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Libertad de expresión y redes sociales

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Decía Voltaire “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”. Esta frase se ha vuelto la máxima sobre la libertad de expresión que, en mucho, ha sido el vértice en el que se han sustentado los regímenes democráticos en el orbe. Y es relativamente sencillo asimilar: la libertad de decir, expresar o manifestar es la base de la convivencia social. La necesidad de comunicarse entre los seres humanos es inherente. Si no nos expresamos ni nos comunicamos dejamos de serlo para convertirnos en algo ajeno, aislado y —en casos extremos— hasta irracionales.

Desde la época de la Ilustración, la lucha por comunicar y difundir las ideas ha sido una constante; una exigencia de la gente para saber, interrelacionarse, crear comunidad y fortalecerse. En tanto, el poder y quienes lo ostentan, siempre lo han tratado de limitar el acceso a la información y al conocimiento o, de alguna manera, “regularla” a modo de dosificarla o controlarla. La razón es simple: mientras más información, interrelación y conocimiento tenga la gente, más difícil es su sojuzgamiento, sometimiento, sumisión y control. Es más fácil controlar a quienes no tienen herramientas para defenderse que a quienes saben como obtenerlas y usarlas.

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Imagen: Maravillas Delgado.

En esta lógica, mientras mayor y más fluida sea la comunicación en una familia, región o comunidad, más fácil se extiende el conocimiento sobre las facultades y obligaciones de quienes ostentan y ejercen el poder; se conoce —con mayor fluidez— las obligaciones de la autoridad para con el ciudadano y así como tener claridad en qué y cómo exigir su cumplimiento. De este modo, se ponen límites al control y se equilibran las balanzas.

Por ello, en los albores de las democracias modernas, con la difusión de las ideas liberales y el restablecimiento de las Repúblicas, las constituciones —como la norteamericana y la mexicana— precisaron como derecho inalienable del ser humano la libertad de expresión.

De este modo, la prensa, escudada en este derecho, se convierte en una herramienta socialmente útil, pues a través de su ejercicio responsable se denuncia, fiscaliza, crítica y exige al poder y a los poderosos el cumplimiento de sus obligaciones y se exhibe a quienes no lo hacen o hacen mal uso de él.

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Imagen: El Orden Mundial.

En estos días en los que la modernidad y las tecnologías han mejorado los medios y mecanismos de comunicación, ciertamente se ha hecho más patente el derecho a la libre expresión de las ideas. La internet y las redes sociales permiten que la información se difunda de forma exponencial. Hoy es posible que, en tiempo real, se conozcan sucesos ocurridos en el otro extremo del orbe con entera libertad y prácticamente sin restricción. Incluso se presume que los últimos movimientos sociales —en particular los antisistema— las han usado para difundir información y organizarse.

Por todo lo anterior, es que la mayoría de los gobiernos y factores reales de poder están interesados en contar con mecanismos de regulación y control de estos medios con el pretexto de garantizar la paz y la estabilidad social; sin embargo, la historia ha demostrado que la libertad de expresión es incontenible y que, pese a cualquier intento de control o censura, la capacidad de las personas de intercambiar ideas, pensamientos o mensajes prevalecerá mientras exista la voluntad de hacerlo.


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Censura al Presidente y democracia

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El triunfo de Joe Biden es una nota de esperanza para el mundo en muchos sentidos, lo mismo para superar la pandemia del Covid-19 que ante el desafío del cambio climático. La derrota de Donald Trump lo es, sobre todo, porque muestra la posibilidad de trascender, o al menos poner bajo control democrático, una ola populista que lejos de resolver los problemas económicos, sociales o culturales que le dieron impulso, los está exacerbando, al tiempo que distorsiona y pone en riesgo a la propia democracia. 

Evidentemente, eso no sólo es aplicable a Estados Unidos, sino al mundo y en particular a México.

Somos un país muy diferente, pero son patentes los parecidos entre nuestros mandatarios y su accionar político, así como los fenómenos sociopolíticos que los llevaron al poder. Casi como señas de familia.

Es ilustrativo que, a pesar de que nuestro Presidente se asume como abanderado de la facción liberal en México, sucesor de Benito Juárez, su foto acaba de aparecer, al lado de la del inquilino saliente de la Casa Blanca, en un artículo de The Guardian con el título “El fin de la era Trump asesta un duro golpe a los líderes populistas de derecha en todo el mundo”. El gran “adversario” de los conservadores en un collage en el que también figuran el Primer Ministro húngaro Viktor Orbán, héroe del movimiento de la “democracia iliberal”, y Marine Le Pen, lideresa del partido francés de extrema derecha Agrupación Nacional.

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Imagen: Chicago Tribune.

Paralelismos

El Washington Post, con su iniciativa Fact Checker, ha llevado la cuenta de afirmaciones falsas o engañosas de Trump: en la recta final, su promedio fue de 50 por día. Según el diario, esta inclinación a la mentira o, en el mejor de los casos, la inexactitud, ha empeorado a tal grado que ya no puede seguirle el paso.

Al Sur del Río Bravo, el presidente Andrés Manuel López Obrador, de acuerdo con SPIN, consultoría de comunicación política que ha seguido con lupa sus “conferencias mañaneras”, acumuló más de 29 mil 700 declaraciones no verdaderas o, en el mejor de los casos, inverificables: una media de 73 por episodio de este ejercicio más cercano al género del monólogo o el stand up que al de las ruedas de prensa para informar.

Uno a través de tuits, el otro hablando diariamente un mínimo de dos horas de lunes a viernes, muy temprano, han cultivado un estilo personal de lidiar con la crítica, la rendición de cuentas y la realidad misma que recuerdan a la famosa frase de Groucho Marx: “¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?”.

Trump popularizó el concepto fake news, como recurso para descalificar a los medios de comunicación que le resultan incómodos, por supuesto no a sus propias mentiras o imprecisiones. También declaró a un grupo de estos –New York Times, NBC, ABC, CBS, CNN– “enemigos del pueblo”. Su gobierno inventó el concepto de las “verdades alternas”, tan paradójico como válido para millones en la era de la posmodernidad, la polarización y la posverdad.

Nuestro mandatario ha sido aun más creativo: “hampa del periodismo”, “prensa fifí”, “pasquín inmundo”, “muerden la mano de quien les quitó el bozal”. En paralelo, ha hecho de la frase “tengo otros datos”, una de sus salidas más socorridas ante los datos de la terca realidad.

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Imagen: Poynter.

Por eso no son de extrañar rasgos de identidad como el rechazo a usar cubrebocas ante la pandemia, así como el desprecio a lo que diga la ciencia y los especialistas al respecto, lo mismo que sobre todo tipo de asuntos, desde la medición del PIB hasta el cambio climático. Todo con la idea de que la verdad puede ser sinónimo de popularidad o que depende de la fe, la repetición o la lealtad política.

Así, con el favor del “pueblo sabio”, más allá de lo que opinen técnicos, o las matemáticas, “gobernar no tiene mucha ciencia”, como ha dicho AMLO. Y también así Trump puede justificar su autoelogio de “genio muy estable”.

En ambos casos, como en el del presidente brasileño Jair Bolsonaro y su patético llamado a “dejar de ser un país de maricas”, la pandemia sacó a relucir los riesgos que implica ese talante de desprecio a la realidad y al conocimiento, irresponsabilidad declarativa y distorsión cognitiva sobre lo que significa e implica el ejercicio de gobierno, convertido en una suerte de campaña electoral permanente o mala película de buenos contra malos. El aprendizaje ha sido muy costoso, pero es fundamental.

De hecho, Trump hubiera sido un candidato mucho más competitivo si no hubiese manejado la contingencia con tal dosis de negación, desprecio de las indicaciones de especialistas y una politización o faccionalismo que se extendió incluso a algo tan básico, pero tan crítico como el uso de mascarillas.

Si no nos hace reaccionar el que a una tragedia como la que estamos viviendo en ambos países por el Covid-19 se le responda así, con tan marcada confusión entre gobierno y demagogia, y entre narrativa y realidad, ¿qué puede hacerlo? Porque lo que es claro es que los problemas no se resuelven a base de retórica, desplantes y distractores mediáticos; al contrario: se complican.

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Imagen: Jamiel Law.

Autocorrección democrática: de Clístenes a Trump

En este contexto, tampoco debería sorprender que cadenas de televisión de Estados Unidos decidieran sacar del aire a Trump cuando denunciaba, sin evidencias y ni siquiera argumentos con alguna lógica mínima, un fraude. El asunto es polémico, y se da cuando el Presidente cae aceleradamente al estatus de lame duck, como designa el argot político de ese país a un mandatario que queda sólo con poder formal. Podría acusarse a esos medios de hacer leña del árbol caído con cómoda valentía. Sin embargo, a la postre puede acabar siendo una decisión que ayudó a reparar un vacío o una distorsión real del Estado democrático de derecho.

¿Hasta dónde llega la libertad de expresión de un gobernante? ¿Incluye usar “la investidura”, el podio y la caja de resonancia pública que le confieren los ciudadanos para desinformar, engañar, esparcir odio, alentar la división, hacer acusaciones sin pruebas, calumniar o difamar, propiciar la inestabilidad social, o incluso situaciones que pueden derivar en muerte y desolación, como en el caso de la pandemia?

AMLO ha dicho que su “pecho no es bodega”, y lo mismo podrían decir Trump o Bolsonaro, todos con una incansable energía pleitista, inmersos en riñas permanentes que no sólo distraen de los asuntos que importan al interés colectivo, sino que cancelan las oportunidades de solucionarlos porque dinamitan los puentes de diálogo y acuerdos. Quizá la censura que los gobernantes no deben imponer a los ciudadanos de a pie, sí deban ejercerla éstos contra mandatarios que se extralimitan en el poder y la representación que dimanan de la propia ciudadanía.

Hoy cualquiera puede expresarse con liberalidad en las redes sociales para insultar, decir tonterías o hacer eco de mentiras, prejuicios y las teorías conspiratorias más delirantes. Incluso tener a miles o hasta millones de fans que siguen a algunos precisamente por todo eso. ¿Puede ser igual para el hombre más poderoso del mundo o el de una nación de más de 126 millones de habitantes? 

Desde la época del esplendor de la democracia de Atenas, hace 2 mil 500 años, se sabe que ésta puede degenerar en oclocracia o llevar al poder a demagogos que acaben con la democracia. Sin embargo, también se ha constatado, una y otra vez desde las reformas de Clístenes, la capacidad de ajuste y corrección de este sistema que Winston Churchill calificó como el peor, a excepción de todos los demás que se han inventado. Así es como crearon el sistema de división de poderes y las garantías constitucionales, y así también hay que abordar los dilemas que plantean el populismo y la demagogia en la era de las redes sociales y la conectividad 5G.

Sobre esas bases hay que abordar la victoria de Biden y la derrota de Trump: oportunidad para poner en sintonía a la democracia con los retos y las oportunidades del mundo y del México del siglo XXI.


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Nexos y Pío López Obrador

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López Obrador tuvo una semana muy difícil, tanto por dos problemas que se le presentaron, como por el manejo equivocado que hizo de ellos.

No hay manera de evitar que la sanción impuesta por la Secretaría de la Función Pública al grupo que edita la revista Nexos parezca una censura, ni es posible justificar que Pío López Obrador recibiera dinero en efectivo para las campañas de Morena, sin enterar al INE.

Por partes; Irma Eréndira Sandoval, secretaria de la Función Pública, determinó que la revista Nexos había presentado un documento falso al contratar con el IMSS un anuncio por 74 mil pesos en 2018, razón por la que procedió, sin más averiguación, a inhabilitarla durante dos años y multarla con casi un millón de pesos.

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Ilustración: Nexos.

Sabiendo la secretaria Sandoval de las constantes descalificaciones de López Obrador a los “intelectuales orgánicos” (Gramsci), y en particular al director del grupo Nexos, Héctor Aguilar Camín, tuvo que haber consultado el caso antes de decretar las sanciones y, así las cosas, el presidente cometió el error político de autorizarlo.

En política la forma es fondo, las apariencias impactan, muchas veces más que la sustancia y en este caso es evidente que se castiga con severidad desmedida a una revista que es opositora de la 4T.

A un político consumado como López Obrador no pudo pasarle por alto el significado que tendría –que ya tiene– la sanción a Nexos. Censura, es el acuerdo unánime, pero no parece importarle, él sigue en la línea de polarización con sus opositores.

La clase media ilustrada es una de sus predilectas para confrontarse, y no tanto por diferencias de criterio intelectual sino porque el presidente considera que investigadores y académicos convertidos en periodistas han vivido en condiciones de privilegio, y que con su silencio fueron cómplices del neoliberalismo; él –lo ha repetido– no está dispuesto a complacerlos con dinero y por eso los tiene en su contra.

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Ilustración: Hanna Barczyk.

Está bien que no pague por dormir conciencias, pero no que arremeta con todo el poder –no sólo el de la palabra– para castigar a quien critica sus acciones. Peor que a Nexos podía haberle ido a los centros de investigación y de promoción cultural dependientes del gobierno federal, a los que en mayo se ordenó reducirles 75% de su presupuesto para materiales, suministros y servicios generales, aunque en junio, Conacyt y la secretaría de Hacienda revirtieron la medida.

Son golpes a sectores de la clase media, de la que López Obrador se ha ganado su franca oposición sin detenerse a considerar el papel mediador que profesionistas, empleados, burócratas, artistas, investigadores, académicos y periodistas juegan entre los sectores poderosos y la mayoría ciudadana.

Otra respuesta inaceptable es la que ofreció el presidente ante la  divulgación de videos en los que su hermano Pío recibía casi tres millones de pesos en 2015 de manos de David León; su difusión fue un severo golpe al efecto que se ha buscado resaltar de la inculpación de Emilio Lozoya a legisladores de oposición, que habrían vendido su voto a favor de la reforma energética durante el gobierno de Peña Nieto.

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Pío y Andrés Manuel López Obrador (Foto: Alto Nivel).

Tan negativa e ilegal una acción como la otra; la de Pío por haber recibido dinero para fortalecer al partido Morena sin, al parecer, enterar al INE, autoridad que por ley debe fiscalizar cualquier entrada de dinero a los partidos; se habría cometido un delito electoral.

El Presidente, aunque dijo que se investigará el hecho, lo justificó considerando las contribuciones del pueblo como minúsculas, insignificantes en comparación al saqueo que habrían hecho Lozoya y asociados.

Si la medida del ilícito la da el monto de dinero involucrado, la falta administrativa de Nexos no ameritaría más sanción que una simple llamada de atención.


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La sombra del revolucionario

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Martín Luis Guzmán pertenece a ese reducido círculo de seres que desde muy temprana edad ofrecen muestras irrefutables de inteligencia viva y extraordinaria. Originario de Chihuahua (1887), a los trece años editó en Veracruz un periódico escolar quincenal, Juventud, donde publicó un artículo sobre Víctor Hugo y otro sobre “El contrato social” de Juan Jacobo Rousseau. Esto se anota como dato curioso en su biografía, pero creo que en verdad se trata de la primera confirmación de su vocación y amor entrañable por las letras y por el periodismo.

El propio Guzmán dijo a Emmanuel Carballo que aunque escribía para sí mismo, publicó a los 21 años un discurso pronunciado en una jornada organizada por estudiantes para conmemorar la Independencia. El tema del discurso fue “Morelos y el sentido social de la guerra de Independencia” y gracias a su publicación, Jesús T. Acevedo lo descubrió y lo llevó al Ateneo de la Juventud.

Atrapado en esta era de nuevas tecnologías, siento nostalgia por la época en que la comunicación interpersonal era la forma de relación por excelencia, porque además de la inteligencia e información que era menester llevar a cuestas para realmente integrarse a esas convivencias, había que ejercer una cualidad que la sociedad moderna anestesió: la capacidad de escuchar a la persona y al grupo. Guzmán cuenta de las largas, larguísimas conversaciones que sostenía con Julio Torri, con José Vasconcelos, con Pedro Henríquez Ureña, con Antonio Caso, con Alfonso Reyes, y de la energía intelectual que chisporroteaba en esos prolongados intercambios.

Pero Martín Luis Guzmán no sólo fue hombre de libros y de ideas. Su interés por la política y una clara visión revolucionaria lo llevaron a unirse a las fuerzas de Francisco Villa con el grado de coronel. Al triunfo de Carranza sobre Villa, Martín Luis partió al exilio y escribió su primer libro, La querella de México, en el que narra su percepción de la Revolución mexicana. Después vendrían muchos más. Esta dualidad pudiera explicar la gran ambivalencia que en los ambientes intelectuales se percibe sobre este autor.

pancho villa
José Doroteo Arango Arámbula “Francisco Villa” (Fotografía: Farenheit).

El águila y la serpiente apareció en Madrid en 1928. Originalmente se llamaría A la hora de Pancho Villa, mas por fortuna este título no fue del agrado del editor, Manuel Aguilar, y se cambió al que conocemos. Los críticos han dicho de ella que “recrea con precisión un acontecimiento histórico, la revolución hecha gobierno, configurando una estética cercana a la tragedia griega para determinar cuáles son los usos y abusos del poder”.

¿Y el escritor qué pensaba de esta obra? Escuchemos: “[…] yo la considero una novela, la novela de un joven que pasa de las aulas universitarias a pleno movimiento armado. Cuenta lo que él vio en la Revolución tal cual lo vio, con los ojos de un joven universitario. No es una obra histórica como algunos afirman; es, repito, una novela. La sombra del caudillo […], al mismo tiempo que una novela, es una obra histórica en la misma medida en que pueden serlo las Memorias de Pancho Villa. Ningún valor, ningún hecho, adquiere todas sus proporciones hasta que se las da, exaltándolo, la forma literaria”.

Martín Luis Guzmán incursionó en varios géneros. Además de novela escribió ensayo, biografía, crónica histórica y, por supuesto, textos periodísticos. Su cultura desbordante, su estilo pulcro y pulido, y un gran sentido del deber para consigo mismo como escritor, hacen de los textos de Guzmán una lectura fluida y apasionante.

Pero si debiera elegir una característica de mi predilección en la escritura de Martín Luis ésta es la mexicanidad. A este hombre que declaraba haber abrevado en Tácito, Plutarco, Cervantes, Quevedo y Rousseau, le preocupaba el status alcanzado por la literatura mexicana, y de ahí seguramente su inquietud por contribuir al ensanchamiento de lo mexicano.

No resulta así extraño que Martín Luis Guzmán identificara al movimiento revolucionario como el impulsor por excelencia de las letras mexicanas, aunque aseguraba que la llegada de una literatura nacional había sido tardía. Sobre el punto dijo: La Independencia de México la consumó la clase opresora y no la clase oprimida de la Nueva España. Los mexicanos tuvimos que edificar una patria antes de concebirla puramente como ideal y sentirla como impulso generoso; es decir, antes de merecerla. En estas condiciones no podíamos crear una auténtica literatura nuestra. La Reforma trató de realizar la verdadera Independencia, de romper interiormente el orbe colonial. No hubo tiempo: apareció Porfirio Díaz.

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Ilustración: Carreño.

Aunque quizá la afirmación encierra una injusticia para autores como Fernández de Lizardi, Justo Sierra, Payno, Ireneo Paz, Riva Palacio y otros, lo cierto es que, en conjunto, ningún movimiento había cimbrado a la sociedad mexicana hasta el punto de ser recurrentemente motivo de interés y reflexión en la expresión artística de un pueblo.

En el caso de Martín Luis Guzmán esta veta le costó ser víctima de un abierto acto de censura desde la cúspide del poder político. La sombra del caudillo, novela en la que Guzmán elabora un cuadro preciso sobre la presidencia de Plutarco Elías Calles, apareció en 1929.

De esa obra, John Brushwood apunta que “Es un elocuente comentario sobre el régimen de Calles el hecho de que cuando Guzmán necesitó un hombre honrado tuviera que inventarlo”, en referencia a Axcaná González, el único personaje de ficción en las páginas del libro. Así, cuando La sombra del caudillo llegó a México –pues primero se publicó en España– enfureció al presidente Calles.

Permitamos a don Martín Luis decirlo con sus propias palabras:

Cuando llegaron a México los primeros ejemplares de La sombra del caudillo, el general Calles se puso frenético y quiso dar la orden de que la novela no circulara en nuestro país. Genaro Estrada intervino inmediatamente e hizo ver al Jefe Máximo de la Revolución que aquello era una atrocidad y un error. Lo primero, por cuanto significaba contra las libertades constitucionales y lo segundo, porque prohibida la novela circularía más.

El gobierno y los personeros de Espasa-Calpe (editorial que publicó la obra), a quienes amenazó con cerrarles su agencia en México, llegaron a una transacción: no se expulsaría del país a los representantes de la editorial española, pero Espasa-Calpe se comprometía a no publicar, en lo sucesivo, ningún libro mío cuyo asunto fuera posterior a 1910. En Madrid, la editorial se vio obligada a cambiar el contrato en virtud del cual yo tenía que escribir cierto número de capítulos al año, y el cambio se hizo de acuerdo con el requisito impuesto por Plutarco Elías Calles.

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Derecha: Francisco Plutarco Elías Campuzano, militar y presidente de México.

Pero la implacable pareja don Tiempo y doña Historia habría de poner las cosas en su lugar –como siempre– y derrotado el régimen callista y triunfantes la inteligencia y la tolerancia, Martín Luis Guzmán fue acogido con honor y respeto por el presidente Lázaro Cárdenas y los gobiernos subsecuentes. Ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua en 1940 y en 1958 ganó el Premio Nacional de Literatura y el Premio Manuel Ávila Camacho.

También combinó su incansable tarea de escritor con la de servidor público. Fue Senador de la República. A principios de los sesenta se hizo cargo de la presidencia de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos. Desde 1942 y hasta el día de su muerte, el 6 de diciembre de 1976, estuvo al frente de la revista Tiempo, que fue en la década de los cuarenta un atisbo de modernidad en el periodismo mexicano, siempre con las limitaciones que imponía el sistema político.

Ahora bien, es durante su desempeño como funcionario y como periodista que Martín Luis Guzmán se forja su mentada leyenda negra. Y valga decir que en esto, como en otras facetas de su vida y obra, tampoco puede uno sugerir accidentes o medianías. En primer lugar se cuestiona la postura de Tiempo ante el movimiento estudiantil de 1968 –calificó a los estudiantes de agitadores y justificó la acción del régimen diazordacista– y se le tacha de reaccionario sin, me parece, tomar en cuenta las circunstancias del momento. Francamente, quienes vivimos aquel año tendríamos serios problemas para separar la paja del grano en cuanto a la actitud de los grandes medios frente al conflicto, si olvidamos las correas de control que el régimen ejercía sobre los medios impresos y los incipientes informativos electrónicos.

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Imagen: El Ceo.

Emmanuel Carballo dice del asunto: La leyenda negra de don Martín, en el México de ayer y hoy, de tan común y corriente deja de ser negra; cuando mucho es gris. Como hombre cometió deslealtades, errores y desviaciones ideológicas que empequeñecen su figura; de escasos escritores mexicanos se puede afirmar lo contrario. Como Reyes, supo ser medroso por conveniencia, y como Vasconcelos (hombre también con el orgullo herido) no pudo conservar en la edad adulta y la vejez las ideas generosas y progresistas de los años mozos.

Variantes de esta afirmación han menudeado y de manera arbitraria se ha confundido su actuación política con su valor como escritor, como si la primera disminuyera al segundo. Este caso mexicano recuerda al argentino Jorge Luis Borges, a quien se reprochaba su posición de derecha. Era frecuente que a continuación de los reconocimientos a la gran calidad de su literatura se añadiera el lastimero “¡pero es tan reaccionario!”, en un tono que no admitía refutación y como si tal inclinación política degradara al artista.

¿No le parece al lector que es temerario mezclar estas consideraciones? A mi sí. Es un camino desafortunado para descubrir revolucionarios y lo es más para apreciar la obra de un creador.

En Martín Luis Guzmán encuentro imaginación, trabajo, persistencia. La ideología puede ponerse a debate, pero su ejercicio periodístico, sobre todo en Tiempo, no lo realizó en la soledad. Colaboraron con él Xavier Villaurrutia, Germán List Arzubide, Francisco Quijano y Leopoldo Zea. Y, como muchas obras que proponen y caminan, la suya estuvo desde siempre sujeta a la polémica, y aún sigue allí, para enfrentar y desmentir las críticas ideologizadas y hacer frente a la prueba del tiempo.

Juego de ojos.

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