cuento

Cuartos vacíos

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El castillo no le pedía nada a los de los cuentos de hadas. Torres, puente levadizo y 40 recámaras. Salón de baile, grandes jardines, bosque, caballerizas, lago. Los empleados eran tantos que sería imposible conocer a todos.

Era famoso por la abundancia de sus comidas, pero, sobre todo, por la generosidad con que los duques acogían a cualquiera que necesitara asilo. Un conde venido a menos ya recibía visitas en sus aposentos. En pleno siglo XXI, un castillo con veinte mozos a la hora de la comida. No iba a desaprovechar la oportunidad.

Los duques se paseaban por los jardines, montaban a caballo, leían y conversaban, ajenos a los milagros que hacía el ama de llaves para mantener el orden entre la rotación de huéspedes. Desde abajo, en el área destinada al servicio, el mayordomo y la cocinera dominaban el resto de la situación.

Y entonces llegó el virus. ¿Cómo luchar contra un enemigo microscópico que, para colmo de males, ni siquiera estaba vivo? El duque llamó al ama de llaves y al mayordomo. Era imperioso organizar la estrategia. Lo primero, abastecerse para el sitio. Lo segundo, levantar el puente levadizo. Cualquiera era libre de marcharse en el momento en que lo decidiera, pero quien saliera del castillo, tendría prohibido regresar mientras el enemigo acechara a sus puertas. Así lo dispuso el duque y todos estuvieron de acuerdo. Ni uno solo optó por irse. Aprovecharían el tiempo para meditar sobre sus vidas y hacer los cambios necesarios. La pandemia sería una oportunidad para demostrar de qué estaban hechos. Faltaba más.

cuartos vacios
Ilustración: @sidedimes.

La vida siguió su curso. En apariencia, poco había cambiado. Los duques desayunaban café y pan dulce en su habitación, paseaban por los jardines, montaban a caballo, leían y platicaban con los huéspedes. Pasaron semanas y el ambiente era casi festivo. ¡Qué aventura! Pasó un mes y los inquilinos, que vivían a costa de los duques, sonreían con gratitud. Al segundo mes, las sonrisas se congelaron. En el tercero, surgieron discusiones acerca de la estrategia del duque. En el cuarto, el conde que se había instalado en el castillo como si fuera suyo, desertó. Su huida abrió posibilidades entre el resto de los habitantes del castillo. Con o sin virus, el mundo estaba afuera.

Y así, poco a poco, el castillo se vació. Primero, los huéspedes, después el servicio. Hasta que un buen día los duques se despertaron solos. Nadie les llevó el desayuno, nadie ensilló a los caballos o alimentó a los perros. Consternados y hambrientos, los duques recorrieron el castillo. Antes de irse, el ama de llaves había ordenado una limpieza profunda y tanto las habitaciones principales como el área de servicio lucían impecables. En el comedor, dos lugares estaban puestos, había café, fruta y una canasta de pan. En la cocina, un platón con comida suficiente para la comida y la cena.

—No está mal —opinó la duquesa—. Será un descanso. ¿Hace cuántos años que no estamos solos? Y será una oportunidad para aprender a valernos por nosotros mismos. Los tiempos están cambiando.

cuartos vacios en pandemia
Ilustración: @sidedimes.

El duque estuvo de acuerdo. Con una nueva estrategia, estarían bien. Lo primero fue soltar a pastar a los caballos. Ocuparse de ellos les llevaría demasiado tiempo. Los perros eran menos problema, con que tuvieran los platos llenos de comida y agua, sería suficiente. Hacer la cama no debería tener ningún grado de dificultad, tampoco barrer, sacudir, limpiar el baño, cocinar, lavar y planchar la ropa… Los problemas surgieron cuando les fue imposible encontrar las herramientas necesarias para llevar a cabo los trabajos. Gracias a Dios, la cocinera había dejado lo suyo en la alacena.

El duque descubrió que le divertía experimentar con los alimentos y la duquesa que era una artista para poner mesas y hacer floreros. El quehacer podía esperar, ¿qué tanto podrían ensuciar dos personas? Lavar los platos sería suficiente. En cuanto a los blancos, había de sobra como para usar nuevos durante meses. Claro que eso no sería necesario. El virus se debilitaría en cuestión de semanas, pensaban.

Pero los duques han visto a los árboles perder las hojas, retoñar y perderlas de nuevo y el virus sigue a las puertas del castillo. Los caballos mantienen el pasto corto y abonado, han nacido una variedad de legumbres en la hortaliza, los perales han dado fruto y las gallinas ponen diez huevos diarios. El duque ha descubierto mil formas de prepararlos. Hay tal cantidad de flores que la duquesa ahora las usa también en el pelo. Para ordeñar, se disfraza de campesina. Para poner la mesa, de mayordomo. Al duque le ha crecido el pelo y la barba. Cuando cocina, los ata con una cinta de su mujer. Ella lo encuentra muy guapo con el gorro y el delantal de la cocinera. En cuanto al quehacer, es cuestión de organizarse. El castillo tiene 40 habitaciones. La nueva estrategia es fácil de implementar: una vez que una de ellas se ensucia, se cierra la puerta y se utiliza la siguiente. Para cuando todas sean inhabitables, el enemigo se habrá cansado del sitio… y quedan los cuartos de abajo, las caballerizas y el granero.


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Sueño dickensiano

Lectura: 4 minutos

Entré en la mansión a través de una pequeña ventana a nivel del suelo que aportaba una luz espectral al sótano del señor. Desafortunadamente, en su interior, la ventana se encontraba a más de 2 metros del suelo, por lo que tuve que emplear las baldas de una estantería a modo de escalera para llegar hasta abajo. Cometí la imprudencia de descender por la parte central de la estantería, en lugar de aprovechar ambos lados de la esquina para hacer un contrapeso. Iba a medio camino cuando sentí que el mueble se venía hacia mí. Afortunadamente, con mis 17 años de edad era bastante ágil y, antes de quedar sepultado bajo el peso de la estructura, di un salto felino para caer de pie, convenientemente, en una mesa de trabajo.

Sin embargo, las ollas y demás enseres culinarios alertaron a los moradores de la casa. Cuando volteé la cara, distinguí a escasos metros al mayordomo. Nuevamente brinqué y me encontré de frente, como por arte de magia, con una puerta que conducía a unas escaleras. Subí tres pisos raudo y veloz, siempre perseguido por el incansable sirviente. Cuando llegué al último piso, abrí la primera puerta a mi alcance que resultó ser la de la biblioteca. Curiosamente tenía una mesa de billar en el centro y a los lados muebles lleno libros que se veían a través de puertas enrejadas. Sólo la pared del fondo estaba desnuda y en su centro se encontraba una ventana circular. Del lado derecho, también había una pequeña mesa con una lamparita encendida y, al lado, un sofá individual donde estaba sentado una persona vestida con una bata y que, al tiempo que leía, fumaba una pipa.

Pareció no advertir mi presencia, pero cuando el mayordomo abrió la puerta, decidí no arriesgarme y correr a la ventana por el lado izquierdo. Del otro lado del cristal, se distinguían las ramas de un árbol que, si lograba alcanzar, me permitiría descender al jardín con facilidad y recuperar la libertad. El mayordomo creyó que me tenía rodeado por lo que se detuvo un momento para recuperar el aliento, mientras veía como me acercaba a la ventana y la abría. Iba a saltar cuando, por pura intuición, me di cuenta de que me convenía más entregarme y aceptar mi castigo por muy desagradable que éste pudiese ser.

ladron
Ilustración: Robert Romanowicz.

Agaché la cabeza, me dirigí a la mesa y puse mis manos a ambos lados de la misma.

—Proceda Stevens —dijo con su flema británica Lord Bunbury.

Me di cuenta de que tenía que impresionarlo. La única forma era creciéndome al castigo. Iba a ser muy desagradable, pero era el único medio.

Stevens cogió de la biblioteca un bate de cricket con la mano derecha, mientras que con la zurda asió mi cuello y me obligó a doblar mi tronco hasta ponerlo en posición paralela a la mesa. Antes de empezar me ofreció un pañuelo para que lo mordiera mientras que me apaleaba. Empezó el tormento y, pese a que me concentraba en no mostrar debilidad alguna, no podía impedir que de mi garganta emanara un sonido gutural que fácilmente podía ser interpretado por una flaqueza de espíritu. Además, mi cuerpo se estremecía en cada golpe.

Después de ver los primeros azotes, el señor de la casa se aburrió y continuó con su lectura. Había que hacer algo distinto. Escupí el trapo y empecé a hablar.

—¿Esto es todo lo fuerte que puedes golpear Stevens? Mi abuela, que en paz descanse, lo haría mucho mejor.

Continúe soltando mis bravuconadas que exasperaban al mayordomo, quien me golpeaba tan fuerte como podía. Por un momento sentí que las fuerzas me flaqueaban y que me encontraba cercano al desmayo. Fue entonces cuando oí la voz providencial del amo.

—Es suficiente, Stevens. Prepárele un baño a nuestro joven invitado el cual nos complacería se quedara con nosotros en esta humilde morada. Habrá que mudar sus vestimentas.

sueno dickensiano
Ilustración: Anna Fadeeva.

Lo supe en ese momento. Mi vida había dado un giro de 180 grados. Nunca más volví a usar mi camisa andrajosa y mis zapatos llenos de agujeros. En cambio los suéteres de Cashmere, bufandas de seda y sombreros galoneados pasaron a ser mi atuendo cotidiano.

Días más tarde, nos subimos al Rolls-Royce para ir a la cámara de los lores. Sin embargo, el chófer, que había sido contratado pocos días atrás, dobló a la izquierda en una bifurcación y nos perdimos. Finalmente, desembocamos en un túnel donde se encontraban unos mendigos bebiendo cerveza. Mi protector y yo bajamos para preguntar como volver sobre nuestros pasos, cuando ocurrió lo inesperado. Mi protector fue herido mortalmente con un balazo en el estómago y yo recibí otro en el hombro. El chófer huyó cobardemente, dejándonos a la mereced de esos despiadados.

Lord Burnbury se encontraba tumbado en la acera desangrándose. Yo estaba a su lado sentado y apoyado a  la pared. No sé porque, pero pese a lo comprometido de la situación, sabía que yo iba a sobrevivir. Veía morir a la única persona que se había interesado en mí, pero no sentía nada cuando me desperté en plena mañana del 25 de diciembre de 2010. Había sido visitado por el espíritu de Dickens el cual no me había mostrado mi verdadero ser. No sabía si me regocijaba en el sueño de la muerte de Lord Bunbury porque iba a ser millonario o, si por el contrario, lloraba su pérdida. Para compensar esa carencia, el espíritu me dejó este pequeño cuento.


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El vendedor de covides

Lectura: 3 minutos

A los siete años, ya vendía capulines, guamúchiles, agüilotes… cualquier cosa que encontrara en el campo. Descalzo, con el pantalón atado con una soga y una camiseta agujerada, recorría desde temprano las calles del pueblo. A veces, vendía la canasta completa; otras, le hacían un encargo: “mañana me traes unos nopales”, o “búscame una penca de sábila, tú que andas en el cerro”. Y Néstor regresaba con el pedido. Este chiquillo no le tiene miedo al trabajo, decía la gente, y le daban un taco o un tarro de atole. Vivía en la pequeña bodega de debajo del quiosco, un cuartucho de dos por dos y, como no molestaba a nadie, lo dejaban en paz.

Cuando cumplió diez años, nadie se enteró, mucho menos él. A lo mejor, quién sabe dónde, su madre. Lo que sí sucedió ese día, fue el anuncio del encierro voluntario por la pandemia de un nuevo coronavirus. COVID-19. A Néstor le gustó el nombre: “Covid”. Sonaba bien, así le hubiera puesto el cura que lo bautizó ya grande. Ése sí era un nombre elegante, cómo le fueron a poner Néstor. El caso es que el día de su cumpleaños, las calles se vaciaron poco a poco. Para la tarde, sólo quedaba él en la plaza. Un silencio…

Al día siguiente, asomó la cabeza con la esperanza de que hubiera alguien. Nadie. Un pueblo fantasma. ¿A quién venderle los tomatillos y las guayabas? La bodega ya olía a podrido. Néstor se subió al quiosco a comerse la venta del día, se metió las últimas guayabas al bolsillo y fue a deambular por el pueblo. En la pared de la delegación había un letrero con el dibujo de una corona color naranja. Era bonito. Cuando el delegado salió para irse a resguardar, él también lo encontró atento frente al letrero.

vendedor de covides
“Boy with an apple”, Karl Witkowski.

            —Es el virus del coronavirus –le explicó–. Aquí te enseñan cómo cuidarte para que no te enfermes.

            —¿El que estaban anunciando ayer en el micrófono, el covid?

            —Ese mero.

            Néstor le tendió una guayaba.

            —De algo tienes que vivir tú, Néstor –opinó el delegado–. Si quieres seguir con tu venta, ve de casa en casa. En la tarde te llevo un tapabocas y un gel para que te laves bien las manos antes de entregar tu mercancía.

 Y así fue como Néstor empezó su propio negocio. Primero con lo de siempre, después sirviendo de intermediario entre los comerciantes y sus clientes. Pero lo que le abrió las puertas al mercado fue su idea. En el cerro, había visto los primeros tejocotes, del mismo color que los del covid en la puerta de la delegación. Una tarde, llenó su canasta, le pidió aguja e hijo a una mujer y formó coronitas comestibles. En el pueblo silencioso, sólo se oía su pregón:

            —Se venden covides… covides sabrosos, tiernitos y frescos…

El nuevo producto tuvo éxito entre los niños, así que, cuando se acabaron los tejocotes, empezó a fabricar coronas de fruta mixta. Ya tiene varios pedidos especiales. Han pasado apenas unos meses desde el encierro en el pueblo y Néstor ya tiene suficientes ahorros para poner un puesto en el tianguis. Si tiene un hijo, lo llamará “Covid” y lo educará para que sea santo y exista un San Covid, patrón de los niños abandonados.  


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La leyenda del pájaro Toh

Lectura: 3 minutos

Para Álvaro.

El pájaro Toh llegó después de un largo peregrinaje en busca de un lugar en donde ocultar su humillación. Llegó cansado y solo. Había sobrevolado presas secas y páramos de arbustos espinosos, campos de agave en donde no quedaba ni un árbol, infinitas extensiones de invernaderos y de casas a medio construir. Todo lo que veía era feo y él estaba acostumbrado a la belleza. Venía de un paraíso con agua en abundancia y, al ver la tierra devastada, su corazón palpitaba quedito, como si se estuviera muriendo. Él sabía bien lo que significaba perder la belleza, al menos eso creía.

El plumaje de su cola había sido la envidia de las otras aves y la pluma de uno de sus ancestros había servido para adornar penachos reales. Porque Toh descendía de un linaje vanidoso que cayó en desgracia. Cuenta la historia, que, hace muchos años, uno de sus antepasados se negó a trabajar con el resto de las aves para protegerse durante un huracán. Era un aristócrata, nuestro pájaro toh jamás se ensuciaría el pico con labores de plebeyo. Indignado con la petición, se dio media vuelta y se refugió en una grieta, donde se quedó dormido sin darse cuenta de que su cola se había quedado afuera. Cuando salió de su escondite, el viento la había desgarrado y sólo quedaban dos plumas colgadas de una cuerda trenzada.

pajaro toh
Ilustración: Galerías del alma.

Han transcurrido siglos desde esta historia, pero la vergüenza de los pájaro toh perdura de generación en generación, por eso se ocultan en las hendiduras de los muros viejos y rehúyen cualquier compañía. El Toh de nuestro cuento estaba harto de ser la burla de todos, hasta de los zopilotes, así que, un buen día se fue de la selva en busca de un lugar en donde nadie lo conociera. Atravesó cerros, valles y ríos, voló y voló sin descanso. Por fin, agotado, se posó en una barda. Desde ahí, inclinó la cabeza de un lado a otro para mirar a su alrededor. Era un hecho, había caído al infierno, era imposible tanta fealdad en la tierra. Su corazón estaba a punto de dejar de latir por completo cuando oyó el canto de un cenzontle. Siguió la melodía y en el camino se unieron calandrias, carpinteros, mirlos, tordos y golondrinas. Iban a un sitio resguardada por árboles frondosos. Sobrevoló las copas y sus ojos se llenaron de admiración. Había llegado a un paraíso distinto al suyo en la selva, pero igual de maravilloso. Una familia de patos tomaba posesión de un fresno en donde un carpintero buscaba gusanos; más allá, las calandrias competían por las ramas de un laurel de la india y un pájaro-ardilla se mimetizaba con la hojarasca de una higuera.  Las golondrinas bebían de un estanque y los colibríes se alimentaban junto con las abejas de las flores de un tabachín.

            Toh se instaló tímidamente en la rama de una majagua y pronto los demás pájaros se acercaron a inspeccionar su cola. Era extraña, se movía de un lado a otro como si fuera un péndulo. El pobre Toh estaba nervioso. ¿Qué pensarían de ella? ¿Lo echarían de ahí por feo?

            —¿Eres un reloj? –le preguntó una calandria que había salido del nido hacía apenas  un par de días.

            Toh por poco se muere. Las burlas no tardarían en llegar. Cuál sería su sorpresa al ver admiración en la mirada de las aves.

—¡Nunca había visto un azul tan intenso! –exclamó un ticú.

pajaro toh
Ilustración: Pinterest.

            —¡Y las plumas de la cola! ¡Qué bonito cuelgan de su trenza! –dijo un mirlo.

            Sólo la pequeña calandria guardaba silencio en espera de una respuesta a si era un reloj.

            —A partir de hoy, seré por ti el pájaro relojero –contestó Toh y desde entonces ése es su nuevo nombre. Por las mañanas se le puede ver en la rama de la majagua, moviendo la cola de un lado a otro, feliz de haber encontrado un hogar lejos del plástico de los invernaderos, del concreto, los tinacos y los campos devastados. Un lugar en donde sus amigos le motivan a que mueva su cola, como el reloj en casa del guardabosques.   


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Siempre esperando

Lectura: < 1 minuto

Si guardas lo mejor para el final, y antes de que llegue alguien te lo quita, entonces ¿no hubiera sido mejor disfrutarlo desde el principio y no correr riesgos?

Todos tenemos cosas que guardamos para momentos especiales, como esa botella de vino esperando al cumpleaños, graduación, ascenso en el trabajo; el traje o vestido para una cita o evento importante; el regalo para alguien muy querido para cuando sea mayor; el dulce que nos encanta y que comemos desde pequeños pero que ya dejaron de producir y que estamos atesorando para comerlo en el futuro; el collar o anillo de nuestros abuelos para el día que nos casemos.

¿Qué pasaría si ese día nunca llegara?

siempre esperando esa llamada
Ilustración: Tierra Connor.

El momento perfecto es el que queramos que sea, sin necesidad de que pase algo especial o extraordinario. Puede ser ahora mismo que estamos en casa viendo la televisión, caminando en el parque, tomando una taza de café con un amigo, de visita en casa de nuestros papás, en la oficina leyendo el periódico, en el gimnasio, en nuestro medio de transporte, en una junta virtual de trabajo, o simplemente sentados junto a una ventana viendo cómo llueve.

¿Esperar para celebrar, mejora en algo la experiencia?

¿Vale la pena arriesgar por algo que no sabemos si pasará?

¿Acaso es mejor el futuro incierto que nuestro presente?


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Oscuridad y silencio

Lectura: 2 minutos

Para JAT.

Una de las leyendas de Santa Teresa se cuenta en voz baja. Se trata del niño enterrado en la presa para que su llanto alerte al pueblo en caso de inundación. Como en otros caseríos que comparten historias semejantes, la gente de Santa Teresa depende de un mito para dormir en paz en la temporada de lluvias. Pero ellos no son los únicos que necesitan asideras. Hay quienes duermen con los dedos índice y pulgar formando una cruz para evitar que el diablo se acerque a ellos o quienes cubren los espejos para que los espíritus no traspasen el umbral mientras ellos descansan. Algunos dejan una luz encendida, otros le rezan al ángel de la guardia.

Mientras la mente vaga lejos de lo que sucede en el plano de la vigilia, nuestro cuerpo es tan vulnerable como el de un recién nacido. En las ciudades de la antigüedad se cerraban las puertas de las murallas. En muchas de las modernas, las casas se cierran con doble llave. En el campo, la oscuridad trae con ella sus propias amenazas. Una silueta que corre frente a nosotros, el grito de una lechuza, una puerta que se azota en el silencio…

oscuridad y silencio
“Night Of Dark Shadows”, Burken.

Gracias a la reclusión por el nuevo coronavirus, la oscuridad en donde nacen leyendas y hace que incluso adultos sigan durmiendo con los dedos en forma de cruz, ha recuperado espacios. Entre las sombras y en el silencio de los humanos, luciérnagas que han sobrevivido al embate de la luz se asoman con timidez y las abejas aumentan el tamaño de sus enjambres. Los grillos mantienen despiertos a los insomnes y aparecen alacranes y sapos ocultos detrás de los muebles. Insectos de un verde fosforescente, chinches multicolores, arañas saltarinas, liebres, zorrillos elegantes que apestan todo a su paso, ocelotes, linces, jaguarundis y un felino semejante a una pequeña pantera conocido como changoleón surgen con la puesta del sol. Hay que estar atentos al movimiento detrás de un árbol o a los ruidos entre la caña. A las sombras olvidadas.

La vida que habíamos dejado de ver necesitaba un respiro; nuestra imaginación, un poco de oscuridad y silencio. Quizás el niño enterrado en la presa de Santa Teresa escuche por fin a los espíritus que lo buscan para llevarlo a casa. Quizá nos acostumbremos a un mundo menos estridente, quizás sea el momento de dejarnos sorprender por el misterio, como niños recién llegados a este planeta viejo y poderoso que, con sólo sacudirse, podría acabar con nosotros y, sin embargo, nos mantiene vivos.


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Cuento para una noche de cuarentena. El hombre que subió la montaña

Lectura: 4 minutos

#NocheDeCuarentena #ElHombreQueSubioLaMontaña

Había una vez un hombre que se vistió y salió de su casa con dirección a la montaña. Desde muy joven la había visto y siempre soñó con llegar a su cima. Esa vez que se vistió y trató de llegar a ella, estuvo a punto de lograrlo y, sin embargo, diferentes obstáculos se interpusieron entre él y su meta. A esa punta de la montaña sólo podría llegar uno, y en esta ocasión no pudo ser él.

Pasaron seis largos años y aquel hombre, durante todo ese tiempo, suspiró por llegar a la cima de montaña. La veía desde lejos. La estudiaba desde diferentes ángulos. Ideaba estrategias para subir de forma exitosa, incluso pensaba en alianzas con otros hombres para que le ayudaran a cumplir su destino. En esa ocasión, ni siquiera se dio cuenta en qué momento fue rebasado por otro hombre que subió más rápido; incluso se encontró a una mujer que, durante buena parte del trayecto, corría detrás de él. Cuando tomó aire para alcanzarlos, su fuerza y empeño le dieron el impulso para alcanzar a la mujer e incluso pasarla, sin embargo, el otro hombre ya estaba muy arriba y le fue imposible alcanzarlo.

Aquel hombre tesonudo no se desanimó, y después de otros seis largos años, volvió a emprender el camino. Esta vez, aunque maduro y golpeado por el paso de los años, se le veía más fuerte que nunca. Traía un ritmo muy por encima de los demás y con el caminar se entusiasmaba más y más al sentirse cada vez más cerca de la meta. Siempre había querido llegar a la cima de la montaña. Era el objetivo más importante en su vida. Todo el tiempo se había preparado para lograr la gran hazaña y ahora parecía el momento de la gloria. Todo indicaba que llegaría por fin a esa cima anhelada; que sería el que llegaría allá arriba, allá donde solo llegaba uno cada seis años. Ese lugar que parecía de tan difícil acceso y por el que tuvo que sacrificar tantas cosas. Llegar a esa cima le implicó enemistarse con mucha gente, ser atacado por muchos adversarios –e incluso correligionarios– y sortear miles y miles de trabas. El esfuerzo había sido tremendo, pero estaba por llegar.

En algún momento el hombre dudó y volteó hacia atrás para ver si los otros hombres le seguían de cerca. Se encontró tranquilizado al ver que no se veían por ningún lado.

Por fin, una tarde de julio, aquel hombre llegó a la cima. Volteó a su alrededor y se encontró solo. Una ráfaga de viento le golpeaba la cara, y el sonido del viento era lo único que se escuchaba en ese infinito silencio. Se sentó entonces y con un dejo de emoción dijo para sí mismo:

—“¡Lo logré, ya estoy aquí!” (y el silencio y la soledad lo inundaron y un escalofrío le estremeció por un momento).

En efecto, aquel hombre estaba ahí, pero la felicidad que sentía semanas atrás, cuando veía que su escalada incansable por fin lo llevaría a la cima, se había desdibujado. El hombre no era feliz. No sabía qué hacer. Se trazó un objetivo claro que era llegar a la cima de la montaña. Por años se fijó ese objetivo y se había preparado para alcanzarlo. ¡Lo había logrado! Entonces, ¿por qué se sentía tan solo y triste?, ¿por qué no había experimentado satisfacción alguna desde que había llegado a la cima?, ¿por qué lo embargaba esa frustración en todo momento?

El hombre dejó pasar el tiempo. Se mantuvo caminando en esa cima, dando vueltas y vueltas. Seguía sintiendo el viento golpeándole la cara. A veces por un lado, a veces por otro. Otras veces el viento frenaba y el frío, penetrante, se apoderaba de todo. Aquel hombre trataba de calentarse, de moverse, pero el frío no lo dejaba. A veces, lo que desesperaba a aquel hombre, era el silencio. ¡¡¡No podía más!!! Su desesperación era tal, que todo le estaba saliendo mal. Si el día era cálido y debía aprovechar las bondades del sol, salir a sentirlo, a vivirlo, él se agazapaba y titiritaba de frío. Si el frío azotaba, él no lo percibía de esa forma y se quitaba la camisa para quedar con el torso descubierto. Ya no identificaba nada, ya no entendía nada. Estaba al borde de la locura. En su desesperación creciente miró al cielo y gritó:

—¡Dios!, ¿por qué subí hasta la cima?, ¿por qué?

Lo que aquel hombre no esperó es que Dios le contestara súbitamente. La voz era de un estruendo ensordecedor. Dios le dijo al hombre:

—Hombre soberbio y orgulloso, has estado tantos años planeando llegar a la cima y ahora que estás en ella, ¿te preguntas por qué?

El hombre, asustado, cayó al piso perplejo por lo que acababa de oír. Un largo silencio se apoderó del ambiente, para ser roto por otra frase que, al sonar, parecía la voz del Dios del trueno, de un megáfono cósmico interestelar que le hablaba del más allá y que le dijo:

—La pregunta que te debes hacer no es “por qué” sino “para qué”.

El hombre se quedó solo en la cima, sentado, abrazando con los brazos sus rodillas y meciéndose hacia adelante y hacia atrás. Tendría cinco largos años para descifrarlo, por lo que entre más rápido lo hiciera, más rápido saldría de esa angustia, soledad y desesperación que le causaba estar en la cima de aquella montaña.

Fin.


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Ahora también tenemos borregos

Lectura: 4 minutos

Una mujer con un vestido de flores azules se desliza por la ventana de una habitación. Es la única salida a un techo ideal para poner a secar yerbas. Ya antes había lanzado por esa misma ventana grandes manojos. Un sombrero de alas caídas le cubre la cara y la nuca. Desata la alfalfa y la tiende a secar sobre los ladrillos calientes por el sol de mayo. La acompañan dos gatos negros. A sus más de sesenta años, Margarita sigue siendo guapa. Es muy vanidosa.

Llegó a trabajar a la ciudad sin saber que se quedaría para siempre. Recuerda que cuando vio acercarse al tren que la alejaría de su pueblo, salió corriendo, no iba a meterse a ese animalote. Su mamá la atrapó. Tenía quince años. Entonces no se imaginaba que no se casaría ni tendría hijos, con lo que le gustaban los niños. Mucho menos que les cogería tanto cariño a los animales. En esa época, le sobraban pretendientes, era cuestión de escoger. Pero, uno a uno, los buenos se alejaron de ella y sólo quedaron los que no valían nada. Eso piensa Margarita mientras esparce la alfalfa por el techo.

Cuando acaba de tenderla, salta de nuevo por la ventana, ahora a la habitación. Baja por la escalera principal, entra a la cocina, se lava las manos, cuelga el sombrero de un clavo y se pone un delantal sobre el vestido de flores. El olfato le avisa que el puerco al horno está listo. Los gatos se han ido a pasear por su cuenta, en su lugar están dos perros viejos. Uno artrítico, el otro ciego de un ojo. Antes de acomodar el puerco en una bandeja, le sirve un buen trozo a cada uno. Con consomé de res, para que no esté seco, y papitas y zanahorias, porque hay que comer verduras. Los perros le agradecen con la mirada.

cocina y cocinando
Pintura: Pinterest.

En el comedor, la familia espera. La madre en la cabecera donde se sentaba su marido antes de morir, los hijos desperdigados con los nietos. Se habla mucho, se entiende poco. Sólo la madre guarda silencio. Está concentrada en el jardín.

Detrás de las bardas que delimitan la propiedad, los noticieros hablan de una pandemia. Los analistas comentan las repercusiones en la economía; los religiosos exhortan a la gente a rezar. El fin del mundo se abre como una posibilidad real, eso dicen los profetas. En el comedor de la casa, se discute lo difícil que se ha vuelto comer a una hora decente. 

Pero el puerco ya está listo en la bandeja. Margarita no tuvo tiempo de preparar sopa ni ensalada, la alfalfa requiere de muchos cuidados. Hay que quitarle la basura y fijarse que no venga revuelta con yerbas malas. Tenderla al sol también lleva tiempo. No es cuestión de aventarla como caiga, no, se tiene que esparcir de manera adecuada para que se ventile y seque pareja.

mujer y ventana
“La Ventana de Goldfish”, Frederick Childe Hassam, 1916.

La familia espera con impaciencia. Por fin, alguien se levanta a ver qué sucede en la cocina. Regresa con noticias. No habrá ensalada ni sopa y las verduras les tocaron a los perros, pero hay lomo de puerco y sobra pastel de ayer.  

La madre sigue observando el jardín. En el exterior, la epidemia ha hecho cundir el pánico. Han cerrado escuelas, los hospitales no se dan abasto. El mundo ha cambiado de la noche a la mañana, eso aseguran los periódicos. En algunos países, han abierto las iglesias para acomodar a los muertos.

La madre lanza un suspiro. Ahora también tenemos borregos en casa, dice, ahora me explico por qué hay alfalfa en el techo. Nadie la oye, los hijos y los nietos discuten sobre la pandemia que hay afuera, del otro lado de la barda que protege la casa de todo mal. Eso creen los nietos pequeños. Cuando llega la comida, se hace un silencio. Huele bien.

borregos y ventana
“The Sheep Window”, Ditz (Reprodart.com).

Un borrego negro asoma la cabeza entre las plantas. Había estado oculto detrás de un macizo de hortensias. Margarita sale corriendo a guardarlo y la madre desvía la mirada hacia el platón de comida para darle tiempo. Uno de los hijos habla en voz muy alta, quiere establecer un punto sobre la epidemia. La madre baja el volumen del aparato para la sordera y murmura: “coronavirus”, qué bonito nombre. Es la única que vio al borrego negro, también la única que sabe que, pase lo que pase, no pasará nada.


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