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Comunidades digitales: cercanía y presencia, nuevas formas

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Frente al confinamiento, el soporte digital emerge. Sobre la pantalla y la interconexión, florecen nuevas formas de construir comunidades.

En la circunstancia extrema, lo humano revive o fenece. El distanciamiento social ha traído consigo nuevas y vigorosas formas de mantenerse cerca.

Si algún concepto es base de la cultura, éste es el de comunidad. La base misma del carácter civilizatorio, halla su fundamento en lo gregario.

Si Marcuse tuvo razón, y la cultura es nada menos que el proceso de humanización por excelencia, el fundamento de toda posibilidad para que cultura sea por encima de naturales es, justamente, el carácter y filiación comunitaria de nuestra condición como seres.

Al igual que los animales, los seres humanos tendemos a formar grupos. En uno y en otro caso, predomina un instinto que indica que permanecer en solitud conllevará a la muerte.

Los animales forman manadas, jaurías, cardúmenes, entre otras formas que las especies tienen para agruparse. Con ello, al igual que nosotros, se protegen, buscan alimento y se reproducen.

comunidad
Ilustración: Behance.

Los seres humanos, sin embargo, somos entre todas las especies la única capaz de simbolizar esas formas de asociación.

A diferencia de los animales, los seres humanos somos capaces de reunirnos, de asociarnos, de sumarnos unos a otros, a parir de una idea o varias, de ciertos principios o de determinada fe.

Los humanos somos los únicos seres, además, de hacerlo sin que eso implique lo que podríamos denominar un fin práctico.

Esto es, somos capaces de reunirnos con otros sin que haya un fin o un interés más allá del simple gozo de hacerlo.

Los seres humanos, en resumen, somos la única especie del planeta que tiene entre sus atributos la capacidad para crear, de modo consciente y gozoso, una comunidad y asumirse, con igual sentido de conciencia y orgullo, una parte de ella.

El carácter afirmativo de la cultura, para retomar las palabras de Marcuse, en su intersección con la noción de comunidad, han abierto nuevos cauces al encuentro de unos con otros en tiempos de pandemia. 

Sustraídos de los presencial, en su sentido físico, las personas, las familias, los amigos, las parejas, hemos encontrado en el soporte digital el modo de seguir sabiendo de los otros.

videollamada y conectividad
Ilustración: Jose David Morales.

Como nunca, y de manera masiva, lo humano ha encontrado en el asidero de lo digital, la efectiva posibilidad de seguir sabiéndose en los otros.

Los casos se multiplican. Y lo que era esporádico, se torna en un fenómeno extendido. Desde ceremonias religiosas hasta fiestas de cumpleaños, se abren a una forma de estar e interactuar inéditas.

El vuelco es notable. Se trata no sólo de espacios laborales o regidos por la dinámica de instituciones y organizaciones productivas.

Es decir, lo que hoy vemos, y sobre todo, dónde hoy nos vemos, que son las pantallas digitales, o través de ellos, se vuelve determinante para comprender cómo nos vemos.

La idea del otro en la pantalla, hasta hace menos de un año, por lo general tachada de difusa, inasible, extraña o no real, se ha reconfigurado en el plano de lo simbólico como una presencia con la que se establece una interacción genuina y significativa.

Por supuesto que la égida institucional y organizacional productiva que ha dictado a las personas que deben conectarse a videollamadas, ha sido determinante en este proceso.

Mas, es la manera en que las personas, por motu proprio, han decidido ir más allá de las reuniones de trabajo, para instalar el reforzamiento de sus comunidades a través de videollamadas como pieza central de su cotidianeidad, donde reside el verdadero alcance de este vuelco.

comunidad digital
Ilustración: Betterplace Lab.

El aquí y ahora compartido, esto es, el paradigma moderno por excelencia para considerar presente la presencia, ha implosionado en una forma no corpórea, en la que la distancia se relativiza.

Cómo se relativiza y deconstruye, a su vez, la idea anteriormente predominante en la que todo lo que no es, es su contrario.

Para decirlo en otras palabras, lo que de fondo se remece son los principios bajo los cuales durante cinco siglos aceptamos las nociones de presencia y ausencia.

Lo que hoy remece la masificación de la videopresencia como práctica de lo común, es la idea de que lo que no está presente, está ausente.

Risas, abrazos virtuales, bromas, anécdotas, expresiones de solidaridad, miradas, coqueteos, sensación de saber que el otro está bien, emociones, sentimientos, intimidad, convergen hoy en esa forma afirmativamente humana que es sabernos parte de una comunidad. Sabernos con y en los otros. Tan cerca como una pantalla. Ahí.

El nuevo, aquí.


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La oquedad de la nación

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“Si hubiera tenido que escoger el lugar de mi nacimiento, habría elegido una sociedad de una grandeza limitada por la extensión de las facultades humanas, es decir, por la posibilidad de ser bien gobernada, y en la cual, bastándose cada cual a sí mismo, nadie hubiera sido obligado a confiar a los demás las funciones de que hubiese sido encargado; un Estado en que, conociéndose entre sí todos los particulares, ni las obscuras maniobras del vicio ni la modestia de la virtud hubieran podido escapar a las miradas y al juicio del público, y donde el dulce hábito de verse y de tratarse hiciera del amor a la patria, más bien que el amor a la tierra, el amor a los ciudadanos”.
Jean-Jacques Rousseau.
Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres.


Por razones inherentes a mi práctica profesional, me he dedicado en los últimos días a leer sobre identidades, líneas historiográficas que avalan el uso de ciertos estilos en la historia del arte (v. gr.: barroco) y también sobre conceptos de nacionalismo. Ya sé que poco parecen tener que ver unas cosas con las otras, pero de repente una se encuentra con el hilo conductor de una serie de preocupaciones que, al parecer, no vienen de la nada.

Ya muchos autores han trabajado desde diferentes perspectivas el concepto de nación y hoy no haré ninguna tentativa de profundizar en él. Lo traigo a colación porque me pregunto todos los días, frente a diferentes circunstancias, qué significa para nosotros ahora.

Desde 1734, el Diccionario de Autoridades se refería al término en sus acepciones de acción y acto de nacer, así como la que designa “una colección de habitadores de alguna provincia, país o reino”. Curiosamente, el término también servía para referirse a un extranjero. Tomás Pérez Vejo (Elegía criolla, 2010, 2019) nos dice cómo, antes del siglo XIX, la nación per se no era capaz de convocar ni un solo afecto. Este concepto es pues, decimonónico y fue tomando forma en su dimensión política con el paso de las décadas. Nación designa también a quienes comparten rasgos físicos, religión, lengua, costumbres. Lo que se me pone enfrente es que, hoy en día, el concepto está más gastado que nada y sus definiciones nos suenan tan arcaicas como las estrofas del himno nacional.

himno de la nacion
Imagen: Pinterest.

En los entornos urbanos, desde hace varios años estamos acostumbrándonos a asimilarnos en nuestras múltiples diferencias: lanzamos iniciativas de ley para despenalizar el aborto, para penalizar el ciberacoso y la violación a la intimidad de una mujer que no tiene por qué ver normal que su pareja la denueste frente a otros hombres. Asistimos a una época que pugna por la libre elección de nuestra identidad.

Hoy no somos congregaciones de individuos con el mismo espíritu, formas y costumbres. Remito al lector al epígrafe de Jean-Jacques Rousseau con el que comencé este texto. Lamentablemente no somos seres que se conocen y que evitan las oscuras maniobras, porque somos una comunidad imaginada (B. Anderson) y, en esa calidad, debemos sentirnos cohesionados con los demás a partir de símbolos. Hoy también luchamos por trascender la polarización innecesaria y por encontrar microcomunidades que nos den confianza para enarbolar ciertos estandartes que representan nuestros deseos, pero que no necesariamente están en acuerdo con otros cercanos a nosotros.

puente de comunidad
Imagen: Pinterest.

El Diccionario político y social del mundo iberoamericano nos pone al tanto de cuán difícil se hizo el término nación al crecer en complejidad y relacionarse con otros como territorio, ciudadano, soberanía y, sobre todo, representación. Representar implica una definición de las relaciones entre la “nación” y los individuos que son comprehendidos en ella. Representación –que también tiene muchas acepciones desde 1737, por lo menos– es un término que está revestido de un profundo sentido icónico y jurídico. Cuando buscamos representación, buscamos voz, comprensión de nuestros ideales y deseos, adecuación a una comunidad que, de pronto, se aprecia más pequeña y nos abraza porque no solo es imaginada, sino que se siente cerca.

Decía Rousseau en el Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres: “Hubiera buscado un país donde el derecho de legislar fuese común a todos los ciudadanos, porque ¿quién puede saber mejor que ellos mismos en qué condiciones les conviene vivir juntos en una misma sociedad?”. Suena utópico. Pero lo que va a pasar el domingo y el lunes tiene esa aspiración. Salir a marchar y hacer un paro no es pedir permiso para legislar: hoy el sistema es mucho más complejo que eso; es demandar. Es visibilizar que las comunidades pueden ser más resistentes, resilientes y opresivas que la idea de nación. Es hacer conscientes a los otros de que las representaciones también son momentáneas, pero las comunidades subsisten en latencia y se volverán a activar cuando sea necesario. Es entender que no todos vamos a querer siempre lo mismo, pero que podemos respetar y diferir, siempre y cuando nos dignifiquemos. Hoy “nación” me suena hueco. Prefiero hablar de comunidades.


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Tecnología y moral: Conectividades solidarias

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Las redes sociales y los dispositivos portátiles son usados a favor de las protestas feministas como armas contra la injusticia.

A mis estudiantes mujeres, llamadas a ser las grandes
protagonistas de la transformación social más importante por venir.
Con cariño y admiración.

En efecto. No es la causa única. Por supuesto. Pero está claro que un motor fundamental de los cambios de visión que, entre una época sobre un hecho, la tecnología es clave.

 La aparición de ciertos objetos, como resultado de la aplicación que sobre ellos se hace del avance en el conocimiento, modifica patrones de conducta, no sólo procesos de producción.

Esos nuevos patrones en las formas ligadas a la economía, como producción, consumo o uso, disparan a su vez maneras de valorar (aceptar o modificar) lo que existe y de relacionarse con ello.

El surgimiento del teléfono en la muy burguesa París de finales del siglo XIX hubo de estar en un principio ligada al deseo de los señores de que sus esposas oyeran la ópera desde sus casas.

Mas, subraya Michel Serres cuando recoge este episodio y reflexiona sobre él, quién iba a decir que más pronto que tarde esas propias víctimas del encierro encontrarían en la idea de colocar esos novedosos aparatos en sus recámaras, la oportunidad para hablar en privado con sus amantes.

ciber feminismo
Ilustración: Luis Dano.

Los objetos se inventan para una cosa, pero una vez inventados, la cantidad y hondura de los cambios sociales que pueden producir escapa por completo de su razón primera.

En el muy brillante ensayo que José Morales, de la Universidad Autónoma de Barcelona, dedica a ese texto seminal que en 1922 fue Naturaleza humana y conducta, de John Dewey, el summum de la cuestión queda claramente plasmado en la afirmación: “la moral es social”.

El bien, alumbra Morales citando a Dewey, nunca es dos veces igual. Con lo que el académico busca colocar la historicidad de la moral como centro de una concepción que la comprenda como un proceso social en permanente construcción.

La moralidad no es fija, tal es el precepto central de la revisión que Morales hace sobre Dewey. La moralidad no está hecha, sino que se hace en cada momento (la sociedad se renueva constantemente), no le pertenece al individuo, pero tampoco a las instituciones, alerta.

Concepciones, que son ideas, valoraciones, que son formas de ordenar el mundo, acciones, que son formas de transformar la naturaleza, convergen sobre la presencia (y el uso, claro) de los objetos existentes y aquellos que irrumpen como novedades.

Imposible, en estos términos, pensar en el cuestionamiento a la moralidad (la validez socialmente construida) de mantener la esclavitud en Estados Unidos de a mediados del siglo XIX, sin la aparición de la industrialización y su irrefrenable despliegue tecnológico.

union social.
Ilustración: Pinterest.

Imposible concebir el vuelco que las ideas sobre el ejercicio coital de la sexualidad como decisión individual experimentan, a partir de que los descubrimientos sobre la concepción dan como resultado una pequeña pastilla que evita el embarazo, y que puede producirse (y venderse) a un costo relativamente bajo.

Con estos dos ejemplos en la bolsa, planteé a mis estudiantes de la Universidad, mayoritariamente mujeres en todos mis grupos, si encontraban alguna relación entre el acelerado cambio tecnológico de esta época y la ebullición social que ha significado que millones de mujeres salgan a la calle a decirle basta a la violencia machista-patriarcal.

La respuesta fue apabullante, lúcida y esperanzadora al mismo tiempo. Hemos dejado de sentir que estábamos solas, me dijo alguna, condensando con ello un sentimiento que se expresó de distintas maneras una y otra vez.

Las redes sociales, y los dispositivos portátiles con los que están esencialmente asociadas, se tornaron en el centro de la reflexión de mis estudiantes. Tres elementos, que bien podrían ser dos, sobresalen aquí: visibilización, y construcción de comunidad.

Por una parte, es bien sabido que un elemento presente en los casos de violencia es la manera en que la víctima siente (asume) que propició (de algún modo) el hecho. Por la otra, el sentimiento de vergüenza, soledad e impotencia que el acto de violencia es capaz de suscitar.

union femenina
Ilustración: Statics.

Cuenta una de mis estudiantes un caso que conoce. Cuando una chica disparó un caso de abuso físico, otra se sumó y luego otra, y luego otra, y así.

Cada una, que para entonces ya vivían en distintas ciudades, encontró no sólo que no había sido la “única”, sino que en ello se confirmaba en el agresor una conducta tan repetitiva como criminal.

La visibilidad de la conducta del agresor no como “hecho aislado”, que a su vez hace dudar a la víctima respecto a si fue ella la que “lo incitó”, ha encontrado en las tecnologías de la información una caja de resonancia como no había tenido nunca antes.

Al mismo tiempo, ese “black mirror” que de acuerdo a la distopía que la serie ideada por la BBC pudiera representar la tecnología, se torna, efectivamente, en un espejo que teje una red, una colectividad capaz de transitar a la acción.

Creciente y solidaria, visibilizada y amalgamada por la conectividad, se extiende por todo el planeta una (nueva) moralidad inflexible (qué bueno) frente a la violencia contra las mujeres.

Colectiva y conectiva, implacable y solidaria a más no poder.