Año 3,100 a.C., el escriba sumerio Gar Ama redacta un documento y, por primera vez en la historia del hombre, un autor firma un texto; en otras palabras, alguien se hace responsable de una idea. Con la aparición de la autoría, también surge la noción de responsabilidad; el contrato oral se plasma en un documento, el compromiso queda estampado, la voluntad adquiere una significación distinta. Una nueva era ha comenzado, un texto tiene una identidad detrás de sí.
3,200 años después, el Evangelio de San Juan sostiene “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. La palabra ya no sólo tiene a un humano como autor; es mucho más que eso, es la creación misma. El lenguaje es un acto divino.
Siglo XX, han transcurrido 5000 años desde que Gar Ama le ha puesto identidad a un discurso. Freud primero y Lacan después, describen a la palabra vacía y la palabra plena como los polos de un continuum, en que la primera solamente circunscribe, casi al pasar, algo y la segunda significa, posee un peso específico. Describámoslo en forma sencilla, ante la pregunta —¿Tienes sueño?, la contestación —Sí, opera de un modo muy distinto que la respuesta que el acusado responde frente al juez, —¿Se declara usted inocente del delito del que se le acusa?, —Sí, contesta éste. Las palabras poseen sustancia.
Desde la aparición de la firma, el lenguaje se hizo más poderoso que nunca. La rúbrica le otorga al autor fama, reconocimiento, distinción, pero también responsabilidad y, por lo tanto, la posibilidad de ser inculpado por ya, no sólo lo dicho en forma oral, sino lo declarado por escrito.
En definitiva, toda la noción de legado va acompañada de reconocimiento identitario; porque existe el yo existe el tú y, por ende, existe el nosotros y también el ustedes. Hacerse responsable de un texto, es hacerse consciente de un lugar en la historia. La firma vincula al conocimiento particular de un sujeto y a su creatividad, con la cadena de saber universal de la que forma parte.
Nuestro mundo, como cíclicamente ocurre, se encuentra experimentando una sacudida –un terremoto, dirán algunos, un cataclismo, otros– enorme y, como es habitual, una vez que el tiempo haya transcurrido y hagamos el balance de lo vivido, sabremos cómo podríamos haber enfrentado de mejor forma nuestro plazo.
En tanto la hora de los recuentos llega, bien podríamos hacernos cargo de nuestro lugar en la historia e intentar ponerle nuestra firma a nuestras acciones y decisiones. Es un acto que requiere de valentía, qué duda cabe. El ejercicio retrospectivo es siempre más sencillo y cómodo que el asumir el riesgo de vivir con mayor consciencia el presente, de utilizar más palabras plenas para actuar y, sobre todo, declarar a los cuatro vientos lo que se nos viene a la mente. No se trata de perder la espontaneidad, ni mucho menos la creatividad; por el contrario, nuestra era nos invita y desafía a entender que estamos frente a una nueva lógica y, por ello, requerimos también de códigos y lenguajes distintos para afrontarla.
Es cierto, “somos un parpadeo de la historia”, pero dado que éste es nuestro instante en ella, bien vale la pena, encararla, hacernos responsables de nuestro momento, montarnos sobre nuestros miedos y zonas de confort, cabalgarlos, y hacer que nuestro tiempo haya valido la pena para cada uno de nosotros.
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