El aprendizaje es un largo camino de ensayos, pruebas, hipótesis, expectativas, errores, fallos, frustraciones, creatividad, cansancio y fracasos, muchos fracasos.
Desde pequeños se nos ha enseñado que la meta y el triunfo son aquello que debemos siempre poner en primer lugar al momento de iniciar cualquier camino. Nada más lejos que el goce que supone transitar de un lugar a otro.
Hace unos años, el gran físico chileno Andrés Gomberoff me dio una lección de la importancia de los procesos de aprendizaje. Hacía un tiempo que no lo veía cuando me lo encontré en un café en Santiago; me contó que venía llegando de Japón, donde había pasado unos pocos días; un viaje que toma cerca de 36 horas desde Chile. El motivo de su periplo al otro lado del planeta fue la invitación de un colega suyo quien lo había desafiado a trabajar en un problema de física teórica que lo tenía complicado. ¿Y cómo les fue?, pregunté. —No llegamos a nada –me dijo–, pasamos cerca de una semana encerrados desarrollando fórmulas y no lógranos resolver el acertijo. ¡Qué frustración más grande!, exclamé. —¡No! –me contestó con firmeza–, la mayor parte de las veces, los físicos no somos capaces de probar nuestras hipótesis, y eso es lo que, justamente, hace que, el hacer ciencia valga la pena. Porque es difícil, porque casi siempre nada resulta, eso es lo que permite que, cada problema inconcluso abra nuevas preguntas y posibilidades para seguir avanzando, para ir más allá, mucho más allá de lo que imaginábamos cuando nos preguntamos por primera vez aquello que intentamos entender.
De alguna manera esa noción de aprendizaje desde el fracaso y la frustración se puede equiparar a otro ámbito, muy distinto, de la condición humana: el amor.
¿No es ese también uno de los campos más lleno de ilusión y dolor por los que transitamos a lo largo de nuestras vidas? ¿Quién no ha perdido en el amor? ¿Quién no se ha sentido derrotado y no se ha prometido que nunca más lo volverá a intentar, que nunca más volverá a confiar, para estar, al poco tiempo, nuevamente deslumbrado por la posibilidad que esta vez sí resulte la apuesta?
Es importante el fracaso porque gracias a él celebramos los triunfos. Agradecemos la salud porque conocemos la enfermedad y amamos porque sabemos lo que es el desamor. La derrota nos es necesaria, nos alimenta, da fuerza y coraje, bien lo escribió Teresa de Ávila hace 500 años:
Tengo una grande y determinada determinación,
de no parar hasta llegar,
venga lo que viniere,
suceda lo que sucediere,
trabaje lo que trabajare,
murmure quien murmurare,
siquiera me muera en el camino,
siquiera se hunda el mundo.
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