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¿Qué son los “Derechos Bioculturales?

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La noticia del otorgamiento de una patente por parte de la Oficina de Estados Unidos para el proceso de elaboración de la “panela”, ha generado una reacción generalizada de rechazo que ha desbordado los límites de Colombia, país en que se produce el tradicional dulce.

La panela es el equivalente del “piloncillo” mexicano, el cual recibe nombres diversos en los distintos países de la región, pero en todos tiene una larga tradición de manufactura y uso en la alimentación como endulzante en una larga serie de aplicaciones. La patente fue otorgada a Jorge González Ulloa con el número 10,632,167 argumentando para su concesión que el método permite fabricar un alimento de bajo costo que reduce significativamente el colesterol, permitiendo que sectores que no pueden acceder a medicamentos de alto precio puedan beneficiarse de esta “invención”.

Ésta no es la primera vez que ante una oficina de patentes se presenta una solicitud para pretender derechos exclusivos respecto de un producto o un proceso ampliamente conocido en una región o población, sorprendiendo la buena fe de quienes analizan las solicitudes y su ignorancia de los métodos y productos de este tipo. De hecho, son muchos los casos en los que han sido documentados robos de productos ancestrales –particularmente remedios herbolarios–, por parte de laboratorios que obtienen la información y la convierten en un producto alimenticio o farmacéutico de probada eficacia.

derechos bioculturales piloncillo
Imagen: The New York Times.

Este tipo de casos es lo que ha llevado, desde hace tres décadas, a desarrollar en diversos foros internacionales discusiones orientadas a salvaguardar el denominado “conocimiento tradicional”, no sólo para evitar este tipo de conductas parasitarias, sino para definir, al mismo tiempo, criterios y acuerdos que en el plano internacional permitan sistemas de balance para que esta clase de conocimiento sea aprovechable por el mundo, pero reconociendo a los pueblos y comunidades que los han preservado sus derechos primigenios sobre sus productos étnicos. A la pregunta sobre cómo se benefician estas comunidades del uso de su conocimiento tradicional, habría que decir que el primer acto de justicia es reconocer de dónde proviene el producto; en segunda instancia, si el mismo se desarrolla a partir de plantas endémicas para evitar la biopiratería; y en tercera instancia, reconociendo que quienes han preservado el conocimiento se vean beneficiados económicamente de cualquier explotación comercial futura.

En realidad, este no es otro principio de justicia que el mismo que se aplica para impedir el plagio de creaciones culturales indígenas, de los que nuestros grupos étnicos han sido víctimas reiteradamente, particularmente en sus artesanías y en productos del ramo textil.

La gran diferencia de esta clase de figuras respecto de las restantes de la Propiedad Intelectual es la singular condición consistente en que la titularidad del derecho no se atribuye a un individuo o persona moral en particular, sino a una comunidad que por su propia naturaleza se ubica en una posición conceptual difusa; la otra nota peculiar es que se trata de un derecho colectivo, que se acuña en la propia identidad del andamiaje cultural que le precede. A esta clase de derechos, que conectan a las comunidades con su entorno, forman parte de la nueva categoría denominada “derechos bioculturales”.

lucha de originalidad
Imagen: @julianguionbajo.

Debemos referir, como antecedente de esta novedosa categoría jurídica, que es resultado de la evolución del movimiento identificado como “Constitucionalismo Latinoamericano”, que en este punto parte del entendimiento de que los derechos del medio ambiente mutan a raíz de la aceptación de fenómenos críticos como el cambio climático y el agotamiento de los recursos naturales, siendo las Constituciones de Ecuador (2008) y Bolivia (2009) las pioneras en el reconocimiento de la naturaleza y quienes la conforman, como un sujeto de derechos, amparadas en el principio ancestral del buen vivir: sumak kawsay –quechua– y suma qamaña –aymara–. Colombia, en una sentencia histórica del año 2016, llevó el concepto a su más elevada concepción definiendo los derechos bioculturales como el reconocimiento de la profunda e intrínseca conexión que existe entre la naturaleza, sus recursos y la cultura de las comunidades étnicas e indígenas que los habitan, los cuales son interdependientes entre sí y no pueden comprenderse aisladamente.

Los objetivos de este tipo de regulación van mucho más lejos que los clamores inflamados por súbitos ataques nacionalistas como los que regularmente presenciamos, cada vez que se reporta una copia o imitación de productos de arte indígena. La protección incluye la literatura popular, artes y oficios tradicionales, música, artes visuales y ceremonias, creencias populares, arquitectura tradicional asociada con localidades específicas, así como formas de conocimientos populares relacionados con preparaciones medicinales y la práctica de la medicina tradicional, la agricultura, la conservación y el empleo sostenido de la diversidad biológica.

Otra de las manifestaciones más acabadas de los derechos bioculturales son las llamadas Denominaciones de Origen y las Indicaciones Geográficas, que permiten que los grupos de productores de una región determinada puedan preservar para sí el empleo de la denominación del producto al que han dado nombre, dando a estos grupos y comunidades una razón de pertenencia que los aglutina y que les permite construir cadenas productivas de valor que les dan visibilidad e ingresos.

Estamos, claramente, ante una nueva generación de derechos que por fin reconoce a “los derechos de la Tierra” como una realidad que debemos considerar y respetar en la forma de una obligación transversal y progresiva. No es una moda, es un llamado, tal vez desesperado, por modificar nuestra relación con el lugar que habitamos.


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COVID-19 hizo que artesanos se sintieran como “delincuentes”

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En el 2018, el  sector de la cultura en México representó un 3.2 por ciento del  Producto Interno Bruto (PIB) con una aportación de 702 mil 132 millones de pesos —según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Hoy, dos años más tarde, los artesanos que encarnan gran parte del área, se sienten como “delincuentes” sin espacios  para fabricar y vender aquello de lo que hacen para salir adelante. 

Luego de casi diez meses sin oportunidades y total encierro, a un costado del Monumento a la Revolución se alzaban un par de carpas, cuyo corazón eran decenas de artesanos dispuestos a ganarse el pan de cada día. Provenientes de diferentes estados de la República y dolidos por la pandemia de COVID-19, han luchado no solo contra el virus mortal SARS-CoV-2, sino con las barreras creadas por las autoridades, quienes ante la declaración del semáforo rojo, los levantaron de la explanada del recinto desde el lunes 21 de diciembre. 

Y es que fue hasta el pasado 10 de diciembre, cuando la Ciudad de México, a través de la Secretaría de Gobierno, dio la autorización para realizar una pequeña exposición artesanal. Aunque la promesa fue alargar el evento hasta el 6 de enero del año entrante, esta semana cada artesano regresó a su hogar. 

Por unos días, la obra arquitectónica dedicada a la Revolución Mexicana pudo ser parte de un combate que en lugar de armas tenía ropa bordada a mano, artículos de piel, productos con base en hierbas y alimentos típicos. Los artesanos lograron —aunque sea de forma temporal— una apropiación del espacio que no tiene otro fin que el de subsistir la severa crisis económica que llegó para quedarse por largo rato y que les está robando protagonismo. 

Carpa de artesanías previo al semáforo rojo.

Artesanos pasamos a ser delincuentes: Cuauhtémoc, originario de Morelos

El señor Cuauhtémoc Gómez González se encontraba en los primeros sitios de la exposición artesanal que nació y murió al pie del monumento y recinto histórico. Con una chamarra que respondía al aire fresco de los días de diciembre, el originario del estado de Morelos promocionó sus productos elaborados con base en plantas de su entidad y a partir del amor que profesa a su compañera de vida. 

Gómez González explicó que “Go-Hui” es la unión de su apellido y el de su esposa Huitrón. Tras una carrera de seis años de ascenso en artículos de higiene personal —entre los que destacan shampoos, jabones, cremas y geles— la pareja vio frenado su éxito cuando arribó el coronavirus a la escena mexicana. 

Normalmente, el matrimonio vende sus productos de origen natural en los rinconcitos de Morelos. De Cuernavaca a Cuautla y de ahí a Jojutla o Jiutepec, el proyecto avanzó hasta chocar con la COVID-19, esa enfermedad que hizo sentir a sus creadores como “delincuentes” no merecedores del crecimiento. 

De acuerdo con el emprendedor, las autoridades empezaron a prohibir la venta como si fuese una práctica ilícita.  No obstante, manifestó que él como muchos actores del gremio, sigue pagando impuestos y contribuyendo a la economía nacional. 

“Ahorita con la pandemia, más que trabajadores, artesanos y gente que busca salir adelante, ya somos delincuentes, porque ya no nos dejan trabajar en ningún lado. Si vamos y nos ponemos en tal o cual lugar, nos quitan por la pandemia, ese es el pretexto que nos dan para no dejarnos trabajar”, expresa Cuauhtémoc. 

Cuauhtémoc se autocalificó como una “realidad de autoempleo”. Por consiguiente, le gustaría que el Gobierno sea más empático con los artesanos, ya que además de negarles los espacios de comercio, no les brindan apoyos económicos para viajar a lugares como la Ciudad de México —donde aparentemente hay más oportunidades—

“Es muy difícil que el Gobierno nos de estos espacios, ya que nos paguen los gastos es una situación imposible”, dice el artesano. 

Con los ojos brillantes y la voz un tanto quebrantada,  quien representa la situación de muchos artistas mexicanos, pidió más apoyo y un mayor interés de la población en general hacia las creaciones nacionales. Su principal argumento reside en que con la cooperación de todos, la salida de la crisis sanitaria y económica será más rápida y sencilla. Pero, ¡cada quien tiene sus retos!

Cuauhtémoc Gómez González, artesano de Morelos.

Dormimos bajo nuestros puestos: mujer triqui 

Cuando una persona acude a una feria de artesanías, difícilmente se cuestiona el proceso que experimenta cada uno de sus creadores. Incluso, nunca falta el cliente que gustoso de adquirir un producto no deja escapar el clásico “¿cuánto es lo menos, señora?” o “¿y ya con el descuento, joven”?. 

Pese a ello, las complicaciones que la comunidad artesana enfrenta, no son nada sencillas. Un claro ejemplo de la situación es encarnado por Paula, una mujer triqui originaria del estado de Oaxaca que ha tenido que dormir hasta debajo de los puestos donde promociona sus mercancías, con el objetivo de ahorrarse el tiempo y dinero de su traslado. 

Paula nació en territorio oaxaqueño. Proveniente de una familia dedicada al campo, se casó y hace 25 años, logró llegar a la capital del país.  Con el objetivo de sacar adelante a sus hijos, se dedicó a la creación de artesanías que van desde pulseras y diademas, hasta camisas de manta, blusas tejidas y huipiles. 

Como para otros de sus compañeros, la breve estancia que tuvo en la explanada del Monumento a la Revolución, fue un gran avance. Esto, sobre todo por la parálisis que la pandemia de COVID-19 provocó en su recurso familiar del que depende no solo la alimentación diaria, sino la renta de su vivienda. 

“Se lucha para seguir adelante con nuestros familiares, nuestros hijos y más para pagar la renta, algunos ya tienen casa, pero yo no tengo una propia”, manifestó la señora. 

Aún en la adversidad, Paula mantiene una risa angelical y un carisma que podría enamorar a cualquiera. Víctima de las consecuencias del coronavirus, hizo un llamado a la población a fin de que consuma la creación nacional, esa que ahora está inmovilizada.

La pandemia se llevó las ventas: artesana de Querétaro

El Monumento a la Revolución también fue el escenario de María Guadalupe Castro Luciano, una mujer artesana proveniente del estado de Querétaro. En compañía de otras dos mujeres, Lupita se refugió en el recinto únicamente por un par de jornadas, en las que la venta fue prácticamente nula. 

“No hay nada de ventas, así como ves, todo está vacío, desde el día que llegamos”, dijo Guadalupe.

La mujer queretana llegó a una de las carpas blancas desde el 16 de diciembre. A la espera de que más compañeros se unieran a la venta de artesanías, el semáforo rojo llegó primero y con ello, la necesidad de levantar sus puestos llenos de pulseras, juguetes, monederos y hasta paletitas navideñas. 

Guadalupe depende, como sus acompañantes, de los espacios otorgados por el Gobierno de la CDMX. Sin embargo, también compartió que no basta con que las autoridades les presten lugares, por el contrario, se necesita de una difusión que realmente les ayude a alcanzar mayor número de ventas. 

Artesanas de Querétaro.

“Nos dicen que sí, pero no cuando”: Francisco de Jesús

“Nos dicen que sí, pero no cuando”, fue la respuesta de Francisco, otro de los artesanos afectados por la escasez de lugares para el comercio de sus productos. Quien lidera a varios grupos de pobladores indígenas, confirmó que el pasado lunes 21 de diciembre, las autoridades capitalinas recogieron las carpas que los acogían en el Monumento a la Revolución

Ante los actos cometidos, Francisco advirtió que solicitaron un diálogo urgente con la Secretaría de Gobierno de la CDMX —dependencia liderada por el funcionario José Alfonso Suárez del Real y Aguilera—. El muchacho, comentó que reconocen la importancia del semáforo rojo, pero piden el amparo gubernamental. 

Francisco Zacarías de Jesús es un joven originario de la comunidad triqui. Debido a una serie de conflictos económicos, sus padres lo trajeron a la Ciudad de México desde de San Juan Copala en el municipio de Juxtlahuaca, estado de Oaxaca, cuando apenas era un bebé. 

Luego de alrededor de 15 años de residencia en la capital del país, el muchacho de lentes y con una sonrisa de oreja a oreja, expresó que pertenece al mundo de la artesanía. Dedicado a la talabartería, hace magia con la piel y la convierte en bolsas, monederos y billeteras con el objetivo de que lleguen a manos de gente que los disfruten.

No obstante, como muchos de sus compañeros pasó a las filas de la gente afectada por la pandemia de COVID-19. Con base en sus cálculos, el coronavirus se llevó el 90 por ciento del total de sus ingresos, dado que no ha tenido oportunidad de promocionar sus productos. 

Y es que fue hasta el 10 de diciembre del año en curso, cuando por medio de diálogos con la Secretaría de Gobierno de la CDMX, consiguió un espacio de venta para él y las personas que integran una comunidad de pueblos indígenas. Más tardaron en instalarse que en lo que les duró el festejo de su estancia, puesto que la ciudad se tiñó de rojo y con ello, las autoridades hicieron desaparecer una oportunidad prometida hasta principios del 2021. 

Así es como de nueva cuenta, la explanada del Monumento a la Revolución ha quedado vacía. Circunstancias como la que viven los artesanos del país, recuerdan que la pandemia de COVID-19 va más allá de un conteo de contagios y defunciones, es una muerte constante de diversos sectores que hacen fuerte a México.