El aspecto espiritual de la persona, así como el físico y el mental, necesita de prácticas específicas para desarrollarlo y mantenerlo en buen estado.
Con relación al desarrollo de la persona, el saber humano ha propuesto diversas teorías basadas en el interés propio de la disciplina, de la pregunta a resolver o del interés particular del investigador/autor. Todas ellas iluminan la comprensión humana y sirven para ampliar el conocimiento de la complejidad existencial de los individuos y la corresponsabilidad de todos en la formación de hombres y mujeres.
Para el desarrollo ideal del aspecto físico y mental del ser humano se cuenta con diversas propuestas concretas, pero en el caso del aspecto espiritual aún queda limitada su comprensión y preguntas relacionadas con el cómo, cuándo y para qué en la generalidad de la población quedan poco claras.
Si bien hay disciplinas que establecen el desarrollo espiritual como una transformación que ocurre propiamente a partir de los 42 años y la asocian con la etapa final en la vida de las personas, otras promueven su desarrollo desde las más tempranas edades. Ambos extremos miran la espiritualidad como un algo superior en el ser humano, el cual para desarrollarse debe someter otros aspectos más físicos y mundanos o esperar a que pasen a segundo término.
Sin embargo, como hemos planteado desde el principio, el aspecto espiritual en el ser humano de suyo no es bueno, no necesita negar otras dimensiones humanas, tampoco actúa al margen de la totalidad de la persona ni es independiente de la relacionalidad que nos constituye como seres existentes. Esto implica que su sano desarrollo es una constante que dura toda la vida y en la cual vale la pena reflexionar.
Ciertamente la espiritualidad es el aspecto más sólido del ser humano, pues es capaz de sostener a la persona aun cuando ésta se encuentre disminuida física y/o mentalmente y contribuye a la plenitud cuando en el individuo existe un auténtico cuidado por la totalidad de sus dimensiones y su aspecto relacional. Impulsar intencionalmente su desarrollo supone reconocer la existencia de esta dimensión humana, así como su importancia para el bienestar personal y comunitario.
En efecto, las personas pueden simplemente dejar que la vida transcurra y considerar que la salud en todas sus dimensiones y la calidad de sus relaciones depende de la suerte, o tomar la responsabilidad de su existencia y dirigir la propia vida. En el segundo caso es necesario conocer qué nutre y qué destruye cada una de los aspectos para elegir aquello que favorece y evitar lo que destruye.
Promover una espiritualidad sana implica moverse hacia una vida de calidad por medio de contemplar y analizar la realidad como se presenta, registrar el potencial, el límite, el riesgo y el beneficio real que contiene, y reconocer las herramientas internas y externas con las cuales se cuenta en un momento dado para hacer uso de ellas. Esto responde al para qué, es decir, la espiritualidad sana produce arraigo a la vida real porque vale la pena vivirla en una disposición de hacerla valiosa y eficaz para uno mismo, para el entorno y para los demás.
El cuándo siempre corresponde al eterno presente, pues sólo en el presente se actúa, el pasado y el futuro sólo son pensamientos. El cómo no tiene respuesta única, las posibilidades son infinitas, por lo mismo, si un intento no da los frutos esperados, simplemente se analiza qué sucedió, se reconoce la participación propia en los resultados fallidos, se deja en el pasado y se intenta algo diferente.
Sostener y sostenerse en la espiritualidad implica, en todas las etapas de la vida, la sensibilización hacia uno mismo junto con todo lo existente, además de reconocer la responsabilidad de brindarse y brindar al entorno la mejor versión posible para contribuir a la existencia y al desarrollo propio, de todo, de todos y de todas.
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