La ligadura entre la conciencia que un sujeto posee de sí mismo y la que tiene de los otros fue extensamente examinada durante el siglo XX en la tradición fenomenológica y existencial de la filosofía europea. Los términos de “otredad” o “alteridad” se aplicaron en esta escuela a la representación que una persona llega a adquirir sobre sus prójimos y que se manifiesta en las conductas que emprende y las relaciones que establece con ellos. En esta ocasión revisaremos a tres pensadores que aportaron reflexiones profundas e imprescindibles en referencia a la alteridad en relación con la autoconciencia; son ellos Martin Buber, Emmanuel Lévinas y Paul Ricoeur.
El pensamiento humanista de Martin Buber (1878-1965) se ha denominado filosofía del diálogo o del yo-tú porque este filósofo y teólogo austriaco-israelí no concebía un yo separado, sino siempre en relación con el prójimo, con el tú. En Yo y tú, de 1923, Buber propuso que la alteridad presenta tres facetas: (1) el tú como persona concreta, la representación que un sujeto hace de otro, establecida fundamentalmente a través del diálogo, (2) el tú en referencia a los objetos que adquieren significancia para el sujeto, y (3) el Tú como deidad: la relación que establece un creyente con lo sagrado y con Dios, la otredad más radical. Estas formas de relación con el otro hacen que el yo nunca se encuentre sólo, aunque la persona pueda estar sin compañía en muchos momentos. La relación interpersonal se basa en una personificación del otro y para que se desarrollen los lazos y las acciones de comprensión, apoyo y compromiso es necesario que se establezca una confianza. De esta forma Buber establece una ética del amor basada en una relación auténtica entre personas y afirma que, cuando cumple con estos requisitos de mutualidad y confianza, la relación yo-tú es de hecho generadora del yo. Interpreto esta idea en el sentido de que la autoconciencia requiere de alteridad y mutualidad para alcanzar una disposición más acabada.
Para el filósofo franco-lituano Emmanuel Lévinas (1906-1995) la alteridad no sólo involucra la atribución de estados mentales a los otros, sino también la aptitud y disposición para ponerse en el lugar del prójimo en una experiencia de empatía. Hay en este pensador una reflexión muy actual en términos de las ciencias cognitivas y es la que se refiere al rostro, porque la cara del prójimo se presenta como una forma específica y concreta de alteridad. Esto quiere decir que la cara manifiesta de manera contundente la identidad de alguien, no sólo por su presencia sino también como acto, porque la subjetividad o la interioridad del otro se manifiestan en su semblante, tanto en los rasgos que lo identifican, como por los gestos y las voces que manifiestan sus actitudes, emociones y otros estados internos. Lévinas califica de inmediatez a esta presencia cara a cara por la cual el otro se presenta de forma contundente, directa y real. La investigación contemporánea sobre la expresión de la emoción en el gesto facial y la voz otorgan una validez empírica a esa inmediatez. Por ejemplo, en una revisión original y convincente del 2012, Diana Sidtis y Jody Kreiman de la Universidad de Nueva York han demostrado que la voz humana constituye una encarnación del self en el contexto social porque la voz contribuye a la percepción, la expresión y el intercambio de estados subjetivos entre personas.
Los analistas de Lévinas coinciden en calificar su postura ante la alteridad como una ética fundamental en el sentido de que el yo no sólo se define en similitud y oposición con el tú o con el otro, sino “para-con-el-otro”, en especial una vez establecido el vínculo. Lejos de situarse de manera lejana o pasiva, el sujeto responde ante su prójimo y, con ello, adquiere responsabilidad ante su presencia y su ser. La relación mutua entre dos agentes morales es el fundamento de una experiencia del otro que orilla a comportarse éticamente. Esta relación obligada no sólo se erige por la interacción entre las subjetividades de dos personas, sino por la red intersubjetiva de los sujetos que conviven en comunicación.
Por su parte, Paul Ricoeur (1913-2005) considera que el significado del ser, este término tan central como opaco y polémico de la metafísica, no implica una esencia separada y única de cada individuo (que en estos escritos suelo referir como el self), pues se gesta en relación obligada con el otro. Para este importante pensador francés, a quien he citado en varias secciones, el sentido de ser uno mismo como individuo único y diferente constituye la ipsiedad o mismidad, pero ésta implica a la otredad: uno no puede definirse sin otro. En su libro titulado “Sí mismo como otro” sostiene que, si bien la alteridad pertenece a la constitución ontológica de la ipsiedad, esta relación íntima del yo con el tú no se corrobora en el sentir, pues cada persona siente directamente su cuerpo, pero no el cuerpo del otro. Además, la persona puede reclamar la pertenencia y la responsabilidad de sus actos en el mundo, pero no de las acciones ajenas. En vista de esta dinámica corporal tan individual, ¿cómo afirmar que la identidad propia y la conciencia de los otros, es decir, la autoconciencia y la alteridad, se encuentran vinculadas de forma tan estrecha?
Uno de los argumentos que ofrece Ricoeur al respecto se basa en el sufrimiento porque, si bien sufrir es subjetivo y personal, lo comparten los seres humanos de múltiples maneras, sea porque gran parte del sufrimiento humano es resultado de las acciones humanas, sea porque el sujeto siente dolor empático cuando ve a sus allegados sufrir o porque a través del dolor y del tacto en general, el cuerpo intercede y tercia entre la intimidad del yo y la exterioridad del mundo. Entonces, la relación necesaria del yo con el tú incluye a la corporalidad no en el sentido que yo sienta al cuerpo ajeno como el propio, sino que para llegar a conceptualizar y a sentir al otro debo tener una noción fuerte de la corporalidad ajena. Mi cuerpo es un cuerpo a los ojos de los otros y el de ellos es un cuerpo ante mis ojos: el cuerpo es naturaleza común de todos los seres humanos tejida en una red de intersubjetividad. La persona construye su identidad personal en el seno de una comunidad, la que, a su vez, le brinda su singularidad.
Por otro lado, Ricoeur afirma que el ego origina un alter ego definido como el sentir que los demás son otros como yo: el otro es alguien que, como yo, dice “yo”. Ocurre un apareamiento entre el ego y el alter ego para constituir la intersubjetividad, pues se requiere tener una idea de que algo propio se identifica y contrasta con el otro. Ésta sería la base de la ética como la concibe nuestro autor: un “vivir bien con y para otro en instituciones justas.” Asoma ya la relación que tiene la autoconciencia con la conciencia ajena y con la ética, sobre la que elaboraré en próximas colaboraciones.
Algunas investigaciones más recientes han abordado esta dualidad unificada del yo y el tú, o de la conciencia de sí y del otro. Por ejemplo, en infantes colocados ante el espejo y ante fotografías de otros infantes se ha estudiado y comprobado el rol de la cognición social en la adquisición del yo individual. La perspectiva de la cognición situada es particularmente compatible con la idea de que el ser individual (el self) se gesta por interacciones y relaciones interpersonales de diferenciación y participación.
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