venzamos al COVID-19, cuando sometamos a la nueva normalidad que la plaga y el miedo nos quieren imponer.

Se dice que, nos cueste lo que nos cueste, saldremos adelante y que incluso podríamos aprender alguna lección de todo esto, que la pandemia podría hacer al mundo un lugar mejor. 

El optimismo no debe dar para tanto, con sentido de realidad se puede afirmar que, como tantas veces en la historia de la humanidad derrotaremos a los bárbaros. Lo haremos no sólo porque tenemos un enorme instinto de sobrevivencia y capacidad de adaptación, no sólo porque podemos ser solidarios y generosos, ni porque somos infinitamente creativos en lo artístico e inventivos en lo científico, sino que, en definitiva, no hay nada más humano que la vocación por el poder, es por eso que nunca nos rendimos.


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Normalidad, ¿qué es eso?, ¿qué fue de ella?, ¿existió?, ¿era mejor que lo que tenemos hoy y lo que se nos viene? Hay tantas preguntas qué hacerse en estos días, se supone que tenemos tiempo –en las cuarentenas que recorren el planeta–, podría incluso sobrarnos, pero muchas veces sentimos que no tenemos ni la fuerza, ni la claridad mental para poder contestarlas.

Aturdimiento le dirán algunos, perplejidad otros; lo cierto es que la niebla mental o cognitive fog, fue bien descrita por Georg Greiner ya en 1817, él la llamó Verdunkelung des Bewusstseins: oscurecimiento de la consciencia. Un velo de ideas tan pesado que impide ver lo que tenemos entorno a nosotros y en nosotros. Es tanta la información, son tantas las olas de incertidumbre, esperanza, miedo, teorías explicativas y agotamiento con las que se nos bombardea a diario que resulta particularmente difícil hacer esa distinción fundamental consistente, entre lo que entendemos por real, con lo que visualizamos y anhelamos como posible. 

confinamiento y normalidad
Ilustración: Tea Jurisic.

Ahora bien, una cosa es clara, hoy el presentismo gobierna con mayor fuerza que nunca.  El pasado ha quedado perdido entre lo que era la supuesta normalidad, que no es más que la dictadura de las mayorías, y su eterna confusión con la noción de frecuencia; más claro aún: morir es normal, saberse mortal no es necesariamente habitual. 

El presentismo, la inmediatez con su vocación por avanzar irreflexivamente, huyendo del camino, pensando siempre en la siguiente meta, ha dejado al futuro en una posición absurda: se le quiere alcanzar, pero nunca éste será suficiente. El presentismo lo quiere todo aquí y ahora. El pasado es una sombra, un eco que, bueno o malo, le resulta inútil.  En el imperio de la niebla cognitiva, lo que ya fue no alcanza a ser historia, pues no se le da tiempo para ello; pero tampoco es memoria, ya que la confusión mental mezcla recuerdo con información. Es “lo psicológicamente esperado”, la maldita tiranía de las expectativas lo que pareciera, más que nunca, mandar hoy.

normalidad de la muerte
Ilustración: Ula Sveik.

La búsqueda del retorno a la supuesta normalidad es esencialmente torpe. Se trata de un proceso en tránsito permanente que, aspirando a vivir fuera del inconsciente, como si eso, en este caso, sirviera para algo, busca rescatar un escenario conocido y transformarlo en algo distinto a lo que fue. Así como, algo doloroso, por frecuente que sea, no deja de ser terrible, el haber experimentado o vivido en una supuesta normalidad no nos dará control alguno sobre lo que nos pueda ocurrir. En definitiva, es ese saber, abarrotado de palabras y supuestas nociones, que nunca alcanzan a filtrar lo que en verdad nos está ocurriendo, lo que termina por distorsionarlo todo.  

La cuarenta social y sobre todo la cuarentena mental en la que estamos envueltos han transformado a los domingos, como a los feriados, en días cualesquiera. La imago[1] de la normalidad hace rato que se nos fue entre los dedos.

Octavio Paz nos lo describe con la exactitud de un vidente:

Nada soy yo,
cuerpo que flota, luz, oleaje;
todo es del viento
y el viento es aire
siempre de viaje.[2]


Notas:
[1] Imagen, concepto psicoanalítico.
[2] Poema “Viento” de Octavio Paz.


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