La moral es cosa de costumbres, según el diccionario de Nebrija, de 1495. Parecería que, cuando aludimos a la palabra “moral”, apelamos a una especie de tribunal inexistente pero superlativo, que se encarga de juzgar las acciones, inclusive las de los personajes públicos que, a través de actos oscuros, logran que la balanza de la opinión se incline a su favor. Secretamente, todos aspiramos, alguna vez, a la existencia de ese tribunal que puede, eventualmente, exonerarnos o darnos una especie de razón histórica, aún cuando todos, en nuestro entorno social, parecen reprobarnos. Y así, algunos esperamos que el ángel de la historia, (así es, esa impactante figura benjaminiana) se encargue de barrer a quienes cometen errores garrafales, que afectan a millones, aunque en su tiempo, sus contemporáneos parezcan no sólo no juzgarlos, sino incluso, aplaudirlos.
En ausencia de este tribunal de justicia superior, sucede que generamos instituciones, y que esas instituciones tienen como cometido gestionar los recursos, comportamientos, relaciones de los individuos que componen una sociedad. En su etimología, la palabra institución implica estar, colocarse, ser estable. Las instituciones se crean con una finalidad y para resolver o gestionar problemáticas concretas. Al regular comportamientos, las instituciones funcionan conforme a la experiencia colectiva, lo cual no sólo está en su génesis sino en su conceptualización histórica. “Durkheim concibe a las instituciones como hechos sociales, esto es, como aspectos de la experiencia colectiva que se materializan en una multiplicidad de formas e instancias: el Estado; la familia; el derecho a la propiedad; el contrato; las tradiciones culturales, políticas y religiosas, etc.” (Brismat, “Instituciones: una mirada general a su historia conceptual”.)
Las instituciones deben trascender la voluntad individual, es decir, que su vocación reguladora e, incluso, coercitiva, por tanto, no permite pensar que estén al arbitrio de o para cumplir los deseos de una persona o un grupo con intereses específicos. En este sentido, es enorme la preocupación que despierta la retractación de la Auditoría Superior de la Federación, después de la reacción pueril de Andrés Manuel López Obrador al conocer las cifras –devastadoras para él, sin duda– que incriminan a su administración respecto del ejercicio de recursos en diversas áreas, no solamente respecto de los costos de la cancelación del proyecto del NAIM, sino que hay que revisar también las cifras que tímidamente han salido en diversas notas sobre las observaciones realizadas por la ASF al ejercicio de la Secretaría de Cultura Federal, por ejemplo.
No sólo preocupa que se ponga en entredicho el informe de la ASF; el asunto de fondo es que no hay quien ponga cortapisas a quien se dice paladín de la moral y de la democracia. Esto se hace todavía más complejo si se piensa a la luz de la coyuntura del análisis que el presidente hizo con su gabinete acerca de la supresión de los organismos autónomos.
La moral es cosa de costumbres, decíamos. Las instituciones participan, como es evidente, en el dinamismo de una sociedad. No son eternas, ciertamente, ni inmutables, pues son hechas por individuos y responden a necesidades históricas. Las instituciones brindan certezas y asideros, pautas y marcos para actuar, a la vez que ellas mismas desarrollan agencia. Pero, cuando una institución pierde credibilidad o es desacreditada, se asesta un golpe a ese edificio que marca los límites y se abre la puerta a la expresión del autoritarismo en pleno. Si las instituciones son amordazadas o vulneradas y dejan de funcionar como contrapeso, caminamos inexorablemente a la imposición de una sola voluntad.
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