“Narcisismo” fue un término utilizado por Freud para designar un rasgo temprano del desarrollo de la psique, cuando el mundo de un infante preverbal está delimitado y centrado a lo que percibe y siente. Lo tomó del médico y sexólogo inglés Havelock Ellis, quien refirió la atracción que el humano siente hacia su persona como “Narcissus-like.” En la psicología del yo de Heinz Kohut, se consideró un rasgo en buena medida necesario, aunque Otto Kernberg lo trató como una falla en la estructuración del self. Las teorías derivadas o afines al psicoanálisis plantearon que los infantes en un ambiente de abandono o negligencia desarrollan un mecanismo de defensa exagerado contra estas condiciones adversas que resulta en una personalidad narcisista.
En la actualidad, al revisar la literatura académica de la psicología clínica, los conceptos de egolatría y personalidad narcisista suelen usarse por separado, pero los rasgos de una y otra son bastante similares. Una persona ególatra y narcisista se tiene a sí misma como su prioridad y devoción más elevada, en detrimento del aprecio y cuidado a los demás. Esta persona mantiene un concepto muy crecido de sus cualidades y su valía personal y no tolera la crítica; siente que le esperan cosas excelsas y muestra gran apego a indicadores de grandeza y éxito, como el dinero, el poder y la fama. Su confianza personal suele ayudarle a alcanzar sus propósitos y ganar en estatus, sobre todo en un medio donde se valoran las actitudes seguras y asertivas, sin distinción entre las pródigas y las egoístas.
Ahora bien, el Manual Diagnóstico y Estadístico de Padecimientos Mentales (DSM), caracteriza una patología psiquiátrica, el “trastorno narcisista de la personalidad,” en la cual la confianza personal del afectado llega a la soberbia y el desprecio a quienes percibe como inferiores y no ejercita la empatía por sufrimientos ajenos. El narcisista patológico muestra una perpetua necesidad de atención y admiración, depende de las opiniones aprobatorias de los demás y siente que no recibe el homenaje o los privilegios que merece. Reacciona con altanería, impertinencia, ira, o incluso con violencia a las restricciones a sus deseos y a opiniones adversas a su persona. De acuerdo con el Manual, el trastorno narcisista se diagnostica cuando el psiquiatra detecta cinco o más de las siguientes características: pensamientos e imágenes persistentes de grandeza personal; creencias de ser único y especial; fantasías persistentes de éxito rotundo e interminable, de poder, de belleza y de amor; necesidades y exigencias intensas de admiración; conductas arrogantes y soberbias; expectativas irracionales de recibir un trato especial; falta de empatía y reconocimiento a las necesidades ajenas. En años recientes, estos componentes del trastorno han sido difundidos en muchos medios para ser aplicados a Donald Trump.
El término “narcisismo” ha pasado de ser una palabra técnica del medio psicoterapéutico y psiquiátrico a un término coloquial de uso popular. La palabra ha perdido precisión al ser aplicada a sectores amplios y poco definidos de la población como los supremacistas blancos, los novios “tóxicos” o los adolescentes contemporáneos. Se dice que vivimos en una “era narcisista” no sólo porque muchos sectores utilizan y aplican esta voz, sino porque suceden dos fenómenos contradictorios: por una parte se valora el éxito personal, el satisfacer los propios deseos y el salirse con la suya, rasgos de la personalidad narcisista, pero por otro las personas no quieren calificarse a sí mismas como narcisistas, sino como gente empática y atenta a los demás.
José Antonio Marina, pensador español interesado en la inteligencia y la educación, publicó en 2003 un ensayo bajo el título de “La hipertrofia del yo”. Detecta allí un cariz negativo en la evolución de la sociedad occidental desde la reforma protestante que fortaleció la conciencia individual frente a una autoridad dogmática, la afirmación por Descartes del yo pensante como elemento central de la persona humana y el protagonismo del individuo o del artista creador en el romanticismo. Agrega que la tendencia se exacerbaría en el siglo XX como una reacción a las ideologías totalitarias y las dictaduras que marginaban o eliminaban la importancia del individuo en aras del partido, del estado, de la doctrina o del caudillo. El arte resonó también con la necesidad de liberarse de la realidad externa para reafirmar a un yo desligado, emancipado y poderoso. Propone Marina que, si bien esta afirmación del yo era necesaria en la defensa de la autonomía personal, habría al mismo tiempo engendrado una obsesión en el cuidado e imagen de uno mismo y una glorificación del yo: “comenzó entonces el gran festival de las palabras que comienzan por “auto”: autorrealización, autosuficiencia, autoconciencia, autoestima, autoayuda.” Marina cita el siguiente pasaje del libro La cultura del yo de Helena Béjar: “la preocupación por el Yo ha usurpado el papel de la religión como núcleo de la vida espiritual o moral del hombre moderno. A dicha religión autocentrada corresponde la psicoterapia como vía de salvación”.
La psicóloga Jean Twenge de la Universidad Estatal de San Diego afirma que lejos de producir individuos satisfechos y exitosos, esta “epidemia narcisista” fomenta la actitud de creerse merecedores de todo y de sentirse en desgracia por no obtener los satisfactores necesarios. El comportamiento narcisista se extiende como plaga fomentando el consumismo rampante, la búsqueda de fama a cualquier precio, el uso creciente de las cirugías estéticas y la autopromoción. En el medio a la vez ilimitado y enrarecido de las redes sociales, los sujetos se presentan con lo que consideran su mejor aspecto y publicitan sus fotos y selfies en todas las circunstancias: “yo comiendo”, “yo con X” (persona conocida)”, “yo en Y” (lugar de moda). La notoriedad, la aceptación o el impacto “viral” en las redes, pesan más que las capacidades y los valores en la conciencia de sí. Más que atribuir este narcisismo al abandono temprano, Twenge y otros psicólogos actuales consideran que se ha fomentado por una educación que alaba y sobrevalora a los hijos o a los alumnos sin pedirles deberes o ponerles límites. Los padres narcisistas ven y tratan a sus hijos como genios. Dombeck aplica el término de “narciesfera” a la colección creciente de blogs, seminarios, libros y artículos que cultivan una aversión a ser narcisista y pregunta si será posible reconocer su propio narcisismo para una persona con esa aversión.
Este excesivo afán de atención y admiración confiere un rictus actual a la bíblica admonición “vanidad de vanidades, todo es vanidad” tema que, con el nombre de vanitas, fuera el motivo de obras del arte gótico y del barroco que subrayaban lo efímero y fútil de la opulencia y la gloria ante la inevitabilidad de la muerte. Esto bien puede ser un revulsivo contra el narcisismo, pero también se puede recomendar el tónico más ligero de la autoironía y el autoescarnio porque el narcisista sólo ríe cuando se burla o desprecia a alguien más. Cito unas líneas de Genealogía de mi autoescarnio de Daniel Saldaña París en las que el yo inflado adquiere dimensiones despóticas:
El que practica el autoescarnio, concedo, no pone su humor al servicio de los oprimidos, como hace el noble satirista. Pero cebarse en uno mismo, hacer fuego con el árbol caído de la propia vanidad también es subversivo. Para burlarse de sí hay que derrocar a un tirano.
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El mal narcisita, que se fundamentó desde el siglo XVI, adquiere adeptos en forma exponencial desde la segunda mitad del siglo XX y hoy es, por primera vez a nivel global, un indicador del inevitable colapso de las estructuras mundiales…