Es innegable que vivimos en una cultura culpígena. Nos ha costado terapia, análisis y miles de narraciones hacernos cargo de eso, pero todavía no podemos darle la vuelta. Es tan ominoso y excesivo como el hablar en diminutivo. Quien tiene la culpa es causante de algo. Para algunos, por ejemplo, Colón tiene la culpa de la colonización y de la explotación de los indígenas americanos. Austria tiene la culpa de que el pueblo mexicano no pueda disfrutar de la contemplación de las glorias del “penacho de Moctezuma”. Quienes no se apegaron al confinamiento de marzo tienen la culpa de que hayan continuado los contagios de COVID-19; las autoridades tienen la culpa de que no salgamos de una eterna meseta, porque no obligaron al confinamiento, pero la voluntariedad del mismo obedece a no querer ser culpables de parar la economía al 100%, porque el gobierno no apoyó con recursos a las familias y porque ¿cómo le íbamos a hacer?
Las autoridades tienen la culpa de que los padres de familia se tiren de los pelos porque ya no saben qué hacer con sus vástagos en encierro, pero si volvieran a clases, tendrían la culpa de una oleada masiva de contagios y de miles de muertes. Los asintomáticos tienen la culpa de andar por ahí ignorando su enfermedad y regando gérmenes; los que ya tuvieron COVID no se ocupan de los que no, porque “ya les dio” y se creen inmunes. El gobierno tiene la culpa de las muertes porque no hace pruebas masivamente y porque el manejo de la pandemia ha sido mentiroso, discrecional y timorato; todos tenemos la culpa si contraemos COVID-19 y contagiamos a nuestros familiares y amigos, porque nos dio culpa faltar a una reunión de cumpleaños/bautizo/boda pequeña (total, esto va a durar mucho tiempo, ¿no?).
Yo tengo la culpa de parecer un espantajo por cortarme el pelo a mí misma, así como de no reactivar la economía de mi peluquera por miedo a que me contagie, pero si recurro a sus servicios y me contagia, tendré la culpa de ser el foco de contagio de las pocas personas a las que veo. Los que en estos días se fueron a apiñar afuera de las iglesias para festejar a San Juditas tienen la culpa de los contagios en sus colonias, pero si no van, son culpables ante sí mismos de alterar el orden cósmico; lo mismo los que van a restaurantes y dicen “pero si ya se podía, ¿no?”. Si no vamos, seremos culpables de la debacle económica de las familias que viven de eso, y de las ventas. Pensar en la vuelta al semáforo rojo nos da culpa también, pues la economía del país no se va a reactivar sola, pero tampoco vemos a veces alternativas al repunte de contagio… y sentimos culpa por no tomar acciones decisivas.
Y, sin embargo, la culpa es cómoda. Es cómoda porque podemos depositar la responsabilidad de nuestras desgracias en algo exterior. No culpar es un acto disruptivo y de resistencia, porque implica hacerse responsable uno mismo. Y vaya que quizá necesitamos esa autoconsciencia cuando vivimos en el régimen liberal del “sálvese quien pueda”, porque en este país no podemos confiar en la institucionalidad. No incurrir en culpa, para uno mismo, implica autocontrol.
Quien se responsabiliza, toma decisiones. Y las decisiones, siempre excluyen otras opciones. Así, por ejemplo, la decisión de López Obrador de ficcionalizar en sus discursos matutinos, de minimizar los efectos de la pandemia y de construir continuamente cortinas de humo implica una estrategia consciente. Distraer, quizá disminuye la culpa. Pero recordemos que la culpa es cómoda: está en nuestro ser histórico. “Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja a que entre un rico al reino de los cielos”. “Bienaventurados los pobres”. Yo nomás digo que, ante esta herencia sin criticidad y ante el gobierno que tenemos, la única herramienta es la responsabilidad y el autocontrol. Sálvese quien pueda.
También te puede interesar: El pedestal vacío.
Mejor dicho, imposible.