Ya merito

Agnès Varda: el desafío atemporal

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Hoy tenía ganas de escribir de otro tema, pero murió Agnès Varda. Iba a caer en la tentación de sumarme a los debates históricos o de hacer mofa de los statements convertidos en stand-ups, pero la muerte volvió a virar el rumbo. Con el afán de tratar un tema urgente, resulta que terminaré por hablar de algo importante. Hoy se fue una directora valiente, cuyo cine desafiaba más allá de los barrotes temporales.

Agnès Varda nació en Bélgica en 1928 y murió en París dos meses antes de cumplir 91 años. Trabajó hasta el final con la convicción de preferir la ligereza al peso, como lo confesó en una entrega de premios, justo antes de bailar el baile del cine. Estudió historia del arte en París y se dedicó a la fotografía antes de convertirse en la única mujer de ese movimiento mayor de la historia del cine francés, La nouvelle vague. Vanguardista ferviente, creyó en la posibilidad de encontrar nuevos caminos y, con ellos, dar voz a otros silencios. Amiga cercana de Godard, relación que marcaría sus luchas ideológicas. Pareja de Jacques Demy, el director de Los paraguas de Cherburgo (1964), esa película inverosímil que inició la carrera de Catherine Deneuve, y que es una cumbre de la cursilería cinematográfica, pero por la que siento una inquebrantable fidelidad. La directora homenajeó la importancia de su relación en Jacquot de Nantes (1991), un año después de la muerte del marido, y cuyas referencias se destacan en Las cien y una noches (1995), esa película que sirviera de marco para una de las actuaciones más notables de Michel Piccoli.

Jacquot.
Fotograma de la película Jacquot de Nantes (1991).

Agnès Varda inició su carrera en el cine en 1954, depositando su enorme cámara para filmar a los transeúntes de la calle Daguerre en París. 56 años después, en esa misma calle, iniciará su trabajo con JR, el fotógrafo escondido de las imágenes inmensas, que ha logrado ponernos a dialogar con favelas y con tinacos, tanto de París como de Bagdad. Esa relación laboral generó Rostros y lugares (2017), sin duda una de las mejores películas de los últimos años.

Para los que le debemos gran parte de nuestra educación sentimental, Agnès Varda es la que puso en práctica un cuadro de Millet para denunciar la realidad económica de los sistemas que promueven que haya personas que vivan de pepenar, de “cosechar”. En Los cosechadores y yo (2002), la directora decide convertirse en un cosechador e incorporarse a esa realidad. Asimismo, en la que nos cuenta una hora y media exacta la vida de una cantante que espera los resultados de una biopsia para saber si tiene cáncer. Agnès Varda nos enseña cómo, en una película que muestra el tiempo objetivo y real de una historia, la autora prefiere profundizar en el tiempo simbólico de la angustia de su personaje. Ajustada a las preocupaciones de su época, Agnès Varda ha planteado grandes reflexiones sobre el papel de la autora frente a la obra y su responsabilidad ante la sociedad.

Agnès y Bonnaire.
Sandrine Bonnaire y Agnès Varda en la producción de la película Vagabond (1985) (Fotografía: BFI).

En 1961 logró filmar un pequeño cortometraje cómico, un encuentro entre Godard y Anna Karina en el puente McDonald, que luego usará como inserto en Cléo de 5 a 7. En el corto, Godard y Anna Karina se despiden tras un beso, ella sale hacia un costado y él se pone los lentes oscuros. Agnès Varda se sentía orgullosa de haber logrado retirar los lentes oscuros del director que, en ese entonces, no se los quitaba nunca, como prueba de mirar el mundo desde esa óptica. Asimismo, en Rostros y lugares, Agnès Varda le pide obsesivamente a JR que se retire los lentes oscuros. JR se niega. Al final de la película, y luego de reproducir, en silla de ruedas, la escena de Banda aparte de Godard en la que los personajes (entre los que actúa Anna Karina) corren por las salas del Louvre (y de un desencuentro con el mismo Godard, quien los cita para verlos y no aparece), JR se los quita. Sin embargo, ella no puede ver el rostro del fotógrafo joven porque, a su edad, ya no logra enfocar. Aun así, queda el mar y la posibilidad de permanecer en las emociones de los demás.

Es que son los de teatro

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Hay una expresión generalizada que no define nada, pero que deja tranquilo a cualquiera cuando trata de calificar alguna escena fuera de lo común: “es que son los de teatro”. Con ella, se disculpa que una maestra de filosofía, mientras trata de hablar de la nada según Heidegger, se vea interrumpida por un grupo de gritones que vocaliza para fortalecer el diafragma en el salón de al lado; que, en los simulacros sísmicos, un grupo permanezca en el salón de ensayos y retrasen el regreso de los demás y que, cuando logran sacarlos, decidan salir descalzos. “Es que son los de teatro”. En la facultad de filosofía de la UNAM, una alumna de pedagogía tuvo la idea de combatir el abuso del tabaco en los pasillos universitarios mojando el cigarrillo de los fumadores con un aspersor. Todo iba bien con su chisguete educador hasta que se topó con alguien de teatro. La respuesta fue heroica, estertórea, aristotélica. La alumna de pedagogía no ocultó su incertidumbre y sólo alcanzó a justificar la magnitud de la respuesta ante un proyecto tan brillante con esta expresión: “es que son los de teatro”.

Y es que lo teatral resulta indefinible. Eso que nosotros precisamos como teatral es solamente una aproximación, el uso de características que tienen que ver con lo escénico, pero no con lo teatral. Si vemos a una pareja besándose en un parque, justo en el momento en que empieza a llover, diremos que es un beso teatral, pero sólo hablaremos de una serie de elementos que nos representan como espectadores, pero no lo teatral. Josette Féral dice que, en efecto, la teatralidad no es una “cualidad” en el sentido kantiano, sino un proceso de encuadre de la mirada. La teatralidad sucede en la percepción del sujeto que lo observa.

Por eso, es suficiente la explicación “es que son los de teatro.” Y vuelve a resonar esta frase como pulga en la oreja. No sólo es la cubeta de cangrejos mexicanos lo que impide compartir el éxito de Yalitza Aparicio; tampoco, querer cobrarle los años de haber tardado años en entender qué quiere decir circunstanciación, que el desierto es parte de la pasión o que la letra “e” predomina en ciertos textos y por eso deben ser dichos de cierta forma; ni siquiera es pretender transmitir los abusos que Ludwik Margules o de Dimitrius Sarrás infringieran en nosotros.

“Es que son los de teatro” los que, en esa mezcla de envidia y racismo, han decidido iniciar esa polémica y establecer la campaña de “Make de Acting Great Again”; “es que son los de teatro” los que han jurado zurcir los agujeros hechos, sin clemencia, al manto de Tespis sin recordar que el mismo Tespis no estudió teatro; “es que son los de teatro” los que se han preguntado para qué estudiar teatro si van a premiar a alguien que nunca fue a la escuela, sin mencionar, como dijera el maestro y mi querido amigo Carlos Corona, “que los que se preguntan eso son los que deberían estudiar teatro”.

No pretendo hacer otro análisis de Roma (ya lo han hecho muy bien estudiosos como Naief Yehya o el mismo Slavoj Zizek), ni tampoco hacer un recorrido por las películas que han utilizado actores no profesionales. Sería tan absurdo como negar el valor de Los olvidados o de ciertas películas de Visconti, Rossellini, Bresson (saludos, maestro Lasalle) y un etcétera que ofendería a los puristas y nos haría caer en discusiones bizantinas. Es más, no hay que olvidar que también fuimos capaces de criticar a Buñuel con argumentos superficiales por atreverse a filmar Los olvidados.

No me sumaré a la tendencia actual de moralizar a nadie, pero sólo espero que dejemos las emociones primarias y sepamos transitar por las aguas profundas del análisis, para así, dejar de depender de los resentimientos.

Entender (y creer en) el año nuevo

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Entiendo que la batalla entre los poderes es una prueba de democracia. La negociación y poner en la mesa puntos de vista distintos forman parte de la construcción de algo que hay que defender.

Creo que la democracia no sólo depende de respetar las voluntades en las urnas. Sin un pensamiento de Estado, sin tener el ánimo de pensar en instituciones de bienestar, sin cuidar que el sistema no se construya para el beneficio de algunos, nuestra democracia permanecerá en pañales.

Entiendo que queda mucho por hacer, mucho, para dejar de creer en un gobierno paternalista.

Creo que es responsable votar con el ánimo de volvernos oposición. No importan la esperanza, los intereses o las fobias. No importan las superficies y los deseos.

Entiendo que somos el país de los tips. ¿Será posible pensar en proyectos que duren más de seis años?

Creo que es legítimo aspirar a reducir las diferencias entre las percepciones salariales de todos, sobre todo las que emanan del erario (aun así, supongo que es mejor subir a los de abajo que bajar a los de arriba).

Entiendo que todos pasemos de ser críticos de cine a convertirnos en peritos forenses. Siempre hemos sido así, del mito al pensamiento mágico; de la inseguridad a la teoría del complot; del insulto a las verdades dogmáticas. (Lo que queda claro es que somos mejores forenses que críticos de cine).

mexicanos
Foto: Gizmodo.

Creo que pelearse con el poder judicial desde una ley champurrada, sin criterios ni precisiones, es permitir que dicho poder, tan acostumbrado a encontrar los pasadizos de la ley y a interpretar a su favor, nos derrote con sus propias armas.

Entiendo que, si alguien anuncia un plan de austeridad, todos comprendamos que dicha austeridad se ponga en práctica en los otros (“y los otros somos todos”, dijo Jean Paul Sartre), pero de ninguna manera en nosotros.

Creo que el tiempo es un ejercicio de nuestra conciencia.

Entiendo que Donald Trump quiera llevar a los juzgados a los productores de Saturday Night Live porque se atrevieron a hacer un sketch de su gobierno a partir de una parodia de ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra. (En realidad, no, no lo entiendo, “desdichada la ciudad cuyo príncipe es un niño”).

Creo que, como creen muchos, no sólo los idiotas votaron por Trump o por Bolsonaro. (Sólo espero que no estemos dispuestos a repetir la década de los treinta del siglo pasado).

Entiendo que Monterrey haya alcanzado los índices de contingencia ambiental por arrojar fuegos artificiales y asar, de manera simultánea, mucha carne asada. (Tal vez tampoco lo entiendo).

carnes asadas y pirotecnia
Contingencia ambiental en Monterrey, Nuevo León, México (Foto: Código San Luis).

Creo que, si no estamos dispuestos a pensar de forma ecológica y de manera amplia, hay poco que hacer. (El problema no está en los popotes, sino en nosotros).

Entiendo que hay una serie documental en Netflix que se llama En pocas palabras y que profundiza sobre temas diversos en la actualidad. El capítulo dedicado al problema del agua se centra en la Ciudad de México porque los investigadores y los realizadores no pueden entender que, en una ciudad con tal nivel de precipitación pluvial, exista tanta complicación relacionada con el agua. (Ya sé que los problemas urgentes van antes que los importantes, pero me gustaría creer que no quisiéramos ser ese ejemplo mundial).

Creo que la historia no tiene que estar peleada con la política. (Aunque es absurdo comparar los panfletos políticos de algún gobernador con los libros de Álvaro Matute o Daniel Cosío Villegas, tan torpe como cotejar mis poemas espirituales con los de Juan de la Cruz).

Entiendo que los cambios angustian.

Creo que los guionistas de Black Mirror son unos genios notables.

La vida como melodrama

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En La isla de la pasión, su primera película, Emilio Fernández, El Indio, dirigió una escena que siempre me ha parecido un retrato del alma nacional: Julio, interpretado por David Silva antes de que lo encasillaran como boxeador, está picando piedra en el calor insoportable de la isla. La cámara se retira para recibir a Lolita, la esposa, interpretada por Isabela Corona. Al verla llegar, Julio lleva a cabo dos acciones para permitir que ella lo encuentre: deja el pico y se seca el sudor. Ya la escena va tomando el ambiente de dolor necesario. Ella lleva un paliacate en la cabeza, lo que le permite llevar con la dignidad necesaria la canasta de comida para su marido. Cuando Lolita llega, Julio, acorde al ambiente creado, le lanza la pregunta más intensa que alguien puede arrojar: “¿qué me trajiste de comer?”. Ante tal inquisición y sin perder el ánimo creado, ella aspira con fuerza, enarca las cejas, al mismo tiempo que encorva los labios para contestar algo inesperado, doloroso, inolvidable: “Paaaato”. Así es, “¿qué me trajiste de comer? Pato”, un diálogo esencialmente inocuo logró generar una escena altamente melodramática.

El melodrama es un género dramático que se comunica con facilidad. Plantea personajes planos y  esquemáticos, el bueno contra el malo, un bueno que roza la estupidez y un malo tan malo que se convierte en Balvado (es preciso pronunciar esta palabra de la misma forma que Isabela Corona contestó “pato”, para así descubrir que el Balvado resulta mucho peor que el malvado); se construye alrededor de estructuras sencillas, de preferencia una curva lineal que no complique mucho; como apela a sentimientos primarios las exigencias actorales no son mayúsculas y fácilmente se acude a actuaciones cliché (como taparse la cara para indicar sufrimiento); no deposita grandes dudas en nuestro interior, es predecible, y como envejece pronto, da lugar a repetirlo para que las nuevas generaciones se relacionen con él.

actriz
Fotografía original de prensa de Isabela Corona (Imagen: Mercado Libre).

Por supuesto que no es el mismo melodrama aquél que abusa de los crepúsculos mientras los personajes corren por las praderas y se abrazan en la cúspide, que aquél en el que se quema El torito mientras los gritos de Blanca Estela Pavón retumban en nuestra memoria. No es lo mismo creer que nos convertimos en el Almodóvar mexicano que llevar diez años contabilizando los milagros de la Virgen de Guadalupe.

El jeroglífico del alma nacional se diluye en los dilemas del melodrama. Nos sentimos muy cómodos frente a las telenovelas, adoramos las noticias que vienen revestidas de sensiblería y no estamos plenamente contentos con el atleta que acaba de ganar una medalla olímpica, hasta que llora porque lo comunicaron con la tía que le regaló sus primeros tenis y con la abuela que lo llevaba a entrenar. Preferimos contar la historia patria como una confrontación de buenos contra malos en la que “el público, el público, el público”, como le dijo García Lorca a Margarita Xirgú, además, siente una simpatía por los personajes derrotados. Para nosotros los procesos históricos se reducen a eso. Cuando Julio Valdivieso, el personaje principal de El testigo de Juan Villoro, vuelve al país tras 20 años de exilio, lo hace porque lo invitan a escribir un guion para una telenovela acerca de la Guerra cristera. Villoro acierta en eso, porque hemos preferido trivializar nuestra historia para no preguntarnos mucho sobre ella y tener la posibilidad de entenderla de una sola forma. Por esa razón, tenemos Balvados que quisiéramos borrar de nuestra historia (resulta indisociable el nombre de Victoriano Huerta con el sustantivo “usurpador” que lo precede) y somo incapaces de poner en duda a los buenos porque eso sería tan oprobioso como hablar mal del jaguar, del ahuehuete o del lago de Pátzcuaro.

villanos historia de México
Victoriano Huerta (Foto tomada de La Orquesta Mx).

Preferimos contar así las cosas porque no nos obligan a profundizar; optamos por gritar a los cuatro vientos en lugar de entender los procesos de la lucha política. A medida que nuestras circunstancias políticas se asemejan más al teatro del absurdo (o al realismo mágico), elegimos la narración melodramática porque es más simple, sobre todo ante los argumentos irrecusables de “así ha sido siempre”, “todos sabemos” o de “se los dije” con la condescendencia del dedo flamígero por todo lo alto.

Y nos está pasando de nuevo. Los discursos esperanzadores envueltos en la bandera de Juan Escutia frente a los psicodramas en las redes sociales que se asemejan a los gritos de la esposa del reverendo Alegría demuestran que no estamos a la altura. El momento que vivimos exige de nosotros algo más que el discurso maniqueo, por cierto, tan apreciado por los políticos. Transitar este episodio por medio de las características del melodrama nos ubica en una situación artificial, por cierto, sin la belleza del artificio escénico. Me parece que es nuestra obligación.

El choque de trenes en el cine

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Esta semana un tuit de Alfonso Cuarón volvió a poner en la picota el conflicto entre dos colosos. En el mensaje, el director se quejaba de que Roma, su nueva película producida por Netflix, se estrenaría en nuestro mexicano domicilio solamente en 40 salas. En esa misma queja, decía que la misma película se estrenaría en 50 salas en Corea del Sur y en 57 en Polonia, por citar algunos ejemplos.

Roma es una víctima más del conflicto entre las taquillas de los cines y los sitios de streaming. Como sucedió con Okja de Boon Joon Ho, película que quiso ser descalificada del Festival de Cannes cuando su casa productora, Netflix, se negó a pagar el porcentaje de taquilla correspondiente, argumentando que la película no iría a los cines, sólo a la red. En realidad, Netflix se negó a pagar un “pelo de gato” y gracias a esto, la ley cambió y Cannes no acepta, desde entonces, películas que no saldrán al circuito taquillero. Por eso, Roma no pudo competir en la edición de este año.

plataformas de streaming
Fotograma de ‘Okja’ (dir. Boon Joon-ho, EU/Corea del Sur, 2017), a cuadro: Ahn Seo-hyeon -actriz protagonista- y Okja (Netflix).

Este problema que podría resolverse con un desayuno en El Cardenal, una comida en el Pujol o unos tacos en El rincón de la lechuza, se ha convertido en una charla de borrachos dispuestos a defender hasta el último centavo. Este conflicto anuncia un posible choque de trenes.

Según IMCINE, en México se venden 210 millones de boletos de cine al año. Esa cifra convierte al tándem Cinépolis-Cinemex en el cuarto mercado exhibidor del mundo, sólo superado por los mercados de la India, China y Estados Unidos. Este imperio se ha podido enfrentar a los colosos de la distribución cinematográfica que han querido modificar los porcentajes (como en el caso de Inception de Christopher Nolan) y han salido victoriosos. Se sabe que 42% del precio del boleto se queda en el exhibidor, otro 42% se destina al distribuidor y sólo el 16% llega al productor de la película. Este mercado inmenso ha dado lugar a grandes cabildeos para salvar sus ganancias, incluso a costa del cine mexicano. En el sexenio de Fox se planteó destinar un peso del precio del boleto para producir películas mexicanas, como acontece en Francia o en España. 210 millones de pesos no es una cifra despreciable (sobre todo -lo sabemos-, si el público será el que pague ese peso), pero no ha sido posible implantar esa ley, el imperio se ha resistido. Se ha tratado de marcar un porcentaje de exhibición nacional, pero se han impuesto caminos tramposos para evitar que suceda. Salvo los grandes impactos comerciales (Nosotros los nobles, No se aceptan devoluciones) es difícil que las películas mexicanas superen las dos semanas en cartelera.

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Fotograma de ‘Inception’ (dir. Christopher Nolan, EU, 2010) (Pinterest/Warner Brothers).

Por su parte, el gigante del streaming cuenta con 137 millones de usuarios a nivel mundial y, sólo en 2018, la compañía ha gastado alrededor de 13 mil millones de dólares en sus producciones, 5 mil millones más de lo que tenía planeado gastar en todo el año. El contenido de Netflix alrededor del mundo se ha situado en una media de 140 millones de horas al día en 2018 y, por extraño que parezca, México se ubica en el primer lugar en suscriptores que hacen uso de la plataforma todos los días.

En ese escenario comercial se ubica la batalla alrededor de Roma. Ya Netflix sacó un tuit en el que exhortaba a Cinépolis y Cinemex a sumarse al éxito de la película; ya Cinépolis contestó que nada les haría más felices que “Exhibir Roma, a la que consideramos como una joya de la cinematografía moderna”, pero que Netflix debería respetar las tradicionales “ventanas” que indican que una película no puede llegar a las plataformas de streaming antes de 90 días de haber sido estrenadas en el circuito cinematográfico. Y entonces, de nuevo el famoso Songo le dio a Borondongo, Borondongo le dio a Bernabé… La película que se perfila para reventar los premios en 2019 transita por los rieles mezquinos de dos trenes que no pretenden bajar la velocidad y negociar a favor de la “cinematografía moderna”. Ni modo, sólo esperemos tener la oportunidad de ver la película de Cuarón como se debe, que, al final, es lo único importante.

La facultad de perder el tiempo

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El documental Rush Hour de Luciana Kaplan, producido por José Cohen, Carlos Hagerman y Martha Sosa, sigue a tres personas, una dependienta de una tienda de ropa en Estambul, un ingeniero en Los Ángeles y una estilista de la Ciudad de México, en su trayecto diario de su casa al trabajo. La mujer turca y la mexicana se mueven en transporte público ‒en varios‒, mientras que el estadounidense lo hace en coche. Incluso sin importar el nivel socioeconómico, lo que vemos en el documental es cómo las grandes ciudades, algunas por lo menos, han logrado generar calvarios de movilidad en los que se confrontan los costos de vivienda con los lugares donde se encuentran los trabajos. En la película, la estilista mexicana debe salir de Ecatepec, caminar unas calles, tomar un pesero, luego otro, para así llegar al paradero de Indios verdes. En esta ciudad hemos creado puntos de entrenamiento para cuando lleguemos al infierno. Indios verdes es uno de ellos. Tacubaya, Cuatro caminos y Pantitlán, tres más. En Indios verdes, tomará el metro y, luego de dos trasbordos y dos horas y media, llegará a la Estética donde trabaja (siempre me ha parecido muy peculiar que hayamos tomado alguna tendencia contemplativa para nombrar así a las peluquerías).

tráfico nocturno
Vista del tráfico de Los Ángeles, California, EU (Foto: Luis Sinco/Los Angeles Times).

Si un ser humano debe pasar cinco horas para ir a su trabajo y volver significa que ha dejado de importar. Si en Mumbai hay que salir cinco horas antes para recorrer 15 kilómetros a fin de llegar al aeropuerto o si la mejor solución para trasladarse en Sao Paulo es tomar un helicóptero, quiere decir que hemos tirado la toalla, que las grandes urbes han dejado de tener una dimensión humana. Sorprende ver, en los caóticos puentes de los poetas que sirven de acceso para llegar a Santa Fe, cómo de un lado, un campo de golf sirve de base para los edificios más caros de la ciudad, y del otro, casas con techos de cartón se apilan. Pero lo sorpresivo es que, del lado de las casas más baratas, hay una dimensión humana, calles que conducen a una plaza, parques y banquetas para caminar, mientras que, del otro, los edificios se concatenan desgajando cerros como si fuera una competencia arquitectónica. Santa Fe e Interlomas se han convertido en errores urbanos, espacios para coches a los que se les construyen nuevas vialidades que no representan una solución y centros comerciales que se olvidaron del humano, ratoneras que complican su propia movilidad.

urbanización en Santa Fe
Vista de construcciones de lujo en Los Helechos, Bosques de Santa Fe (izquierda) y de casas del barrio Gaona Armenta (derecha) (Foto: Rafael A. Josafat).

La Ciudad de México es una ciudad creada para los coches y parece que ha llegado el momento de replantear esa tendencia. No tarda en aparecer la competencia del transporte privado frente al público (los camiones Urbvan que van del sur y de Polanco hacia Santa Fe son un anuncio de lo que está por venir). La movilidad debe ser una prioridad. 33 líneas de Metrobús están planeadas y en 18 años sólo hemos construido siete. No es necesario construir nuevas líneas del metro, pero sí extender las que ya existen (con dos estaciones más después de Barranca del muerto, la línea 7 podría llegar al estadio olímpico y ser un punto de contacto con la universidad y con el suroeste de la capital; con cinco estaciones más, la línea 3 podría llegar a Villa Coapa y conectarse con la línea 8 del Metrobús; la línea 4 podría alcanzar línea 8 y habría servicio para la central de abastos y la UAM Iztapalapa, por decir algunas). Ante el ideal imposible de encontrar trabajo cerca de nuestra casa o de planear el crecimiento de nuestra ciudad (en Madrid, por ejemplo, las líneas del metro nacen antes del crecimiento, así, cuando éste sucede, ya hay manera de moverse), pensar en un programa viable que alcance los espacios más lejanos e inaccesibles resulta primordial. Por ejemplo, urge el diseño y la construcción de la segunda y la tercera línea de los ferrocarriles suburbanos, que se sumen a la que ya existe de Cuautitlán a Buenavista, una desde Ecatepec y la otra desde Chalco. Es necesario reducir el tiempo en esos trayectos, así como liberar tanto la carretera de Pachuca como la de Puebla.

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Estación de metro Pantitlán en hora pico, Ciudad de México (Foto: Síntesis).

Gianni Vattimo dice que el movimiento define las ciudades modernas: el tiempo ha vencido al espacio. Sin embargo, ese tiempo se detiene cuando estamos dispuestos a depender de nuestro automóvil. Se sabe que 96% del tiempo el coche está parado (en la calle, además) y que 30% de la superficie de la ciudad está destinada a vialidades y estacionamientos. ¿Será posible que pensemos en otra forma de habitar los espacios públicos?

Yo también hablo de los migrantes

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Me llamo Carlos porque mis dos abuelos se llamaron Carlos. “Todo será posible menos llamarse Carlos”, sentenció el poeta admirado. En realidad, ninguno se llamaba Carlos, así los bautizaron los guardias migratorios de Veracruz cuando llegaron como migrantes al puerto. Católicos maronitas, salieron expulsados del Líbano perseguidos por los turcos. No se quedaron en Francia como muchos otros y, ante el impedimento judicial de entrar a Nueva York, escogieron Veracruz. Otros eligieron puertos de Sudamérica. Me llamo Carlos porque así bautizaron a mis abuelos cuando llegaron a México. La puerta abierta que representaba México en el porfiriato significó la llegada de mi familia. Ahora, la comunidad libanesa aporta 8% del PIB en México (aunque 7% depende de una sola persona).

Treinta años después, los republicanos españoles llegaron al país gracias a la ayuda de Gilberto Bosques, cónsul general de México en París en el gobierno de Lázaro Cárdenas. A pesar de cierta resistencia de algunos periodistas que los acusaban de venir como espías de Stalin, los españoles llegaron y encontraron en el país una posible casa. Ahora, el Colegio Madrid, el Instituto Luis Vives, el Colegio de México, la obra de Félix Candela, de José Gaos, las esculturas de Julián Martínez o las películas de Luis Buñuel combaten con sencillez la discusión ociosa acerca de la aportación migrante al país. Como bien dicen Ricardo Cayuela y Juan Villoro, ser migrante español es otra forma de ser mexicano.

Así es, lo mismo ha pasado con la migración armenia, la francesa de Barcelonette y la sudamericana de los setenta. México fue una puerta abierta para pueblos que sufrían y haber entendido que somos consecuencia de migraciones constantes fue un punto de desarrollo y de riqueza cultural. Aunque varias voces de entonces, como las de ahora, se lamentaban de recibir a la gente que llegaba de fuera, no nos atrevíamos a poner en duda los derechos de los migrantes a migrar. Además, los gobiernos mexicanos, más allá de opiniones de cada uno, tenían una postura definida al respecto. En consecuencia, la historia nos terminó por demostrar que la convivencia con el otro -con el diferente, con el similar-, es un paso enriquecedor.

migrantes
Mezquita de Mohammad al Amin, centro de Beirut, Líbano (Foto: Getty Images).

Pero es necesario decir que lo que no estaba puesto en duda era el elemento humano y, por lo tanto, el legal de los que llegaban. Ese sí es un aspecto nuevo que aporta la discusión actual. Lo advierte muy bien Hannah Arendt en Los orígenes del Totalitarismo, al decir que los gobiernos totalitarios cumplen con su objetivo a partir de varios pasos, pero el primero es matar a la persona jurídica. Si algunos seres se encuentran fuera del resguardo de la ley, las sociedades no totalitarias se ven obligadas a aceptar la ilegalidad. Si la persona jurídica queda destruida, se asesina a la persona moral y se procede a terminar con la individualidad.

“Nadie abandona su hogar a menos que / el hogar sea la boca de un tiburón / sólo corres hacia la frontera /cuando ves a toda la ciudad corriendo también”, escribió la poeta somalí Warsan Shire en su poema Hogar. No debemos perder de vista las situaciones que provocan que alguien decida salir de su casa ni soslayar el vía crucis que implica cruzar México y llegar a la Jaula de oro estadounidense. Nadie deja de lado las implicaciones económicas, políticas y sociales que acarrean las migraciones, pero la discusión tiene que partir de otro lugar. Los derechos humanos no se discuten ni se vota su validación. Cuando lo legal rompe su relación con lo ético muchas veces genera dolor.

En esa conferencia de Ted que ya se ha vuelto mítica, Chimamanda Ngozi Adichie pone el dedo en la herida al pedirnos que dejemos de creer en la historia única de los demás. En El peligro de la historia única nos pregunta qué pasaría si estuviéramos dispuestos a oír la historia desde la voz del otro, “y los otros somos todos”, dijo Jean Paul Sartre. Arcadi Espada pidió hace unos años que tuviéramos la voluntad de nombrar a todos los muertos de la guerra contra el narco. Si tuvieran nombre y quisiéramos oír la voz de su historia, tal vez no caeríamos en la trampa de la legalidad, tal vez.

Gobernados por lingüistas

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Finalmente se firmó la renovación del Tratado de Libre Comercio. De acuerdo con los deseos narcisistas de los políticos, lo ideal, para ellos, hubiera sido alejarse de cualquier renovación y firmar uno nuevo. “Después de mí el diluvio”. Pero eso hubiera atentado contra las prisas del cambio de gobierno mexicano y de la incertidumbre de los resultados en las elecciones medias estadounidenses. Sin embargo, el discurso siempre nos otorga la posibilidad de anunciar nuestras victorias y más en la época de la posverdad. Donald Trump no sólo es el único ser en la tierra que no está enamorado de Trudeau (pero sí del presidente norcoreano) y observó la oportunidad de un nacimiento y decidió cambiarle el nombre al NAFTA (que nos hablaba de la referencia a un combustible que alimentara nuestro motor) y bautizarlo como USMCA. El presidente que ha logrado encontrar todas las posibilidades de la cacofonía y del caos, obsesionado con las palabras huge y amazing, alcanzó la débil capacidad poética de USMCA. Heidegger dijo que hemos nombrado tanto al mundo que ya perdió significado y pide acudir a los poetas, tan acostumbrados a encontrar nuevas formas, para nombrarlo de nuevo. A partir de esa petición, el lingüista Trump creó unas siglas que aluden, casi de pasada, a Village People y a su coreografía simple pero funcional. Bien dijo Nietzsche que al ser humano le encantaba el olor a establo.

village people
Coreografía de ‘YMCA’, ‘Saturday Night Live’ (NBC).

En consecuencia, Juan Carlos Baker, subsecretario de comercio exterior y responsable del equipo del gobierno mexicano frente al tratado, plantea una versión traducida y propone AMEC. Míster Baker coloca a México en primer lugar porque haber escogido a Canadá hubiera dado como resultado ACME (lo que evocaría al coyote -gran científico al que le fallaba la tecnología ACME- en su lucha contra el correcaminos). Lo que preocupa es el resultado: Acuerdo entre México, Estadosunidos y Canadá. Haber tachado la U del tradicional EU sigue un indicio lingüístico necesario: las contracciones. Para llegar a ellas se recurre a las figuras de dicción, principalmente de transformación y de omisión, siendo la más común la sinalefa, como en “al”, que sustituye “a el”. (Lamento tener que emplear terminología técnica especializada, pero, al ser gobernados por lingüistas, es preciso entrar a su lenguaje).

acme
El Coyote y El Correcaminos (Warner Brothers).

No conforme con los resultados arrojados, el presidente electo entró a la discusión. En un mensaje de Twitter pidió que el pueblo bueno interviniera en la elección del nombre. Ya sabemos que Andrés Manuel es un lingüista convencido. Enamorado de las palabras, es el responsable de haber recuperado algunas que teníamos olvidadas y devaluadas. De esta manera, colocó en nuestro vocabulario “espurio”, “gorgojo”, “chachalaca” y el más reciente “fifí”. Presa de un vuelo poético novedoso, lanzó en la red de los gorjeos tres propuestas: TEUMECA, T-MEC y NINGUNO DE ESTOS. En la propuesta del presidente electo surge un cambio necesario, borrar la A de Acuerdo por la T de Tratado. Sin embargo, las nuevas siglas parecen evocar remedios medicinales ante una enfermedad que no tiene cura, cocteles que detienen el avance del mal, pero no lo remedian. Afortunadamente, hay un tercer inciso. A riesgo de parecer fifí, ése es el que elegiría yo.

acuerdo comercial
Andrés Manuel López Obrador, Tlaxcala (Foto: Saúl Lopez/Cuartoscuro).

Como siempre sucede en la poesía, no hemos alcanzado el consenso adecuado. Por el momento, prevalece la aportación de Donald Trump como único nombre posible, al mismo tiempo que pide, a gritos, un sustituto mejor. ¿Será por eso que Platón expulsó a los poetas de la República?