crítica social

No más alto que los zopilotes

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Me preocupa tanto la situación de mi país, que no sé por dónde abordarla. Reflexiono en torno a algunas líneas publicadas en El colmillo público, en octubre de 1903, en donde aparece un breve relato, que no voy a contextualizar por falta de espacio (“Yo quiero ser diputado”).

Don Anacleto llegó a la estación de San Lázaro, una de esas mañanas de esos albores del siglo XX. Quería ser diputado. ¿Por el bien común? ¿Por hacerle un bien al país? Lo dudo. El texto dice al inicio: «Y bien, Anacleto, tú ya sabes leer en carta y contar, aunque sea con ayuda de los diez mandamientos de arriba y los otros diez de abajo; sabes hablar con el señor cura que nos acaba de venir de España y con el señor “Prefeito”, que nos acaban de mandar de Oaxaca. Ya puedes, pues, soltar el azadón, pelarte la chamarra y el jorongo y largarte á ese México tan hermoso, haciendo la lucha, como aquí la hace el señor Alcalde con el señor Gobernador, para colarte en la Cámara de Diputados…» Y así llegó a la Ciudad de México, sin una maldita idea de lo que era la política, idea que se formó en cinco minutos de conversación con algún metiche que le hizo plática y le dijo que había que allegarse a los que ya estaban allegados.

no mas alto que los zopilotes
Ilustración: Darío Castillejos.

Anacleto –quien compartió un cigarro de hoja de maíz con su interlocutor– quería y se sentía capaz de trascender una condición campesina de pobreza, de marginalidad y de medianía. «¿Pues de dónde viene usté? Uno que quiere ser presidente», le dijo el más experimentado; quien instruyó rápidamente a Anacleto en las artes de «pegarse primer a un candidato a la presidencia» y quien ostenta un conocimiento cosmopolita, que no mella la actitud de nuestro protagonista, mismo que se asume como «conservador». ¿Suena?

A ver: no voy a decir nada nuevo. Pero me martiriza cotidianamente el hecho de escuchar (sin atención, porque no la merece, ni de refilón), fragmentos de los discursos de López Obrador en las consabidas «mañaneras». Ya lo dijo Soledad Loaeza: el estatismo fue una línea de fractura decisiva cuando se construyeron las identidades nacionales. Eso duró mucho tiempo, algo así como siglo y medio, en diferentes regiones del planeta, sobre todo, en el mundo occidentalizado (“Izquierda y derecha en el México de hoy”, Nexos, 1 de enero de 2020). Hace varios sexenios que deploramos el desmoronamiento de un Estado. Del Estado. Y que denunciamos –sin hacer nada más– el papel de saltamontes de aquellos que, al parecer, sirven para la Secretaría de Salud en un periodo, tanto como para la de Energía en el otro; es decir, el de los muchos que buscan reconocimiento político de aquellos a quienes se allegan, como para servirles un puesto de escaño para llegar a otro y no dejar la administración pública federal o local.

Los principios que, de inicio, parece que invaden a todos los que tienen las patotas bien listas para saltar, son morales. La moralidad es un terreno peligroso. En 1734, el Diccionario de Autoridades define moral como «Facultad que trata de las acciones humanas, en orden a lo lícito o ilícito de ellas.» (Aut. Sub voce,). La moralidad es, paradójicamente, lo que ha ostentado y lo que le ha faltado al subsecretario López-Gatell… y qué decir del que ostenta fallidamente el título de presidente de la República, pues no admite acomodo para perfilar el salto al siguiente escaño.

salto de escalño
Ilustración: Darío Castillejos.

Una estrategia tildada de “conservadora” es el esgrimir la moral ante todo. ¿Les suena? López Obrador ha hecho del concepto de moralidad lo que ha querido. Ni mencionar ya el manido episodio de la Cartilla de Alfonso Reyes. Pero no puede haber licitud en el acto de voltear la mirada a la miseria de un pueblo, cuando se ostenta el título de presidente. No la puede haber en el acto de falsear cifras ante la opinión pública, nacional e internacional, ni ante el hecho de fingir que los resultados funestos de una pandemia han terminado en el país. No puede ser moral un discurso divisorio, contradictorio y entimemático basado en dichos populares, porque conlleva la simpatía del “pueblo”, mientras se expone a ese “pueblo” a su propia extinción por negligencia, ignorancia y mala entraña. Si Anacleto quería ser «diputao»; López Obrador aspira a ser un dirigente «moral» sin una directriz más que su afán de poder y dando la espalda a quienes tienen una trayectoria profesional –que no política– y que han desoído a sus propias voces interiores por el ruido que hacen los gritos de la voz más estridente de un interés político.

Frente a una pandemia y a la situación económica, política y social que conlleva, no hay «liberales y conservadores». No debería haber opositores ni «adversarios», pues un gobernante, con toda la altura moral que eso implica, ve por el bien común y no por sus intereses políticos.

Soledad Loaeza argumentaba: «[…] el referente central de la oposición izquierda-derecha ya no era el estado de la Revolución mexicana, sino la democracia pluralista, los derechos ciudadanos y el freno al poder presidencial. Hoy, la división izquierda-derecha nace de la poderosa fractura que opone a quienes defienden el hiperpresidencialismo en construcción, que es la esencia del proyecto de Andrés Manuel López Obrador, y quienes se aferran a los principios del equilibrio de poderes y a las instituciones que fueron diseñadas para acotar el poder presidencial.» (“Como anillo al dedo”, abril 3 de 2020).

no mas alto que los zopilotes
Ilustración: Víctor Solís.

Recientemente, 30 intelectuales firmaron una escueta carta, titulada “Contra la deriva autoritaria y por la defensa de la democracia”, que buscaba atraer la atención del presidente (y bien que la atrajo) y demandarle recobrar el pluralismo político que, si bien, en sexenios anteriores tampoco era artículo del cual enorgullecerse, en este momento está absolutamente soterrado por las pretensiones de un Anacleto de nuestros tiempos. Lo cierto: el gobierno de López Obrador está deteriorando a pasos acelerados las instituciones. Tal vez lo más desastroso (y el desmantelamiento institucional ya lo es bastante) es la insensibilidad, como decía líneas arriba, a la situación de la población. No de gratis el presidente municipal de Motul lanzó su video, del cual, rescato la frase “Nos está llevando la chingada”.

¿Más claro, Anacleto? Las esferas científicas, artísticas, culturales no tienen esperanza contigo. «¿No hay tantos figurines y figurones en la arena política? ¿Pos por qué no ha de figurar él?», preguntaba el cándido Anacleto a su interlocutor. Claramente más experimentado, él le respondió: «Pero nada más como el “Vulcano” de trapo, sin poder volar más alto que los zopilotes». ¿De veras, no se puede aspirar a más? ¿Estamos condenados al autoritarismo, al teatro de pésima calidad y a la ficción estúpida? Para mi gusto, la demanda intelectual (la cual suscribo) se quedó corta al encerrarse en el peligro que representa la presente administración de hacer retroceder los avances democráticos. Por supuesto que es indispensable recuperar el pluralismo político más allá de la división pueril, que es lo que le funciona a López Obrador. No podemos conformarnos con la victoria pírrica que representan los benditos corajes de nuestro Anacleto. Ni tampoco con quienes busquen un proyecto personal fundado en la capacidad elástica de sus patas.


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Elogio a la discusión y la disidencia

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Dudo que exista –ahora que todo se quiere ver con genes– un gen de la discusión y la rebeldía, pero desde pequeño me gustó llevar la contra. Alguna vez mi tío el arqueólogo se rindió ante mi persistencia de preguntar por qué el norte era hacia allá y no hacia otro lado. Incapaz de probar con argumentos, terminó diciendo “porque así es y te chingas; o te lo aprendes o terminarás perdido en el monte”.

Con hechos y escritos, desde pequeño, le argumenté a mi madre que la “b” se podría escribir como la “d”. Ante lo cual leyó libros de dislexia, hasta que un terapeuta le dijo, “no señora, su hijo no tiene ningún problema de aprendizaje, simplemente es tan terco que quiere demostrar que es posible hacer su mundo propio”. Ante la desesperación de mi madre,  algunas veces acudió a vecinas caritativas que al ver su frustración para comprarme un par de zapatos le decían: No, así no, mira, te voy a enseñar cómo. No le tienes paciencia. Sólo hay que entenderlo. Simplemente yo no entendía por qué los zapatos azules que me gustaban no los podían hacer en mi color favorito; tampoco entendía porque los de tallas grandes no los hacían para niños pequeños. Con montañas de zapatos como opciones, elegía el primero que me había probado. Los tenía a todos rendidos: por turnos, salían de la sala expulsando la paciencia con palabras altisonantes. Hoy cuando convivo con Elías, mi hijo pequeño, me reflejo tanto en su carácter que pienso que tal vez sí existe ese gen de la rebeldía y la discusión: debe estar grabado en nuestro ADN germano con un exasperante y adorable “yXq” que vino con la misión de hacernos ver nuestra suerte.

Recuerdo durante mi adolescencia y formación, cómo fui conociendo la profundidad del diálogo, y mi personalidad terca ha tenido que aprender a ceder y a escuchar. Me cuesta. Aunque esa personalidad tiene virtudes: somos perseverantes y aferrados. Pero también, si no se nos conduce por una ruta para aprender a discutir, podemos pasarnos al lado oscuro. Recuerdo alguna vez que mi tía Annis, con sus seis idiomas a cuestas y su amplio mundo, me mostró la cerrazón de una opinión y me dijo con transparencia: en la ENAH –(Escuela Nacional de Antropología e Historia– deberían de tener cursos de discusión y argumentación, como los hay en Harvard y en buenas universidades. No se convence ignorando al otro ni repudiando sus argumentos, sino comprendiendo lo que el otro dice y demostrando los errores en su pensamiento. Las críticas personales no valen.

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Ilustración: NSW.

Esa misma sabiduría llegaría desde la voz del único pastor de cabras, capaz de convertirse en custodio de miles de piedras grabadas, en Boca de Potrerillos Nuevo León y después en presidente municipal de Mina Nuevo León, Mariano Suárez Galván, quien con su acento y transparencia norteña me dijo, Oye wey, yo no entiendo a los arqueólogos, vienen con tanto mundo y lectura y se la pasan diciendo en qué se equivocan los otros. Como que cada quien quiere implantar su verdad, ¿no?

Tengo la fortuna de siempre encontrar gente más inteligente que yo y que me enseña a discutir: me convence de las muchas ideas estúpidas que puedo cometer y me amplía la corta visión que puedo tener. Pero, la mayoría de las veces cuando llego a un lugar nuevo en el que no están acostumbrados a mi carácter y a ese deseo de llevar la contra, las personas suelen hacerse a un lado. No es de extrañar. Las palabras discutir y criticar en castellano las hemos alimentado de una connotación negativa. En otros idiomas, como en alemán, no huelen a pleito o a enemistad. Son una especie de esgrima social que fortalece el músculo del argumento y el diálogo. Nuestro lenguaje y cultura califican a las discusiones y las críticas en los cajones de lo que queremos evitar y olvidar. Sin embargo, creo que ésos son errores de nuestro idioma y nuestra tradición.

En Wikipedia las palabras discusión (discutir) y diskussion (diskutieren) son una ventana a la diferencia cultural, porque a pesar de venir de la misma raíz latina existe un cisma cultural, obra de todos y de nadie. El hallazgo es tan ilustrativo como la profundidad semántica y la diferencia política entre México y Alemania. En la página en español se describe con una frase: Una discusión es cuando dos o más personas hablan sobre un tema en específico con sus puntos de vista, termina en acuerdo, desacuerdo o en conclusión. La página en alemán explica mucho más: una discusión es una conversación (también un diálogo) entre dos o más personas (comentaristas), en la que se examina (discute) un determinado tema, cada lado presenta sus argumentos. Como tal, es parte de la comunicación interpersonal.  Y de ahí elaboran temas que no están presentes en su homóloga en castellano: temas y tipos de discusión, estilos de discusión, la visualización como ayuda en las discusiones, el resultado de una discusión, iniciando una discusión.

No es de extrañar, el Weltanschauung de la discusión en alemán es más amplio y profundo que la visión del mundo del español –de este mundo que en la política y el diálogo pertenece al subdesarrollo–. La discusión y la crítica son dos hermanas que cimientan las democracias. Corrupción y transparencia son polos opuestos. En la corrupción se vive para ocultar; en la transparencia se vive para revelar. Nuestra tradición nos ha enseñado a evadir, a suplantar las críticas con eufemismos: no tenemos errores ni debilidades sino oportunidades. La corrupción del lenguaje conlleva la corrupción del carácter; éste que es como el óxido que sale de un metal que ha sido templado sin la calidez de la crítica y la frialdad del argumento.

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Ilustración: iStock.

La corrupción entra por la lengua y se mama como la savia de un árbol que no cede a la adaptación ni al cambio: sus inflexibilidades son émulos de la sinrazón, que bajo la ignorancia, se alzan como fortalezas. El resultado es que nuestros líderes son persistentes, no necios; nuestra cerrazón al diálogo es vista como entereza, dicen: “es un hombre que sigue sus ideales y valores”. Las verdades son atemporales, la tierra plana en pleno siglo XXI se defiende con la creencia y sin evidencia. En México con el mito y la sinrazón, como nuestro presidente con el COVID, decimos “detente” a la evidencia y a la ciencia. Una desgracia.

Parafraseando al gran filósofo Bertrand Russell quien preocupado por la guerra fría decía: “Quizá sería mejor –ante esta perspectiva oscurantista– que la guerra sobre la tierra ponga fin a nuestra especie antes que la estupidez se vuelva cósmica” (las cursivas son añadido mío). No hay Guerra Fría hoy, si acaso vivimos en México una guerra política y social tan caliente como un comal incandescente que arrastra los errores del tiempo y las incapacidades conjuntas. Carentes de propuestas y de visión a futuro, nuestros diálogos e ideólogos políticos emulan al pasado y aclaman lo nunca sucedido. Vivimos en el verbo que sirve para expresar la ilusión y la esperanza, y hasta cierto sentido estamos atados a una condición nunca ocurrida. Se advierte, con nuestra lengua, que estamos atrapados en la jaula de uno de nuestros modos verbales: el antepospretérito del verbo haber, ya sea el subjuntivo o el indicativo; ambos apuntan a la pendejez de imaginar lo que “hubiera” o “habría” sucedido “si”… Pero ese “si” condicional simplemente nunca ocurrió.

Cuando ese verbo se orienta al futuro se explora la posibilidad y el deseo. Pero la desgracia mexicana –para convertir el haber en habrá o podrá en realidad– no sólo está en la corrupción y la violencia, sino en un carácter que penetra nuestro liderazgo y nuestra cultura. No hay nada más frustrante que vivir una cultura donde la sumisión al poder y la alabanza al púlpito y el cetro sean tan comunes. Como al sofocante sol de verano en Mexicali, al autoritarismo mexicano hay que huírle –parece que no hay de otra– al buscar una sombra en el yermo infinito de la sumisión. El argumento de autoridad y la autoridad misma nos vienen heredadas como un síndrome a la pleitesía y alabanza: la reverencia azteca se mezcló con la alabanza hispana y católica y nos jodió por completo.

El resultado es el pensamiento del cacique y la oda al rey desnudo. Con ello, el oxígeno de la vida y la virtud humanas, el deseo de conocer y la curiosidad,  se sofocan con la fuerza del fuego que se propaga al extinguir todo ser vivo a su paso; las voces se subyugan con la autoridad del grito del padre que duerme al deseo y la curiosidad del niño cuando éste reta, pregunta y discute. Esa característica por desgracia es una plaga que ha podrido el tejido social mexicano: desde la política, la academia, los hogares y las empresas –hasta en la delincuencia–, el cacicazgo mexicano está presente. Necesitamos un fulminante astringente que reconfigure nuestra cultura y acabe con el instinto del cacique. ¿Cómo es posible lograrlo?

discusion y disidencia
Ilustración: Francesco Bongiorni.

Sin duda la salida está en configurar una gramática distinta al diálogo y generar con las acciones un significado distinto de algunas palabras. El aprender a afrontar la crítica es un ejercicio que parece ir contra nuestra supervivencia e instinto. La respuesta física a la crítica parece imponerse: nuestros hombros se tensan, una sensación de vacío surge en el estómago, las pulsaciones cardiacas suben. Como dice Adam Grant en su fabuloso podcast How to Love Criticism, “nuestro cerebro cuando es criticado controla el flujo de información como un dictador controla los medios”. El ego es un escudo gigante para la censura. Abrazar la crítica requiere humildad y un profundo deseo de auto-superación, también de entrenamiento a la resiliencia. Algunos dicen que la civilización llega cuando se doma al instinto. En este caso tienen razón.

En la escuela de mis hijos asistí a un acto que a primera vista parecería de humana desolación: la asamblea. Niños de primero a sexto se conjuntan en una tribuna. Debajo, en una mesa, están los representantes electos. Pasan una caja. Dentro de ella se guardan críticas escritas por todos durante los días previos. Críticas como Juan Robles de sexto año me empujó en el patio. Eduardo Gutiérrez, de segundo. Otras como, quiero felicitar a María de tercero por su conferencia. Óscar de segundo. La madurez de acusar y ser acusado, de reconocer y ser reconocido, se da con la transparencia y la responsabilidad de escuchar la crítica y la alabanza. Te puedes defender o puedes agradecer, otros pueden unirse a la felicitación o a la crítica: escuchar frente a doscientos niños, lo malo o lo bueno que hiciste comienza a curtir el carácter y abre la puerta al diálogo. Una característica de esa asamblea es que todos pueden ser criticados, sin importar su jerarquía un niño puede criticar a una maestra o a la directora y al revés. Esos ejercicios deberían hacerse comunes en todos los ámbitos.

En el mundo de los negocios existen dos muy buenos ejemplos de personas que han abogado y construido una gestión basada en la transparencia y en el impulso de la crítica. En su libro Radical Candor, Kim Scott narra y aconseja cómo conducir a los equipos a partir de la verdad. Cuando ésta se oculta o se omite, los negocios se enturbian y los ambientes se sofocan –y con ellos, las personas se corrompen–. La clave de la crítica está en que cuando la hagas busques el bien del otro. Si la crítica está envuelta en compasión y de un deseo de hacer mejor al otro, entonces es una vitamina y un abono para hacernos crecer a todos. Pero si la crítica está dirigida a al daño, a avergonzar al otro o a algo que no se puede cambiar, como un mal físico, se convierte en crueldad.

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Ilustración: M. Mizzou.

El otro ejemplo, es uno que parece más radical que el candor de Kim. Un hombre que aprendió de los muchos errores. En el mundo de las inversiones se tiene que ir contra el consenso, ya que para hacer una gran inversión es necesario probar que estás en lo correcto y comprar lo que hoy vale poco y mañana valdrá más. En sus inicios, Ray Dalio sólo escuchaba las alabanzas, porque el sí es siempre aceptado. Ante el fracaso deseamos que los que nos aman nos eviten sentir miserables, pero la respuesta correcta es la contraria. La compasión tiene que mostrar el error. Dices lo malo cuando alguien te importa. Como bien ha señalado Alfie Kohn en la educación. Cuando tu hijo pequeño trae su dibujo y tú lo celebras como un gran Picasso, ese acto superlativo comienza a cobrar factura: no muestra a tu pequeño cómo reflexionar lo que ha hecho, se vuelve adicto a la alabanza y a tu reconocimiento, no sabe cómo mejorar. Cuando no recibe el festejo llega la frustración y el vacío.

El correcto equilibrio de aplaudir y orientar el esfuerzo, son una fórmula educativa poco aprendida. Ray Dalio entendió esa diferencia y ha creado una empresa dirigida y centrada en la crítica constante y la transparencia; también creó un libro, Principles, en donde reúne lo que llama verdades fundamentales para encontrar la verdad. Habiendo recolectado sus enseñanzas en la bolsa, los errores los convirtió en principios y éstos en algoritmos. Se preguntó cómo tomar mejores decisiones sin la nube de la emociones y transcribió ese código a un programa meritocrático en donde el argumento colectivo muestra lo que más se acerca a la verdad. Carente de jerarquías, el argumento es el que siempre triunfa, no importa si esa idea viene de un nivel menor en la jerarquía de la empresa. La voz colectiva reitera la frase popular: dos cabezas piensan mejor que una; Dalio la convirtió en mil cabezas. Hoy es reconocido como el Steve Jobs de las inversiones y es su empresa Bridgewater associates, una de las más exitosas.  

La antesala del retrógrada son el temor a la transparencia, al reto y a la discusión. Pleito y discusión no son sinónimos salvo para los tiranos que ven el mundo en dos bandos: o estás conmigo o contra mí. Como expuso la cuestión de modo caprichoso hace años Gilbert Chesterton, la principal objeción que puede tener una pelea es que interrumpe la discusión. No dejemos que la discusión acabe cuando su fin es construir un mejor argumento. Y cabe aclarar, un argumento es obra de varios, nunca es la visión de uno solo.


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Vacío de crítica

Lectura: 6 minutos

Así es. Porque somos consumidores de volumen, mas no de calidad. Porque descartamos imágenes y estímulos auditivos cuando caminamos al trabajo o le damos de cenar al niño. Porque estamos en tres chats y viendo Facebook al tiempo que tomamos apuntes en clase. Y no hay problema; no hay problema con tener habilidad para ser multitareas o con tratar de optimizar cada minuto. El problema es la despersonalización tan grande a la que hemos llegado, la enfermedad social que ya se nos montó encima y no sé cómo llamarla, el no poder resistir como comunidades y hacer que resistan sus miembros, máxime en tiempos en que los conceptos y las instituciones se caen y las “autoridades” demuestran su ineficacia.

Pensé en esto de la saturación icónica porque estoy procesando la indignación y tratando de responderme cómo es que hemos llegado al punto en el que estamos actualmente, es decir, debatiéndonos entre la espectacularización del horror y la indolencia del sujeto que ocupa la silla presidencial y la falta de orden, entre el consumo audiovisual indiscriminado y preparado como carga de metralla por la industria del entretenimiento y los desvaríos mañaneros del presidente, a los que ya no debería asistir ni un periodista. ¿Y la crítica? La crítica no se hace sin reflexión. La crítica da distancia y pide posicionamiento.

¿Quién hace las críticas? Y lo digo en plural. Pienso en las críticas al sistema, pienso en la crítica de arte, pienso en la fortuna crítica de objetos que han protagonizado escándalos recientemente. Para desarrollar, me referiré a dos situaciones inconexas.

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Ilustración: Indie.

Caso 1: No hace mucho tuvimos oportunidad de reflexionar en torno a la percepción de una obra que, en inicio, había casi pasado desapercibida hasta que un grupo de agraristas se sintió muy ofendido en su “masculinidad” cuando advirtieron que la pintura presentaba a su héroe encuerado, feminizado y en tacones. El episodio terminó con violencia de género en el vestíbulo y la explanada del Palacio de Bellas Artes y con un pronunciamiento estúpido por parte de López Obrador.

Caso 2: Hace todavía menos que se polemizó en torno a la destrucción de una obra de Gabriel Rico en Zona Maco. Este numerito fue bastante más acotado a un círculo y polarizó las posturas de fans y haters de Avelina Lésper. En fin, nada grave, pues. Lo que traigo a la mesa es que fue justamente Lésper quien “criticó” en su tiempo la obra de Cháirez perdiendo de vista el meollo del asunto: no era cuestión de técnica o de gusto, sino de la problemática que las reacciones ante la pieza hicieron visible. La crítica tendría que ser capaz de abordar lo formal, lo artístico y lo estético. Aún más: tendría que ponderar la contribución de una obra de arte respecto de problemáticas sociales más amplias.

En el historial tanto de Fabián Cháirez como de Gabriel Rico, sin duda las polémicas generadas tendrán un lugar especial: los sacaron a la luz para públicos más dilatados, no necesariamente conocedores o interesados en el fenómeno artístico, pero atraídos momentáneamente por el calor de las discusiones en redes y la incesante presentación repetitiva de notas informativas. En un caso, la obra sigue intacta en su dimensión física, en el otro, la obra se ha perdido irremisiblemente: “Después de varias conversaciones con el artista, hemos llegado a la conclusión que la obra, ‘Nimble and Sinister Tricks (to be preserved without scandal and corruption)’, sufrió daños irreparables y no puede ser reproducida idénticamente por lo que está completamente perdida”. Esto dice el comunicado que la Galería OMR publicó en Facebook respecto del mencionado incidente. Mala tarde, se perdió la pieza y nada más.

vacio del arte

Independientemente del valor económico y/o artístico de la obra de Rico, el episodio me pareció divertido por la andanada de comentarios incisivos hacia Lésper y porque se la acusó de huir de la zona de desastre (v. gr.: Zona Maco). Yo no estuve presente (ni estaría) así que me concreté a ver en redes sociales y varias notas, los añicos de vidrio en el piso y los objetos desperdigados, desarticulados, sin su plasma conector original. La verdad es que me informé por necesidad profesional y por “morbo” del sensacionalismo, pero perdí al poco el interés; se visibilizaban problemáticas –sobre el estado del arte en nuestro tiempo, sobre el profesionalismo de la crítica–, cierto, pero creo que las discusiones no se llevaron a ninguna altura productiva.

Veka Duncan publicó recientemente un extraordinario artículo en Nexos sobre el vacío que enfrenta la crítica de arte en México. En él denuncia la falta de permeabilidad de la poca crítica de arte fundamentada. Y ayer que lo releía en las tinieblas de mi camión de regreso a la casa, y en las que impuso en mi ánimo saber (tardíamente) de Fátima, saber con un ejemplo muy contundente que tenemos un Estado fallido y un presidente incapaz de manejar al país. Pensé que no sólo la crítica de arte enfrenta un vacío: tenemos un vacío de crítica.

Y es que, en el caso de los feminicidios, resulta que hay quienes también sufren daños irreparables; las mujeres, las familias, los cuerpos, las dignidades no pueden ser reproducidas idénticamente… por lo que están completamente perdidas. Y a esta pérdida contribuye, además de la corrupción de las autoridades a todos niveles, la prensa. La prensa, el otrora cuarto poder, podría hacer el contrapeso: o no. “La prensa criminal, conocida en México como nota roja, adquirió su popularidad durante el siglo pasado gracias a su capacidad para presentar ante el público los detalles de los crímenes más impresionantes, que los gobiernos querían ocultar. Pero lo que comenzó como una forma de periodismo crítico, hoy se ha convertido en una extensión de la violencia de género”.

violencia de genero
Ilustración: Latuff.

El artículo de Pablo Piccato en The Washington Post es claro y contundente. La prensa de nota roja contribuyó a la conformación de imágenes ominosas para cualquiera, ya no digamos para la familia de la víctima, en el caso del asesinato de Ingrid Escamilla. No es la primera vez que lo pienso. Durante años trabajé en el centro histórico y eso me obligó a caminar a diario hasta la estación del metro más cercana. Lo que tenía delante, al pasar por el puesto de periódicos, era un despliegue de horror, de bajeza. Uno tiende a no verlo, como defensa, como manifestación de salud –el morbo es enfermedad–. Por atender al público morboso, esa prensa tuvo el camino abierto para la creación de galerías de lo obsceno, para normalizar los cuerpos despedazados –recuerdo que reparé en esto desde los tiempos de los torsos en bolsas de basura y las primeras narcomantas en la ciudad– y para consumir esas imágenes con ironía, nada “mejor” que el encabezado. La ironía explota.

Decía Hayden White en la Metahistoria que la ironía es el tropo retórico por antonomasia de la modernidad. Yo diría que esto ya se pasa de tueste. Entre más aletargados estemos, ejercitando el dedo para dar likes en Instagram, siguiendo a “celebridades” en Twitter, consumiendo el equivalente a la junk food en lo mediático, más normal será “querer saber” a través de comernos con los ojos un cúmulo de imágenes abyectas. Si somos lo que vemos, también alimentamos un imaginario colectivo con lo que posteamos y comentamos –Marc Augé es uno de los que formulan la idea–. Al respecto, me pareció elogiosa la iniciativa de llenar con imágenes bonitas las redes utilizando el hashtag de #Ingrid y #sepultar, de esa manera, las que se filtraron en la prensa. También se sumaron varias ilustradoras y con ellas, se construyó memoria. Mientras las recorría, me pareció estar experimentando una sensación de trascendencia.

Concluyo: si nos alimentamos de basura icónica, produciremos basura icónica. Las demandas de justicia por los feminicidios y el #DecálogoConcreto que se ha publicado en días pasados contemplan la necesidad de pelear por una nueva forma de dignidad: la que se manifiesta en la circulación y el consumo de la imagen. En el ejercicio de una visión crítica, probablemente podamos recuperar la que se ejercía en los primeros tiempos de la modernidad ilustrada, y con ella, la relación con el entorno, el restañamiento, la construcción de memoria.


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