Albert Einstein fue el más notable hombre de ciencia del siglo XX. Si Dios creó el Universo y Newton lo explicó, este modesto profesor alemán lo ordenó.
Con sólo la fuerza de su mente, sin ayuda de los complejos y costosos aparatos científicos, los laboratorios, las supercomputadoras y los batallones de asistentes que hoy están a disposición de los investigadores en las universidades, pudo penetrar los enigmas del universo y explicarlos en un lenguaje llano e incluso encantador.
Produjo uno de sus primeros grandes trabajos cuando era empleado de la oficina de patentes en Berna. Es un documento de apenas tres cuartillas y tres pasos titulado ¿La inercia de un cuerpo depende de su contenido de energía? En él encontramos el antecedente inmediato de la que es sin duda la fórmula matemática más conocida en el mundo (se cita aunque no se entienda): E=mc2, pero en el documento brillan por su ausencia las referencias eruditas y los latinajos que hoy son obligados en los papers científicos, y por supuesto no está en formato “APA”.
Fue recibido por la revista Anales de la física el 27 de septiembre de 1905. Einstein tenía 26 años de edad. Apunto que si este mismo trabajo se entregara hoy en copia ciega a un comité científico del Conacyt para determinar si el autor pudiera aspirar a un lugar en el Sistema Nacional de Investigadores, sería rechazado entre risitas por las señoras y los señores dictaminadores, tanto de la ciencia neoliberal como de la cercana al pueblo bueno.
No obstante haber revolucionado la física, tuvieron que pasar cuatro años antes de que fuera aceptado como profesor en Zúrich en 1909. “Así que ya soy también un miembro oficial de la cofradía de las hetairas”, escribió a un amigo cuando fue admitido.
A los 36 años, Einstein había producido una de las más dramáticas revisiones de la idea del Universo en la historia. Su teoría general de la relatividad no fue sólo el replanteo genial de conocimientos ni el diseño de nuevas leyes, sino una nueva interpretación de la realidad. El efecto movió los cimientos de la ciencia y fue una ola expansiva que provocó revoluciones, por así decirlo, en cadena. La literatura, la pintura, las artes en general e incluso la conducta de muchas generaciones no volvieron a ser las mismas.
Las anécdotas sobre Albert llenarían un grueso volumen, aunque casi todas pertenecen al reino de la mitología. Cierto que fue un alumno problema con una feroz, casi patológica resistencia a la autoridad, pero jamás lo reprobaron en matemáticas. Al contrario, antes de los 15 dominaba el cálculo integral y el diferencial. Sí dijo que la imaginación es más importante que la inteligencia.
Descortés, contestatario, indiscreto, brusco, grosero, indiferente y frío, como estudiante del politécnico en Zúrich llegó a ser la bête noir del claustro académico. Como maestro era desordenado y disperso, poco estimulante y tendía a aburrir a sus alumnos. Claro que años después estos mismos rasgos dieron lugar a tiernas y sabrosas leyendas. Cosas de la fama.
En su vida personal fue un hombre incapaz de establecer ligas afectivas profundas. Sus amigos varones conocían una faceta superficial de su personalidad. Con las mujeres se involucraba siempre y cuando no sintiera amenazada su independencia. Con sus hijos, si bien afectuoso y responsable, tendía a ser lejano.
La compleja personalidad de Einstein explica su genialidad. A riesgo de simplificar, parece que mientras los grandes físicos de su tiempo reverenciaban la figura de Newton y sus teorías las tenían como palabra revelada y dogma, Albert no tenía empacho en cuestionarlas mediante razonamientos –en este contexto– casi heréticos. Su rechazo a todo autoritarismo le permitió incursionar en terrenos, digamos, “prohibidos” y así dar nuevas soluciones a viejos problemas.
Walter Isaacson escribió una monumental biografía de este genio, Einstein. Su vida y su universo. Este libro minucioso, erudito y divertido, permite al mortal común y corriente seguir los pasos de quien una vez se dijo fue “El pensador más original en la historia de la Humanidad”. Algunos extractos:
“Durante toda su vida, Einstein conservaría la intuición y el asombro de un niño […] ‘Las personas como nosotros no envejecen’ escribió a un amigo ya avanzada su vida. Nunca dejamos de asistir como niños curiosos al gran misterio en el que fuimos colocados.
La impertinencia de Einstein lo metió en problemas con Jean Pernet, el profesor del Instituto Politécnico a cargo de los ejercicios y experimentos de laboratorio. En la materia ‘Experimentos en física para principiantes’, Pernet le dio a Einstein un 1, la más baja calificación posible, ganándose así la distinción histórica de haber reprobado a Einstein en un curso de física.
Creía que el requisito básico de la educación era la libertad intelectual […] Cerca del final de su vida, el Departamento de Educación de Nueva York le preguntó en qué materias se debían empeñar las escuelas. ‘En la enseñanza de la historia’, respondió. ‘Deben organizarse amplias discusiones sobre la obra de personajes que beneficiaron a la humanidad gracias a su independencia de carácter y de juicio’. […] ‘Es importante promover el individualismo’ dijo. ‘Pues sólo los individuos producen ideas nuevas’. ‘La obediencia ciega a la autoridad es la principal enemiga de la verdad’. […] ‘Una carrera académica que obliga a producir gran cantidad de escritos científicos genera el peligro de la superficialidad intelectual’.
Su éxito fue consecuencia de su capacidad para poner en tela de juicio ‘lo sabido’, de su constante reto a la autoridad y de su capacidad de asombro ante misterios que nada decían a otros.”
Todos podemos encontrar inspiración en la vida de este hombre, que además fue un incansable pacifista. En lo personal no deja de maravillarme cómo abordó el inquietante enigma de los límites del Universo y explicó, con la brillante y sencilla metáfora de los hombres bidimensionales en su mundo bidimensional, la curvatura del espacio. No es que hoy duerma más tranquilo por ello, pero al menos ya puedo ver las estrellas sin esa sensación de vacío que parecía arrancarme el corazón.
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