autoconciencia

La identidad temporal y el ser duradero

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El prefijo auto– en español se emplea en múltiples conceptos duales que se escriben con un guion intermedio, como auto-referencia, auto-imagen o auto-estima, equivalentes de aquellos que en inglés ostentan el prefijo self-, como self-reference, self-image, self-esteem. En todas estas nociones el problema es a qué se refiere el auto- o el self-, pues el guion necesariamente implica una relación sujeto-predicado. A través de los tiempos se han propuesto varios candidatos para concretar a ese sujeto o ese self: en estos escritos hemos referido, entre otros, a un self narrativo y autobiográfico, a un self cognitivo y afectivo, a un self sináptico y cerebral, a un self social y cultural. En buena medida la validez de estos conceptos depende de si sus proponentes o sus receptores habitan el ámbito literario, el psicológico, el neurobiológico o los de las ciencias sociales y humanas. Una plataforma transdisciplinaria posiblemente permita una concepción más acabada y específica de un ser de naturaleza compleja, dinámica y cambiante.

El multifacético self usualmente se ha traducido al español como “sujeto” o como “sí mismo”, aunque cada vez se utiliza más la palabra inglesa porque no se encuentra su versión exacta en nuestra lengua. Me parece que en ocasiones la traducción adecuada al castellano de self es la palabra ser, en su forma de sustantivo, para indicar una entidad temporal que tiene existencia, vida y conciencia propias. Por ejemplo: ¿cómo se justifica la creencia de que una persona particular es la misma con el paso del tiempo, a pesar de que sus componentes cambian y sus propiedades se transforman? El criterio tradicional es la continuidad espaciotemporal de un individuo, la duración que define a su self o a su ser. En un extenso trabajo al respecto, Stanley Klein, psicólogo de la Universidad de California en Santa Bárbara, llama “diacronicidad personal” a esta continuidad y para ello aplica el término “diacrónico” en su significado preciso: la evolución de un objeto, fenómeno o circunstancia a través del tiempo. Esta diacronicidad personal sería lo que mejor define y constituye el self.

Portada del libo “Los dos yoes” y su autor Stanley Klein.

Un problema central del self concebido como una entidad es que, además de no ser algo objetivo, la persona no la localiza en sí misma, tal y como lo relató de manera célebre David Hume en una autoexploración de su mente relatada hacia 1739 y en la que detecta sensaciones, emociones o pensamientos, pero ningún self. Esto ha llevado a varios pensadores a afirmar que el self es una ilusión o a otros, desde Kant hasta quienes proponen una autoconciencia mínima en la actualidad, a sostener que se requiere una forma elemental de subjetividad para que la experiencia consciente tenga lugar. A partir de William James a finales del siglo XIX, se han planteado dos aspectos del self o del ser, una de ellas es el autoconocimiento en el sentido de la representación que tiene un individuo o una persona de sí misma (de ahí el “sí mismo”), y la otra es la subjetividad en sí, el qué se siente ser esa persona. Kline defiende que estos dos aspectos interactúan, y que su interacción constituye el prerrequisito de la experiencia de uno mismo, es decir, de la autoconciencia. El mismo autor dice que esta propuesta coincide con la idea original de Johann Fichte de que no puede haber objeto sin sujeto ni sujeto sin objeto y que revisamos al inicio de esta obra.

Una de las razones que se han esgrimido para defender la continuidad de la misma persona en el tiempo es decididamente objetiva y corporal. Como el resto de los objetos del mundo, el cuerpo viviente es un objeto espaciotemporal que permanece siendo el mismo por cierto tiempo, a pesar de cambios en su composición y en su forma. Sin embargo, el criterio naufraga si los cambios son demasiado rápidos o modifican la estructura de manera importante o definitiva. Si bien partes de mi cuerpo se pueden perder o ser reemplazadas sin que pierda mi identidad, una de ellas parece crucial para mantenerla y esa parte es, desde luego, mi cerebro. Si se me hace un trasplante de riñón o de corazón sigo siendo yo, pero ya no si se trasplanta mi cerebro, algo imposible de realizar o concebir como técnica quirúrgica. Dado el caso en la ficción o la fantasía, se ha dicho que se trasplanta un cuerpo a un cerebro, pero aún así, estoy seguro de que en otro cuerpo no sería yo porque el yo no es trasplantable y porque mi cuerpo es integrante fundamental de mi identidad.

Fotograma de la comedia “Young Frankenstein” (Mel Brooks, 1974) donde se realiza un transplante de cerebro para crear un ser humano vivo. En este caso el monstruo tiene gracia a pesar de que el cerebro estaba en una jarra que previene su uso por ser “anormal.”

En la neurociencia cognitiva se han realizado progresos sustanciales para definir zonas, redes y mecanismos cerebrales correlacionados con operaciones cognitivas de auto-reflexión y auto-referencia: se trata de aspectos objetivos del self estudiado y considerado en su nivel reflexivo y de auto-representación. ¿Constituyen estas partes funcionales mi self o mi ser? Si bien el cerebro parece ser una fracción fundamental de la identidad personal, se ha dicho que su actividad es más definitiva que su morfología y se ha destacado a la información manejada y procesada por este órgano como la función identitaria. Esta idea conduce a la identificación del self o del ser con sus funciones cognitivas, en particular con la memoria, llanamente expresada por Borges como “somos nuestra memoria”. Sin embargo, al ponderar esto, pronto caemos en un razonamiento circular: si la memoria episódica presupone que el objeto del recuerdo es la propia persona, entonces decir que la identidad es la memoria de la persona no lleva a ninguna lucidez. Sin embargo… no puedo negar que mis recuerdos constituyen piedras miliares que identifican mi trayecto vital y por ello a mi ser.

Portada del libro sobre la memoria autobiográfica y el self, de Soljana Cili y Lusia Stopa. El tema se trata desde la plataforma de la terapia cognitivo-conductual.

Aparte de mis recuerdos, hay otras características que me hacen sentir el mismo a través del tiempo. Los conocimientos que he aprendido y utilizo en mi vida también son parte de mi ser e indican que mi identidad no se restringe a la memoria episódica e incluye a la memoria semántica. Pero no sólo esto: siento que soy el mismo porque si bien mi carácter y personalidad han variado, los reconozco diacrónica o históricamente como propios: yo he cambiado y sigo cambiando. Por ejemplo: mi rostro ha variado bastante a lo largo de mi vida, pero me identifico precisamente con esa evolución que mantiene un patrón reconocible. En el trabajo mencionado arriba, Klein describe casos clínicos de pacientes que han perdido su memoria episódica y semántica, pero mantienen un sentido de ser las mismas personas en el tiempo.

Evolución de un rostro humano de los 35 a los 90 años. Los cambios son ostensibles pero no impiden el reconocimiento de la misma persona. (Figura tomada de: One Library).

Debe haber algo central y básico para mantener la identidad personal y parece inescapable concluir que la conciencia es ese fundamento temporal porque a pesar de que cambien el cuerpo, las creencias, los objetivos o las circunstancias objetivas se mantiene una identidad subjetiva. No necesito razonar o deducir que soy el mismo, simplemente lo siento así, es algo dado por mi experiencia en todo momento y que últimamente se ha denominado “autoconciencia mínima”. Hace poco más de 300 años, en el libro II, capítulo 29, sección 9 de su Ensayo sobre el entendimiento humano, John Locke lo formuló de esta manera: “consciousness alone (…) constitutes the inseparable self” y que traslado de esta manera: “la conciencia por sí misma constituye el ser inseparable”. Entonces, cuando digo que ahora y antes soy yo mismo, me baso en un sentir directo, intuitivo y pre-reflexivo: no tengo dudas de que me siento subjetivamente el mismo: mi self o mi ser se basa en ese sentir y no necesariamente en una representación o saber proposicional.

identidad y diferencia
Portada del libro “Identidad y diferencia. John Locke y la invención de la conciencia” de Étienne Balibar. La imagen de la portada es el rostro de Locke figurado en varias posiciones.

La identidad temporal de ser uno mismo es una sensación vital básica o primaria y por eso es sólida y segura; es algo fenoménicamente dado, una certeza inmediata y subjetiva sobre la que se construyen representaciones, ideas y creencias sobre uno mismo. Este sentimiento prereflexivo de existir es lo que determina la intuición de que el self o el ser tiene una duración temporal; un sentimiento que no requiere evidencias. El ser o el self no es un contenido de la experiencia, sino una experiencia elemental. Revisaremos ahora que las tradiciones budista en Oriente y fenomenológica en Occidente afirman que existen estados de conciencia sin objeto.


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La autoconciencia mínima y la autogeneración

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Usualmente se ha considerado que el yo, la subjetividad y la conciencia de sí son privilegios de la especie humana y por ello estarían ligados a la neocorteza, la parte del cerebro de más reciente desarrollo evolutivo. La actividad de esta porción cerebral permitiría a la persona una percepción y una reflexión de sí misma que la capacite, por ejemplo, para responder a las cotidianas preguntas de ¿cómo estás? y ¿cómo te sientes? La tendencia a proporcionar una explicación neurológica del yo puede ejemplificarse con el libro Synaptic self (el yo o el ser sináptico) de Joseph LeDoux (2002), cuya tesis general es que las sinapsis del cerebro codifican lo que es una persona. Para este autor la pregunta no es cómo la conciencia emerge del cerebro, sino cómo el cerebro construye a la persona. Sin embargo, hay indicios de que estas propiedades tienen una raigambre más básica, remota y generalizada, como veremos ahora.

En lustros recientes ha resurgido un tema fascinante en la filosofía de la mente y en la neurociencia cognitiva denominado autoconciencia mínima o self nuclear. El asunto que se plantea en esta ráfaga de teorías y estudios es una forma tácita y pre-reflexiva de conciencia de uno mismo. El pionero de la psicología académica, William James, ya había planteado a finales del siglo XIX que la conciencia sólo puede desarrollarse sobre una forma primitiva e inconsciente de subjetividad. Por ejemplo, su teoría sobre la emoción indicaba que la captación y representación de los estados somáticos y viscerales del propio cuerpo constituye la base fisiológica para que ocurran las emociones. En el mismo sentido, las evidencias y los modelos actuales proponen que los eventos psicológicos poseen un tinte afectivo implícito: cada percepción, sensación, pensamiento o imagen conlleva una carga emocional de agrado o desagrado, de activación o relajación.

auto conciencia Jaak Panksepp
El libro sobre el origen evolutivo de las emociones y su autor Jaak Panksepp.

A finales del siglo pasado, varios neurocientíficos cognitivos como Jaak Panksepp en 1998 y Antonio Damasio en 1999 postularon un self nuclear como una forma elemental y ancestral de subjetividad, la cual dependería de la actividad de ciertas estructuras muy arcaicas del cerebro responsables de regular la homeostasis corporal, las emociones básicas, las conductas alimentarias, sexuales y agonistas necesarias para sobrevivir, así como las que integran la percepción y la acción. Estas propuestas tienen un necesario supuesto evolutivo porque plantean que la identidad de un organismo surge de procesos básicos que muchas especies animales disfrutan como parte de su fisiología. Estas teorías también implican un self estratificado, con un centro o núcleo a partir del cual se producen estados más complejos que desembocan en procesos plenamente autoconscientes. El mismo Panksepp planteó la existencia de procesos anoéticos, noéticos y autonoéticos como tres niveles sucesivos de organización cognitiva del self, aplicando en estas palabras el término griego de noesis, equivalente a una forma intuitiva de saber. Respectivamente se trataría de procesos que no implican conocimiento, los que entrañan conocimiento y los que implican conocimiento del propio organismo. En un trabajo de colaboración entre Panksepp y psicólogos de la escuela junguiana se afirma que este sistema neuroevolutivo constituye lo que para Carl Jung sería el Self con mayúscula y que consideraba el núcleo de la personalidad.

niveles auto self conciencia
Tres niveles del self o del ser individual: un núcleo mínimo corporal, un nivel explícito o consciente a través de la experiencia y la corporalidad, y un nivel social, narrativo y metacognitivo. Imagen: Semantic Scholar).

Un concepto central de esta doctrina de la autoconciencia mínima es que el organismo se siente a sí mismo de manera intuitiva y pre-reflexiva, es decir, sin necesidad de deliberaciones conceptuales. El neurofilósofo alemán Thomas Metzinger  en 2008 llama a esta sensación elemental minimal phenomenal selfhood, que traduzco como individualidad fenoménica mínima, una forma de sentir la propia identidad que surge como correlato subjetivo de los mecanismos básicos de autogeneración y automodelaje. Para ejemplificar esto podemos invocar que todo individuo vivo y dotado de cerebro siente de manera directa las consecuencias sensoriales de sus propios movimientos y de que para moverse con sentido requiere de una intención en acción que opera para mantener la marcha hacia algún sitio seleccionado. En este caso se integran en una unidad funcional el destino, la dirección y modulación de los pasos, las sensaciones visuales, auditivas, táctiles y cenestésicas producidas al caminar. Esta integración de múltiples señales con programas intencionales proporciona una poderosa sensación básica, directa e intuitiva de identidad al organismo, que Metzinger refiere como selfhood la individualidad y conciencia de sí.

libros filosofia
Portadas del libro del neurofilósofo Thomas Metzinger sobre la estructura del ego y el mito del sujeto, en su original en inglés y traducción al español.

Esta idea de una autoconciencia mínima anclada en la corporalidad funcional se puede reafirmar como una propiedad elemental de la materia orgánica, es decir, de la vida misma, porque los seres vivientes son sistemas autónomos en el sentido de que su existencia implica la producción y autogeneración de sí mismos. Un organismo vivo se distingue de entes no vivientes porque se auto-organiza de manera continua y automática, la propiedad de la vida que con muy buen tino Francisco Varela y Humberto Maturana denominaron autopoiesis hace casi 40 años. Un organismo vivo es autopoiético en el sentido de que es un sistema autocontenido y autogenerado que se autoperpetúa y se auto-repara. Y si bien un organismo vivo se constituye por componentes moleculares y celulares en estrecha relación con su nicho ambiental, su identidad no está dada por su composición o por su interacción con el medio, sino por sus procesos de conservación en continuo movimiento.

En otras palabras: el organismo vivo mantiene su identidad porque transforma la energía y la información de su ambiente mediante la producción, el ensamblaje y la conformación de sus propios componentes. En este sentido plenamente biológico se puede decir que la identidad de un organismo vivo no consiste en la perpetuidad de su composición, sino en su auto-regeneración vital. De esta forma, aunque el organismo cambia constantemente su composición atómica, molecular y celular, y aunque su forma y funciones se modifican durante el desarrollo, la madurez y la involución, mantiene una identidad móvil o histórica, porque es el mismo proceso estructural.

autopoiesis
Tanto la autopoiesis de Francisco Varela (izquierda) como la idea de que los organismos sienten su propia vida de Christof Koch, plantean una forma de subjetividad extendida a la materia viva.

Esta propiedad biológica de autopoiesis no sólo se manifiesta en la anatomía y la fisiología del organismo, sino en su conciencia, pues ésta se encuentra necesariamente ligada a sus bases orgánicas y funcionales. Las características subjetivas de la conciencia y en particular de la autoconciencia dependen de su morfodinámica recursiva, del hecho de que sus formas y funciones se regeneran y mantienen a sí mismas. La identidad de un ser biológico emerge de manera implícita como resultado de los procesos corporales de autoproducción y automodelación preconscientes.

En niveles subsiguientes de auto-organización, los procesos fisiológicos de la propiocepción, la interocepción, la integración multisensorial, la coordinación sensorio-motriz, el punto de vista, la experiencia de posesión, al actuar en conjunto y en referencia con el medio, hacen posibles las funciones autoconscientes de más alto nivel, como las representaciones pronominales y reflexiones auto-referidas, las identidades sociales, la empatía o la conciencia moral. De acuerdo con el modelo de funciones agregadas de auto-representación que he desarrollado a lo largo de estos ensayos, el ser o el self se plantea como un agregado relacional en constante cambio de sensaciones corporales, situaciones en referencia al entorno, funciones ejecutivas, pensamientos en primera persona, memorias episódicas, narraciones autobiográficas, rasgos de personalidad autoproclamados e identitarios. Este modelo del self consistente en niveles subjetivos íntimamente ligados a niveles de organización y de auto-organización del organismo o individuo vivo requiere de mayor examen, como intentaré a continuación.


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El yo inflado: egolatría, narcisismo y… auto-escarnio

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“Narcisismo” fue un término utilizado por Freud para designar un rasgo temprano del desarrollo de la psique, cuando el mundo de un infante preverbal está delimitado y centrado a lo que percibe y siente. Lo tomó del médico y sexólogo inglés Havelock Ellis, quien refirió la atracción que el humano siente hacia su persona como “Narcissus-like.” En la psicología del yo de Heinz Kohut, se consideró un rasgo en buena medida necesario, aunque Otto Kernberg lo trató como una falla en la estructuración del self. Las teorías derivadas o afines al psicoanálisis plantearon que los infantes en un ambiente de abandono o negligencia desarrollan un mecanismo de defensa exagerado contra estas condiciones adversas que resulta en una personalidad narcisista.

En la actualidad, al revisar la literatura académica de la psicología clínica, los conceptos de egolatría y personalidad narcisista suelen usarse por separado, pero los rasgos de una y otra son bastante similares. Una persona ególatra y narcisista se tiene a sí misma como su prioridad y devoción más elevada, en detrimento del aprecio y cuidado a los demás. Esta persona mantiene un concepto muy crecido de sus cualidades y su valía personal y no tolera la crítica; siente que le esperan cosas excelsas y muestra gran apego a indicadores de grandeza y éxito, como el dinero, el poder y la fama. Su confianza personal suele ayudarle a alcanzar sus propósitos y ganar en estatus, sobre todo en un medio donde se valoran las actitudes seguras y asertivas, sin distinción entre las pródigas y las egoístas.

narcisismo
Obra de Claudio Zulián sobre narcisismo, publicada en: Avilabierta18.

Ahora bien, el Manual Diagnóstico y Estadístico de Padecimientos Mentales (DSM), caracteriza una patología psiquiátrica, el “trastorno narcisista de la personalidad,” en la cual la confianza personal del afectado llega a la soberbia y el desprecio a quienes percibe como inferiores y no ejercita la empatía por sufrimientos ajenos. El narcisista patológico muestra una perpetua necesidad de atención y admiración, depende de las opiniones aprobatorias de los demás y siente que no recibe el homenaje o los privilegios que merece. Reacciona con altanería, impertinencia, ira, o incluso con violencia a las restricciones a sus deseos y a opiniones adversas a su persona. De acuerdo con el Manual, el trastorno narcisista se diagnostica cuando el psiquiatra detecta cinco o más de las siguientes características: pensamientos e imágenes persistentes de grandeza personal; creencias de ser único y especial; fantasías persistentes de éxito rotundo e interminable, de poder, de belleza y de amor; necesidades y exigencias intensas de admiración; conductas arrogantes y soberbias; expectativas irracionales de recibir un trato especial; falta de empatía y reconocimiento a las necesidades ajenas. En años recientes, estos componentes del trastorno han sido difundidos en muchos medios para ser aplicados a Donald Trump.

El término “narcisismo” ha pasado de ser una palabra técnica del medio psicoterapéutico y psiquiátrico a un término coloquial de uso popular. La palabra ha perdido precisión al ser aplicada a sectores amplios y poco definidos de la población como los supremacistas blancos, los novios “tóxicos” o los adolescentes contemporáneos. Se dice que vivimos en una “era narcisista” no sólo porque muchos sectores utilizan y aplican esta voz, sino porque suceden dos fenómenos contradictorios: por una parte se valora el éxito personal, el satisfacer los propios deseos y el salirse con la suya, rasgos de la personalidad narcisista, pero por otro las personas no quieren calificarse a sí mismas como narcisistas, sino como gente empática y atenta a los demás.

hipertrofia
Hablar de la “hipertrofia” del yo en el narcisismo y la egolatría es una metáfora que remite a la gran hipertrofia muscular de algunos fisicoculturistas y que perciben como insuficiente ante el espejo cuando padecen dismorfia corporal (fotografía: Musculación).

José Antonio Marina, pensador español interesado en la inteligencia y la educación, publicó en 2003 un ensayo bajo el título de “La hipertrofia del yo”. Detecta allí un cariz negativo en la evolución de la sociedad occidental desde la reforma protestante que fortaleció la conciencia individual frente a una autoridad dogmática, la afirmación por Descartes del yo pensante como elemento central de la persona humana y el protagonismo del individuo o del artista creador en el romanticismo. Agrega que la tendencia se exacerbaría en el siglo XX como una reacción a las ideologías totalitarias y las dictaduras que marginaban o eliminaban la importancia del individuo en aras del partido, del estado, de la doctrina o del caudillo. El arte resonó también con la necesidad de liberarse de la realidad externa para reafirmar a un yo desligado, emancipado y poderoso. Propone Marina que, si bien esta afirmación del yo era necesaria en la defensa de la autonomía personal, habría al mismo tiempo engendrado una obsesión en el cuidado e imagen de uno mismo y una glorificación del yo: “comenzó entonces el gran festival de las palabras que comienzan por “auto”: autorrealización, autosuficiencia, autoconciencia, autoestima, autoayuda.” Marina cita el siguiente pasaje del libro La cultura del yo de Helena Béjar: “la preocupación por el Yo ha usurpado el papel de la religión como núcleo de la vida espiritual o moral del hombre moderno. A dicha religión autocentrada corresponde la psicoterapia como vía de salvación”.

Jean Twenge
La psicóloga de San Diego, Jean Twenge, y la portada de su libro sobre la epidemia narcisista.

La psicóloga Jean Twenge de la Universidad Estatal de San Diego afirma que lejos de producir individuos satisfechos y exitosos, esta “epidemia narcisista” fomenta la actitud de creerse merecedores de todo y de sentirse en desgracia por no obtener los satisfactores necesarios. El comportamiento narcisista se extiende como plaga fomentando el consumismo rampante, la búsqueda de fama a cualquier precio, el uso creciente de las cirugías estéticas y la autopromoción. En el medio a la vez ilimitado y enrarecido de las redes sociales, los sujetos se presentan con lo que consideran su mejor aspecto y publicitan sus fotos y selfies en todas las circunstancias: “yo comiendo”, “yo con X” (persona conocida)”, “yo en Y” (lugar de moda). La notoriedad, la aceptación o el impacto “viral” en las redes, pesan más que las capacidades y los valores en la conciencia de sí. Más que atribuir este narcisismo al abandono temprano, Twenge y otros psicólogos actuales consideran que se ha fomentado por una educación que alaba y sobrevalora a los hijos o a los alumnos sin pedirles deberes o ponerles límites. Los padres narcisistas ven y tratan a sus hijos como genios. Dombeck aplica el término de “narciesfera” a la colección creciente de blogs, seminarios, libros y artículos que cultivan una aversión a ser narcisista y pregunta si será posible reconocer su propio narcisismo para una persona con esa aversión.

antidotos del narcisismo
Dos antídotos posibles del narcisismo: el arte de “vanitas” y la risa de uno mismo (izquierda: Vanitas. Retórica visual de la Mirada; derecha: Joseph Ducreux, Autorretrato del artista bajo el aspecto de un burlón, 1793, Musée de la Révolution Française, Vizille, Francia).

Este excesivo afán de atención y admiración confiere un rictus actual a la bíblica admonición “vanidad de vanidades, todo es vanidad” tema que, con el nombre de vanitas, fuera el motivo de obras del arte gótico y del barroco que subrayaban lo efímero y fútil de la opulencia y la gloria ante la inevitabilidad de la muerte. Esto bien puede ser un revulsivo contra el narcisismo, pero también se puede recomendar el tónico más ligero de la autoironía y el autoescarnio porque el narcisista sólo ríe cuando se burla o desprecia a alguien más. Cito unas líneas de Genealogía de mi autoescarnio de Daniel Saldaña París en las que el yo inflado adquiere dimensiones despóticas:

El que practica el autoescarnio, concedo, no pone su humor al servicio de los oprimidos, como hace el noble satirista. Pero cebarse en uno mismo, hacer fuego con el árbol caído de la propia vanidad también es subversivo. Para burlarse de sí hay que derrocar a un tirano.


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La autonomía, la libertad y la individuación

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A partir de la Ilustración y el triple lema de la Revolución francesa, la autonomía se ha convertido en uno de los valores humanos más preciados. Sin embargo, no es fácil discernir si una persona o uno mismo es efectivamente autónomo en el sentido de ser capaz de generar su propio código de valores y con esa base emprender las acciones para realizar un proyecto de vida propio, singular y auténtico.

Para suponer que una persona es verdaderamente autónoma sería necesario ratificar que posee y ejerce de manera coordinada y oportuna las siguientes capacidades neurocognitivas, propias de un agente dotado de voluntad y conciencia de sí en referencia a su entorno: (1) disposición: la capacidad proposicional de discernir y evaluar sus propias motivaciones, deseos, actitudes, normas o creencias; (2) proyección: la capacidad prospectiva de formular anhelos, propósitos e ideales sobre su vida actual o futura; (3) resolución: la capacidad táctica de reflexionar, deliberar y elegir la mejor estrategia para alcanzar sus objetivos entre alternativas posibles; (4) dirección: la capacidad rectora para realizar los actos deliberados provenientes de sus decisiones, y de ajustarlos o corregirlos sobre la marcha; (5) determinación: el grado de firmeza, resolución y empeño con el que la persona pone en práctica sus decisiones, intenciones o deseos; (6) revisión: la capacidad metacognitiva de evaluar sus acciones y sus resultados para enriquecer su experiencia y normar su conducta futura; (7) confirmación: la capacidad testimonial de reconocerse y saberse responsable y garante de sus acciones, tanto en su fuero interno como ante los demás; (8) emancipación: la capacidad diferenciadora de vincularse con otros humanos respetando su autonomía, cuidando su bienestar y eludiendo toda dependencia; (9) indivduación o auto-realización: la capacidad sapiencial y creativa de construir una vida particular, diferenciada, independiente y benéfica.

Si bien una persona puede ser considerada moral y jurídicamente responsable de sus actos en la medida que disfruta y ejerce estas capacidades en su conjunto, se puede apreciar que no se presentan ya formadas y articuladas con el uso de la razón. El desarrollo cognitivo y moral se va alcanzando por etapas mediante la práctica de la prudencia: el conducirse de acuerdo con normas aceptables en las circunstancias usualmente complejas, y a veces opuestas, del entorno. Este enfrentamiento del yo con el medio fue un tema medular para Fichte y Maine de Biran, los filósofos del yo que revisamos al inicio de este proyecto y que fueron significativamente contemporáneos de la Revolución francesa.

autonomía indivduación
La Revolución francesa de 1789. Cartel que enaltece la unidad entre el pueblo y el ejército. Dice: “Unidad, Indivisibilidad de la República, Libertad, Igualdad, Fraternidad o la muerte” (ID de la imagen: BG1RMY).

Hay varias formas de discernir la autonomía individual en referencia al choque Yo-mundo. Una de ellas preconiza que la capacidad de elaborar deseos o preferencias y llevarlas a cabo mediante conductas derivadas de decisiones personales debe ser respetada por los demás, por la sociedad y por el estado, pues la esfera privada debe prevalecer sobre el interés público. Sin embargo, se ha subrayado que una exaltación del individuo autónomo y soberano desconoce que el ser humano es social por naturaleza y que será en el ámbito colectivo donde encontrará el espacio y los medios necesarios para desarrollarse y convivir con los demás. Como acabamos de ver en el caso del imperativo categórico, Kant concibe a la autonomía como el ejercicio del autocontrol y el autogobierno para emprender conductas responsables de acuerdo a normas que la persona acepta como adecuadas y deseables para todos. La autonomía será entonces característica de la persona comprometida con un proyecto moral que se subordina en mayor o menor medida a los intereses comunitarios y sacrifica su iniciativa si perturba la convivencia y el bienestar ajeno. Pero también advertimos que si se concede a la comunidad una razón superior, esto ha dado lugar a prácticas represivas sobre el individuo cuando detentan poder quienes se abrogan la razón, sea ésta de orden religioso, ideológico o político, y tratan de imponerla sobre los demás.

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La autonomía es un ideal no sólo personal sino grupal, institucional, regional o nacional. En esta figura de la UNAM se simboliza por un árbol que florece en plenitud merced a sus sólidas raíces.

Parece ocurrir una ineludible colisión entre el derecho individual a la mayor libertad posible y la restricción de opciones por la sociedad. En nuestros tiempos las naciones se mueven hacia una globalización económica y cultural que, más que favorecer individuos diferenciados, autónomos, libres y responsables, parece imponer una especie de identidad masiva. La libertad personal resulta un valor lejano y aún peligroso, como lo adelantó durante la Segunda Guerra Mundial el psicoanalista Erich Fromm en su célebre libro “El miedo a la libertad” de 1941. Sin embargo, a pesar del pesimismo que se deriva de la situación mundial, el ideal de la autonomía sigue conservando fulgor y atractivo, a juzgar por las exigencias de respetar la iniciativa y la decisión del individuo, como sucede con el aborto o la eutanasia.

miedo a la libertad
“El miedo a la libertad” de Erich Fromm originalmente escrito en inglés durante la Segunda Guerra Mundial.

El pensamiento que madura con el existencialismo y se redefine en la “posmodernidad,” propone una versión más individualista de la autonomía y lo hace cuestionando o incluso vapuleando la noción misma de “sujeto.” Esto puede parecer contradictorio, porque ¿cómo se puede favorecer una autonomía individual sin afirmar la primacía o la existencia misma del sujeto? La respuesta a esta aparente paradoja, si interpreto correctamente el planteamiento, está en la negación de un yo abstracto en términos de representación mental de uno mismo y la reivindicación de la persona concreta, corporal e histórica. En este sentido, se puede conceder que la representación de uno mismo debe justipreciarse, pues se trata de un constructo mental, un yo virtual que figura a una entidad concreta: la persona de carne y hueso. Aunque esta crítica no desvanece la noción de sí mismos que tienen la mayoría de las personas, su interés está en despertar en el individuo la motivación para cuestionar su naturaleza y proporcionarle algunas herramientas conceptuales para emprender la tarea. Si bien la razón es necesaria para cuestionar y redefinir la autonomía y la individualidad, también se requiere una labor introspectiva y contemplativa, como lo hemos repetido. Una forma de discernir la paradoja Yo-mundo está en plantear el desarrollo de la conciencia moral como la búsqueda de un balance entre los valores aceptados y asentados en la comunidad y los principios de arraigo más personal. La autonomía es un fruto en crecimiento porque supone la búsqueda de integridad, autenticidad y lealtad a principios libremente asumidos y que forman parte de la identidad personal. La trayectoria ética de la persona consistirá en descifrar, obedecer o desobedecer por sí misma los elementos que garanticen su moralidad mediante el análisis crítico de los códigos imperantes, de los que asume como válidos y de los que expresa en su conducta.

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Grabado de Gustave Doré ilustrando la ruptura de las Tablas de la Ley por Moisés. El episodio del Génesis bíblico manifiesta la conciencia moral en conflicto con la realidad social y el mandato religioso.

La persona logrará autonomía en la medida que vaya alcanzando un proyecto independiente con sus propias reglas, más que acatando las de otros o de la cultura. La autonomía en formación constante es una indivduación: la labor de construir una existencia peculiar, única, pulida, capaz de dejar huella. Unos meses antes de ser asesinado, cuando se le preguntó cuál era concretamente su mensaje, Gandhi respondió: “mi vida es mi mensaje”.


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Además de motivo esencial de las religiones, la conciencia moral ha sido objeto de interés y análisis para la filosofía, la jurisprudencia, la sociología y otras disciplinas humanas y sociales. En esta ocasión haré una referencia somera a ciertas nociones fundamentales sobre la conciencia moral. Acabamos de ver que el sentido moral del término “conciencia” en español se registra desde el siglo XIII y se mantuvo a través del tiempo como referencia a una “luz” o una “voz” interior que proporciona al ser humano el conocimiento de si sus actos son buenos o malos. De esta forma, en el prolongado marco de la religión cristiana, la conciencia moral se ha considerado la facultad espiritual que permite a los seres humanos discernir sus faltas o pecados para arrepentirse y conseguir el perdón y la gracia.

El escolapio y filólogo español Julio Campos ha publicado en 1962 su extensa indagación en textos clásicos y medievales sobre los significados del vocablo conscientia en latín. Encuentra que existen dos sentidos en esta palabra; denomina al primero “convicción” y se refiere a la conciencia psicológica de sentir o darse cuenta de lo que ocurre, en tanto que el segundo sería la conciencia moral como “testigo que obliga o acusa”. Prevalece con mucho este último en los numerosos autores que revisa y que incluyen a clásicos romanos como Cicerón o Séneca, pasajes del Antiguo Testamento, en especial de los Libros Sapienciales, y secciones del Nuevo Testamento, en particular ciertas epístolas de San Pablo. El padre Campos sugiere que se mantenga el significado moral para el término conciencia por su derivación de la conscientia latina de orden moral, y que se utilice consciencia (con sc) para designar al sentir y advertir en general. De esta manera se distinguirían los dos significados, como ocurre en inglés (conscience, sentido moral y consciousness, sentido cognitivo) y en alemán (Gewissen, sentido moral y Bewusste sentido cognitivo).

La conciencia moral
La conciencia moral representada por un hombre desnudo que enfrenta a figuras alegóricas de diversos vicios y pecados. Grabado de P. Galle hacia 1563 (tomado de Wikimedia).

El sentido moral de la conciencia ha dado lugar a un amplísimo y controvertido análisis filosófico. Varios de los mayores pensadores europeos han considerado que los requerimientos morales son racionales, idea que llevó a Emmanuel Kant a plantear que actuar moralmente está dictado por un principio general, fundamental y racional propio de la mente humana que denominó el imperativo categórico. En su “Metafísica de las costumbres” de 1785 el propio Kant lo formuló sucintamente en una frase muy conocida y analizada en la ética: “actúa sólo de acuerdo con aquella máxima por la cual puedes desear que se convierta en una ley universal”. Este requerimiento puede entenderse como la llamada a conducirse de acuerdo con un propósito que podría aplicarse a todos los seres racionales, porque sería deseable que actuaran de esa manera en circunstancias similares y en cualquier mundo posible. El imperativo exige que nos tratemos a nosotros mismos y a los demás como fines y no como medios, de reconocer que hay en todos un principio de humanidad que tiene máxima jerarquía pues toda persona tiene un valor absoluto.

Metafisica de las costumbres
Portada original de la “Metafísica de las costumbres” (1785) de Kant donde presenta y argumenta el imperativo categórico.

El imperativo tiene consecuencias en referencia a la autonomía y a la libertad pues, aunque éstas se suelen considerar como atributos de la persona para actuar sin imposición ajena, consisten en actuar dentro de los límites que impone el imperativo categórico. Es decir, la persona moral concede a esta ley universal y natural una autoridad decisiva sobre sí misma, como un deber que no se deriva de mandamientos o leyes externas, sino de actuar como lo dicta y requiere la ley moral que el sujeto asume y acata. La libertad consistiría en conducirse de acuerdo con ese imperativo porque el sujeto puede no hacerlo, pero elige libremente actuar de esa manera, independientemente de sus inclinaciones y deseos. En suma: la libertad debe entenderse como autonomía responsable y no como un albedrío egocéntrico, arbitrario y exento del bienestar ajeno.

Kant produjo una revolución en el terreno moral: los imperativos y preceptos sustentados en la razón no tienen necesidad de apelar a ninguna legitimación más allá de su propia racionalidad intrínseca y la razón humana adquiere el rango de legisladora autónoma. A pesar de su indudable trascendencia, la noción enfrentó interpretaciones y críticas que significaron en buena medida el progreso de la ética moderna. Por ejemplo, hay otras explicaciones de la conciencia moral, como la del filósofo pragmatista John Dewey quien consideraba que los seres humanos aplican su inteligencia para mejorar sus juicios y acciones morales de acuerdo a las consecuencias que tienen sus acciones. El progreso moral depende de la adopción de hábitos que se juzgan satisfactorios no sólo para quien los adopta, sino para los demás. Lo que garantiza el valor de los actos no es un dictado a priori de valores éticos, como lo planteó Kant, sino las consecuencias de la conducta. Más tarde se sugirió que en la conciencia moral intervienen intuiciones, emociones, imágenes y otras facultades no racionales de la mente y que en la formación de la conciencia moral contribuyen tanto inclinaciones innatas como desarrollos derivados de la experiencia.

John Dewey
El filósofo pragmatista norteamericano John Dewey hacia 1902 y portada de su libro sobre ética.

En los últimos tiempos han entrado a la discusión sobre la conciencia moral y la conducta ética evidencias provenientes de las ciencias. Por un lado, la etología ha mostrado que diversas especies animales muestran comportamientos sociales indicativos de sentido de justicia, cooperación y moralidad, lo cual daría una explicación evolutiva para que se hayan seleccionado preceptos de comportamiento social en la especie humana. En este sentido se podría plantear al imperativo categórico como una facultad congénita y adaptativa de las especies sociales, en particular de la humana. Algunos modelos recientes de la ciencia cognitiva en referencia a la cooperación y la justicia sugieren que la moralidad basada en la proporcionalidad es altamente intuitiva para los seres humanos.

Por otro lado, la etnología ha mostrado que las intuiciones y criterios morales varían entre las culturas humanas, lo cual cuestiona la idea de que existen principios universales. La noción de que los principios morales varían en las diferentes culturas ha dado origen o reforzado el relativismo moral, el cual asienta que hay profundos desacuerdos entre comunidades o pensadores de tal manera que los juicios morales no son absolutos, sino dependen de estándares, prácticas o convicciones. Pero la historia y la etnología también han mostrado acuerdo en diferentes tiempos y lugares sobre ciertos actos universalmente aborrecibles, como el asesinato, la violación o el robo y se pueden interpretar como principios éticos innatos o inherentes al ser humano. El principio estipulado en la célebre Regla de Oro — “trata a los demás como querrías que ellos te trataran a ti”— se encuentra en prácticamente todas las religiones o tradiciones y depende de la reciprocidad y de la empatía, porque implica el ponerse en los zapatos del otro. Ahora bien, la Regla de Oro no es un mandato y tampoco es infalible porque no siempre lo que uno desea para sí coincide con lo que el otro desea y porque, aun cuando el agente puede esforzarse en predecir y comprender lo que el otro quiere para guiar su acción, puede y suele equivocarse en su atribución. 

justicia
“La justicia” por Bernard d´Agesci (finales del XVIII). En la mano derecha porta una balanza como símbolo de equidad y en la otra un libro con los textos: Dieu, la Loi, et le Roi (“Dios, la Ley y el Rey”) y Ne faites pas aux autres ce que vous ne voulez pas que vous soit faite (La Regla de Oro: “No hagas a los otros lo que no quieres que te sea hecho”) (imagen tomada de Wikimedia).

Aunque no siempre es posible encontrar opciones o respuestas correctas a los múltiples dilemas morales que enfrentamos en la vida diaria, la responsabilidad del individuo frente a sí mismo y a los demás constituye la formulación actual de la autonomía y la autenticidad, temas que requieren de una revisión adicional porque atañen a la autoconciencia moral.


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El sentido moral del término “conciencia” en español

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La genealogía de la palabra conciencia en lengua castellana muestra una fascinante evolución de ocho centurias que arroja luces sobre la naturaleza de la conciencia moral y sobre los tiempos que la aluden. Según el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, de Joan Corominas, el término conciencia derivado del latín conscientia (‘conocimiento’ o ‘convicción’) se documenta desde el siglo XIII en Las Siete Partidas del Sabio Rey Don Alonso el Nono y en el Libro del cavallero Zifar de 1300. También se encuentra un antecedente de este vocablo a finales del siglo XIV en la obra Tratado de la Doctrina de Pedro de Veragüe, quien en la introducción, a la letra, confiesa: “Por lo qual soy acusado de mi conçençia que cruelmente me atormenta recordándome los yerros e maculas en que cay”. Este sentido se expresa hasta ahora y de manera dramática en la oración católica del Confiteor, el “yo confieso” o “yo pecador,” la cual constituye un acto de contrición en el cual el creyente repite mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa, mientras percute su pecho con arrepentimiento y pesadumbre por sus pecados. El mismo significado se encuentra en numerosos pasajes precristianos para el término conscientia en latín. Es explícito al respecto el refrán latino conscientia mille testes: la conciencia es mejor que mil testigos.

san pedro
“El arrepentimiento de San Pedro”, óleo de Johannes Moreelse hacia 1632. Muestra el sentido moral propio de la tradición latina y cristiana: la capacidad de conocer los propios actos, juzgarlos y purgar los pecados. Esta acepción implica una conciencia de sí o un yo (tomado de Wikimedia).

Estas definiciones y plegarias manifiestan la creencia en una facultad anímica capaz de atestiguar y juzgar las propias acciones, así como purgarlas mediante la culpa y la penitencia. El motivo se remite a los Padres de la Iglesia y en particular a la chispa de la conciencia (scintilla conscientiae) de San Jerónimo, metáfora de un fulgor espiritual que permite al ser humano alumbrar la verdad y detectar el pecado para poder arrepentirse. Esta chispa fue posteriormente denominada sindéresis por Tomás de Aquino como la disposición de la razón para aprehender los principios morales de la acción humana y como el repositorio de esos principios.

Un sentido similar, aunque menos cargado de culpa, se halla en las obras lexicográficas. Es así que el término conciencia se documenta por primera vez en el Vocabulario de las dos lenguas toscana y castellana, de Cristóbal de las Casas (1570) y en el Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias (1611) se define de la siguiente manera: ‘es ciencia de sí mismo, o conciencia certísima y casi certinidad de aquello que está en nuestro ánimo bueno, o malo’. Este concepto de testimonio moral se encuentra en la primera edición del Diccionario de la lengua castellana (Autoridades), de la Real Academia Española (RAE) de 1729. La edición de 1780 de este mismo diccionario define conciencia como: ‘ciencia o conocimiento interior del bien que debemos hacer y del mal que debemos evitar, y regla segura para conocer el bien o el mal que hemos hecho’.

Diccionario de Covarrubias
Portada de El tesoro de la lengua castellana de Covarrubias de 1611.

La conciencia moral ha sobrevivido en la cultura popular de Occidente hasta el siglo XX. Como un ejemplo recuerdo a Pinocho, la caricatura fílmica de Walt Disney de 1940. Cuando este muñeco de madera le pregunta a Pepe Grillo qué es conciencia, éste le explica: “¿Te lo diré: la conciencia es esa débil voz interior que nadie escucha, por eso el mundo anda tan mal…” Pinocho le inquiere: “¿eres tú mi conciencia?” En respuesta, el Hada Azul inviste a Pepe Grillo, tocándolo con su chispeante varita mágica: “serás la conciencia de Pinocho, señor guardián del bien y del mal, consejero en los momentos de tentación”.

pinocho
En la caricatura Pinocho de Walt Disney (1940), Pepe Grillo es nombrado por el Hada Azul la conciencia moral de Pinocho, el muñeco de madera que tiene conciencia en el sentido de sentir pero no tiene conciencia moral (lámina tomada de Debate).

Además de la conciencia moral, la edición del diccionario de la RAE de 1984 registra una acepción de conciencia más acorde con su sentido de autoconciencia: ‘propiedad del espíritu humano de reconocerse en todos sus actos, pensamientos y deseos, como agente de todos ellos’. Finalmente, en la vigesimosegunda edición de 2001 se consignan los significados de consciencia (en este caso con sc) como ‘conocimiento inmediato o espontáneo que el sujeto tiene de sí mismo, de sus actos y reflexiones’ y ‘capacidad de los seres humanos de verse y reconocerse a sí mismos y de juzgar sobre esa visión y reconocimiento’. Se identifica el término como la capacidad de reflexión y reconocimiento de sí, propios de lo que denominamos autoconciencia. No es sino hasta esta edición de 2001 que se registran las acepciones relacionadas con el acto psíquico elemental de sentir y no necesariamente a la capacidad reflexiva del ser humano.

Estas acepciones se amplían en la vigesimotercera edición de 2014 del diccionario de la RAE, donde la voz conciencia remite a varios significados, que puedo resumir en tres principales: (1) el cognitivo: la capacidad del ser humano de conocer, reconocer, reflexionar, sentirse presente y relacionarse con la realidad; (2) el reflexivo: el conocimiento inmediato o espontáneo que el sujeto tiene de sí mismo, de sus actos y reflexiones, el actuar con plena consciencia de lo que se hace; la actividad mental por la que un sujeto se advierte como diferente del objeto que conoce; (3) el moral: el conocimiento del bien y del mal o sentido ético que permite a la persona enjuiciar los actos propios y ajenos. De manera afín a este último sentido, el Diccionario panhispánico de dudas (2005) de la RAE consigna que conciencia significa “reconocimiento en ámbitos de ética y moral, o sea: conciencia del bien y el mal”.

conciencia mejor que mil testigos
Grabado de Concientia mille testes (“La conciencia es mejor que mil testigos”). En La doctrine des moevrs de 1646 (tomada de Wikimedia). Traducción al castellano del pie de figura: “Con su conciencia sincero/ Se alegra, y pone de acero/ Contra los vicios vn muro,/ Que quiere morir seguro,/Y assi viue bien primero”.

El artículo sobre conciencia elaborado por el filósofo marxista Étienne Balibar para el Vocabulario de las filosofías occidentales tiene 17 páginas y empieza así: “Aún cuando se ha forjado por filósofos, el concepto de ‘conciencia’ se ha vuelto absolutamente popular denotando ‘la relación consigo mismo’ del individuo o del grupo.” Es curioso que este capítulo favorezca de entrada la acepción de autoconciencia sobre el sentido más básico de conciencia como sentir o advertir (awareness en inglés) que implica desde hace décadas para la academia y el uso culto. Destaca este artículo la capacidad de testimonio interior que detectamos desde el siglo XIII, una especie de desdoblamiento entre un observador y una observación que, además de suponer una introspección, emite un juicio sobre lo que presencia. Este potencial desdoblamiento, este acompañarse a sí mismo, esta capacidad reflexiva del ser humano, es lo que permite la conciencia moral: el juicio del bien o del mal.

Pasando por alto la extensa tradición cristiana, Balibar hace mención que esta escisión tiene antecedentes en los héroes griegos que mantienen conversaciones consigo mismos como manifestación de ese “diálogo del alma con ella misma” que Platón definió como el pensamiento. El autor rescata un dato de interés cognitivo: para los estoicos la conciencia de sí no viene dada, sino que se construye mediante la concentración, la memoria y la recapitulación, procesos cognoscitivos y afectivos de la autoconciencia. Agrega que esta última asociación cristaliza en la Reforma de Lutero donde se subraya la “libertad de conciencia” de cada quien para juzgar en su “fuero interno,” lo cual constituye una reivindicación de la autonomía individual, que fuera tan esencial en la Reforma. En la última frase de su artículo, Étienne Balibar apuesta que el significado de los términos asociados en otras lenguas occidentales sólo podrá abordarse de manera transdisciplinaria.

La cuestión de saber qué sitio ocuparán las palabras y las nociones de conscience, consciousness y awareness, Bewusstein, Gewissheit y Gewissen, en el punto de encuentro de la filosofía, de las ciencias y de la ética, incluso de la mística, tanto en el lenguaje común como en las lenguas cultas, parece extremadamente abierta.


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¿Qué papel jugamos en la Sombra Colectiva?

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Todo pasa tan rápido que parece que no tenemos el tiempo para detenernos a observar qué es lo que realmente está sucediendo hoy. Buscamos un medicamento para detener el esparcimiento del coronavirus con el fin de continuar con nuestras vidas como veníamos haciéndolo, sin darnos cuenta de que cambiar ese pasado es la oportunidad para transformarnos como humanidad.

La llamada “nueva normalidad” no debe quedar sustentada solamente en las nuevas reglas de comportamiento social. Ésas llegaron para quedarse y blindarnos de cualquier otro “bicho” que quiera montarse a nuestra forma de relacionarnos socialmente. La oportunidad que tenemos es ver más allá de sacarle la vuelta a la crisis sanitaria. Es momento de hacernos responsables y enfrentarnos a lo que nosotros mismos hemos creado.

La historia tiene mucho que mostrarnos, sin embargo, no se trata únicamente de poner atención en cómo enfrentamos el pasado, también está el reconocer conscientemente el impacto emocional colectivo para la generación que lo vivió. A ese daño, miedo, trauma o herida emocional que se queda en nuestro inconsciente y que se va pasando de generación en generación se le llama Sombra Colectiva.

jovenes figuras, vintage
Imagen: Revista Telos.

Este lado oculto de la naturaleza humana crea una presión psicológica sutil y condiciona nuestro comportamiento inconsciente ante lo que vivimos día a día. Hoy podemos ver las noticias y darnos cuenta de que nos enfrentamos cara a cara con los aspectos más obscuros de la naturaleza humana. El mundo se ha convertido así en el escenario de la Sombra Colectiva que reclama por doquier nuestra atención. Alza la voz desde los titulares, miente para mantenernos sumisos, nos muestra la polarización, juega libremente con nuestros bienes y deseos desde las instituciones financieras, alimenta la sed de poder de los políticos, conduce ejércitos a la guerra, contamina nuestros ríos y océanos, y envenena nuestros alimentos con pesticidas invisibles. Nuestra época nos ha enfrentado a ser testigos de este espectáculo sin precedentes.

Mientras que algunos individuos y grupos viven los aspectos socialmente más benignos de la existencia, otros en cambio, siendo la mayoría, padecen sus facetas más desagradables y terminan convirtiéndose en el foco de las proyecciones grupales negativas de la Sombra Colectiva. Ambas partes suman por igual al inconsciente colectivo para continuar construyendo situaciones que no nos gustan y nos retan una y otra vez.

Carl Jung dijo: La regla indica que cuando no se toma conciencia de una situación interior, ésta se da exteriormente como destino, es decir, que cuando el individuo no toma conciencia de sus contradicciones internas, el mundo se ve forzado a expresar el conflicto y a romperse en mitades opuestas.

consciencia colectiva
Imagen: elEconomista.es.

Para entender cómo es que estamos viviendo hoy nuestra sombra, podemos empezar por preguntarnos: ¿Cómo es que respondemos ante la información que consumimos día a día? ¿Somos conscientes de que sin importar lo lejos que se encuentre una situación crítica todos formamos parte de la misma? ¿Qué podemos hacer ante un mundo que sistemáticamente parece que no puede transformarse?

Lo primero que podemos observar es que somos nosotros mismos los que estamos construyendo el caos. No son los monstruos de las películas, ni los alienígenas que nos atacan y muchos menos una secta que controla el mundo. Todos los días tenemos opción de no sentirnos controlados, pero salir de la comodidad y seguridad de nuestras vidas nos mantiene acorralados. Por el contrario, entregamos el control a quien quiera tomarlo y lo hacemos inconscientemente cada vez que decidimos consumir cualquier producto que la mercadotecnia nos trae como la panacea para estar mejor en nuestras vidas. Estamos lejos de un consciente colectivo.

El médico y antropólogo Melvin Konner narra en su libro, The Tangled Wing, la historia de aquél hombre que fue al zoológico y acercándose a un cartel que decía: “El Animal Más Peligroso de la Tierra”, descubrió asombrado que se hallaba ante un espejo. Más que preocuparnos, es momento de ocuparnos de la humanidad. Seguro necesitaremos años o décadas para iniciar un consciente colectivo que comience una nueva etapa del ser humano, pero es preciso iniciarla ya.

colectividad aislamiento
Ilustracion: Damián Lluvero (Forbes).

Es momento de construir lo que podríamos llamar un “Legado Colectivo”. Utilizar de forma grupal el relacionarnos profundamente para reconstruir la vida en el planeta. Por medio de ecosistemas humanos que puedan iniciar una transformación local para ir sumando hacia lo colectivo. Pareciese una utopía, pero no lo es. Alguna vez vivimos en cuevas y no teníamos ningún vehículo y hoy podemos volar entre continentes. Aunque para esto pasaron muchos años, hoy tenemos la tecnología y la información biológica de lo que ya hemos hecho por miles y millones de años. Es momento de usarla a nuestro favor.

Hagamos una sola cosa; atender conscientemente el pasado desde nuestro presente y asumamos nuestra responsabilidad ¿Ya te observaste como parte de la Sombra Colectiva?


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¿Quién es quién? Identidades sociales fluidas y espinosas

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El tema de la identidad personal es vasto y tiene muchas facetas. En capítulos anteriores ya advertimos que el término identidad surge en referencia al propio cuerpo, a la situación del individuo en el mundo, la introspección, la agencia, el uso del término “yo” y otros pronombres, las posesiones, la sensación de ser la misma persona desde los primeros recuerdos hasta las experiencias más recientes, o al certificar que uno es alguien único entre los demás. En el capítulo sobre la alteridad encontramos que la sociedad y la cultura juegan un papel central en la individualidad e influyen directamente en la autoimagen y el comportamiento. Los sistemas cognitivos y afectivos de identidad y auto-reconocimiento personal no sólo constituyen fenómenos biológicos y subjetivos, sino que afectan de manera decisiva la vida social y son afectados por el lugar y el rol que desempeñan las personas en el seno de la familia, el trabajo, la institución o la cultura. Se trata de una identidad ampliada y extendida que se forja durante el crecimiento y la educación del sujeto en interacción con reglas, costumbres y requerimientos sociales.

identidad indio americano
Una fotografía como ésta evoca una serie tentativa de descriptores de identidad biosocial, por ejemplo, en este caso: hombre, maduro, indígena norteamericano, jefe de comunidad, chamán, etcétera.

En ésta y las próximas columnas trataré sobre la identidad social de la persona, el concepto de sí mismo que el individuo deriva por identificación y contraste en el colectivo de sus semejantes. En efecto: además de los procesos cognitivos que identifican al individuo para sí mismo como un ente psicobiológico único –el propio cuerpo, dinámico y consciente, que perdura mientras vive–, la identidad se establece socialmente en contraste con otros por diferencias observadas e incorporadas con base en creencias, ideas o tradiciones. El sujeto llega a “ser alguien” adoptando ciertos rasgos, rechazando otros y elaborando un constructo de sí que juega un papel importante y muchas veces rotundo en sus actitudes y conductas.

Cuando preguntan a una persona quién es, o busca en Wikipedia quién es quién, se retrata o encuentra descriptores de sexo, genealogía, raza, educación, profesión, nacionalidad, consecuciones, creencias o relaciones que, en su conjunto, constituyen su identidad social. Ahora bien, los conceptos con los que las personas se identifican constituyen categorías complejas y en muchas ocasiones escurridizas o problemáticas porque fundan y negocian sus identidades en forma de constructos surgidos de los fortuitos contextos históricos y culturales en los que les toca vivir. Sin embargo, a pesar de su variabilidad e incertidumbre, la identificación personal mediante estas categorías conceptuales tiene efectos notables y muchas veces contundentes sobre la autoestima, el bienestar psicológico o la adaptación social.

identidades
Portadas de los catálogos Who’s who 2020 y Quién es quién. Son listados de identidades biosociales.

La identidad definida en los términos mencionados es a la vez personal y social. Es personal porque el sujeto determina en alguna medida quién es y quién le gustaría ser, y es social porque decide esto en el contexto público al conocer, recoger, adoptar e incorporar actitudes, modelos o costumbres que le ofrece o le atribuye la sociedad vigente. Si bien la persona adquiere identidad a lo largo de su crecimiento y desarrollo, es en la adolescencia cuando busca y establece con mayor ímpetu quién es y quién quiere llegar a ser. Ahora bien, lejos de constituir una entidad homogénea y consolidada, la identidad es un crisol de identidades, donde algunas son nucleares y otras subsidiarias. No se trata de entes cristalizados y estables, sino permutables, cambiantes y anulables, pues la persona adopta, afina y desecha identidades a lo largo de su vida, como sucede con la conversión o la decepción religiosa o política.

Miquel Rodrigo y Pilar Medina proponen que, en vista de que uno se reinterpreta a lo largo de su vida, la “fluidez identitaria” es crucial, pues una identidad inmutable no permite la adaptación y una demasiado voluble o indecisa desorganiza la voluntad, la agencia y el comportamiento. En el mismo artículo, estos autores catalanes rescatan un pasaje relevante en el libro de aventuras Capitán de mar y guerra de Patrick O’Brian publicado en 1969:

“¿Identidad?””, preguntó Jack sirviéndose tranquilamente más café. “¿Acaso la identidad no es algo con lo que uno nace?”. “La identidad a que yo me refiero es algo variable que existe entre el hombre y el resto del universo, un punto medio entre el concepto que éste tiene de sí mismo y el que tienen los demás de él, pues influyen el uno sobre el otro constantemente. Se trata de un flujo recíproco, señor. La identidad de que le hablo no es algo absoluto…”.

El arte de vivir implica saber y decidir el grado de transformación y consolidación posibles o necesarios para la mayor satisfacción y el mejor desempeño de la persona.

identidad vineta
Viñeta del poeta León Felipe, autor de “Romero solo”: “Ser en la vida romero,/ romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos/…/ ligero, siempre ligero” (imagen tomada de Iñaki Anasagasti).

El definir cierta identidad y que ésta sea reconocida por los demás proporciona al sujeto un anclaje de arraigo y pertenencia que cumple cuando menos dos cometidos psicológicos fundamentales. Por un lado, aporta orden a la existencia, tanto sobre las acciones presentes como los objetivos futuros, y por otro, neutraliza o aplaca el miedo ancestral a la exclusión, la soledad y el aislamiento. Estos dos factores están fuertemente ligados. La identidad creada o asumida da sentido a la vida porque responde, así sea provisionalmente, a preguntas existenciales del tipo ¿quién soy?, ¿de dónde vengo y a dónde voy?, ¿a dónde pertenezco? Las repuestas a estas preguntas, así sean parciales o transitorias, parecen dar al sujeto una pertenencia y colocarlo en un sitio de su mundo y su tiempo. Sin embargo, se trata de un lugar problemático en referencia a la libertad, porque el individuo asume o acata normas y conductas, aunque no necesariamente las apruebe en su totalidad. Al definir su identidad social, el individuo acepta una mayor o menor limitación de su libertad porque pende sobre su cabeza la amenaza de la exclusión, del desarraigo y el aislamiento.

Una parte importante y a veces crucial de la vida se debate en la definición de la identidad personal en el contexto de las restricciones que la sociedad le impone. Cuando una persona narra su vida destaca las interacciones –a veces en afinidad y otras en oposición– con personajes, instituciones, comunidades, costumbres o valores que configuran las escenas y experiencias que dan sentido a su autobiografía. Más aún: el panorama de la libertad individual versus la imposición social, marca una de las dimensiones fundamentales de la opción política, la que transcurre entre los extremos libertario y autoritario.

identidad
Portada de Identidad (Editorial Trotta, 2017) de la catedrática de ciencias políticas Montserrat Guibernau, donde se destaca la pertenencia como factor inherente a la identidad social. A la derecha, la autora.

Termino esta introducción a la identidad pública con una reflexión existencial. La identidad sexual, racial, étnica o profesional reviste elementos genuinos y placenteros de filiación, adhesión, orgullo, celebaración o cooperación. Desgraciadamente suele verse opacada, perturbada y muchas veces desquiciada por factores históricos y sociales ligados al poder, al rango y la discriminación que suelen desembocar en odio y violencia. Además de la indispensable lucha histórica para disminuir o paliar estos factores, cada invidividuo requiere solventar y neutralizar en su fuero interno los sesgos de machismo, racismo, desprecio de clase y otras formas de discriminación que no desaparecen por la adopción de una ideología igualitaria, pues están arraigados más allá de la racionalidad.

De esta manera la identidad constituye una dimensión o faceta de la autoconciencia y la existencia humana que penetra desde lo más personal e íntimo hasta lo más comunitario y político.


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