Una realidad es que todos tenemos que trabajar, ya lo sabemos. Y otra realidad es que, en este periodo de confinamiento, quienes hemos podido quedarnos en casa no dejamos de luchar contra los sonidos del exterior que “invaden” nuestras videoconferencias. “Se compran colchones…”; “bísquetes calientitos”, “la patita de pollo, señora” y el nunca ausente “tamales oaxaqueños” componen el fondo sonoro de nuestras reflexiones de la tarde noche. ¿Y antes? Antes no falta que hagamos espacio y logremos la privacidad requerida para un examen, una reunión importante, porque enseguida uno puede contar con que abajo surgirá el ruido propio de un aserradero, taladrarán la banqueta o bien, vendrá la marimba, la tambora, la trompeta o cuando menos, la tímida vocalización de alguien en un estudio cercano.
La realidad es que ésta es nuestra música de fondo ahora. A muchos nos alegró la marimba en alguna tarde taciturna de sábado; a muchos nos dio pesar ya no tener monedas para arrojarle (por enésima vez) al cilindro que trascendió sus céntricas fronteras y llegó a colonias en donde nunca antes había sido escuchado. Todos estos sonidos entrañan para mí una paradoja: por un lado, representan lo perentorio de nuestra condición; por otro encarnan la lucha por la subsistencia (y vaya que el sonido de la tambora subsiste aun cuando uno cierre todas las ventanas para poder hablar). Son sonidos que me remiten al egoísmo (de unos, de otros), a la fragilidad de la frontera entre el espacio público y el espacio privado y a la encarnizada batalla que se puede representar en la frase: “el que grita más fuerte, gana”.
La realidad es que en la oficina no se oía tanta alharaca… ¿O sí? ¿O sería que el peso de nuestra cotidianidad de aquel entonces nos hizo sordos a los sonidos del entorno? La contingencia nos hizo redescubrir nuestro espacio en casa que, parece mentira, pero para muchos no era tan cotidiano como el de trabajo. En la oficina idealmente no éramos interrumpidos por el ladrido del perro o el grito del niño del vecino. Eso es lo que redescubrimos: a los que habitan alrededor, incluidos los músicos callejeros que llenaron el espacio público con sus notas. Recuerden esto: si están a punto de comenzar una reunión virtual, en cualquier momento el cilindro les puede traer las notas de “Las mañanitas”.
Si la vez pasada decía que los fondos virtuales salvaron a los desordenados o a los de paredes desnudas o descascaradas, contra los sonidos del exterior no hay blindaje: aunque se pueda silenciar el micrófono, tarde o temprano tendremos que hablar. Si damos clase, la experiencia resulta en suplicio. Hace poco una amiga compartió un artículo sobre el cansancio que implican las reuniones virtuales porque, como decía hace quince días, no podemos “leer” ese lenguaje que no es el oral, sino que es el perlocutivo. Si el otro se rasca, si me mira de frente, si voltea para todos lados, está emitiendo señales que estoy preparada para decodificar. Pero cuando veo un minúsculo cuadrito con una imagen de alguien muy compuesto en su fondo virtual y ocultando todo lo que pasa debajo de la línea del busto, lo único que puedo es hacer suposiciones. Si ve hacia abajo, probablemente esté anotando o quizá esté comentando lo que digo, con algún amigo, en WhatsApp. O quizá se esté durmiendo.
Pero los sonidos de fondo que la calle en tiempos de pandemia nos trajo, a diferencia de este nuevo régimen de visualidad, son absolutamente sinceros: nada los tapa, nada los disimula ni vela sus intenciones… aun cuando apaguemos el micrófono, nosotros los escuchamos, invaden nuestro campo auditivo, nos quitan la atención y puede que nos estresen más o, en todo caso, nos relajen. Los sonidos de fondo de la pandemia conquistaron, ciertamente, nuestro imaginario; poblarán nuestro recuerdo, desatarán otros tantos y evocarán los conceptos de lucha, pervivencia y, a veces, hasta solidaridad.
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