Llegó a la casa, dio unos pasos y sintió algo raro detrás suyo, se dio la vuelta para mirar y vio dos gotitas negras, dio dos pasos más y se volvió a dar vuelta y volvió a ver dos gotitas negras. Iba dejando un reguero de gotitas negras, se asustó. O estaba herido y no se había dado cuenta, e iba dejando gotitas de sangre negra, pensó. O peor, perdía aceite, como los coches, lo que era peor porque él no era un coche. ¿Qué parte de su mecanismo desconocía de sí mismo que llevara aceite, si era una persona?, a las personas no se les pone aceite. Volvió a caminar y a dejar atrás dos gotitas negras, y dos pasos más y dos gotitas negras más. Entonces se congeló en el lugar, se dio cuenta lo que podía pasar, lo que había pasado tantas veces en las películas. Lo estaba siguiendo cabeza abajo, a la altura de él, desde el techo, un monstruo que podía caminar al revés y despedía ese líquido negro, pero cuando miró no vio a nadie.
No, no era eso. Caminó hasta la cocina ya con las gotitas negras haciendo un reguero atrás de él, y él acostumbrado. Fue hasta la heladera, cuando giró la cabeza para abrir la heladera, algo le hizo ruido en el cuello. Un crac-crac, pero como más mecánico. Se sorprendió de nuevo, tan contracturado estaba que le hacía un crac mecánico el cuello. Sí, estaba contracturado, pero no podía ser tanto. Fue hasta el baño, de nuevo giró mal la cabeza y de nuevo le hizo crac-crac el cuello, de modo metálico. ¿Qué sería? ¿Qué andaba mal? De inmediato se puso frente al espejo del baño, se agarró la oreja y se la empezó a girar toda para atrás. En un momento el pabellón auditivo se puso colorado, pareció que se iba a salir, que se iba a arrancar la oreja de un tirón, y fue en ese momento, desde la oreja, que le vino un crac y un mecanismo se destrabó.
Ahora sí, se dijo, y luego de un crac-crac-crac-crac empezó a girar la oreja que se movía con una rueda, y de la parte del medio de la cabeza se empezó a asomar una hoja. Más crac-crac-crac y la hoja de escribir que le salía de su cabeza escrita y legible empezó a subir, cuando estuvo hasta la mitad de sí misma, fue que miró, la escritura estaba manchada de tinta. Ahí se dio cuenta lo que pasaba, el relato que se estaba escribiendo en esa hoja, el relato que llevaba a la calle, el relato que formaba su realidad, el relato con el que se movía como si fuera la verdad, ese relato tenía problemas de tóner. Se tocó atrás, la espalda, donde generalmente nos agarra tensión, metió los dedos en la piel justo arriba de la cintura, al costado derecho, como si se fuese a arrancar la piel, y cuando tiró salió junto con ese pedazo de piel, una palanquita para atrás, la tiró para atrás hacia abajo, y desde la espalda baja, entre la espalda baja y los espinales, se abrió para afuera un compartimento largo que la cubría toda su espalda; quedó colgado, metió la mano hacia atrás, y sacó el tóner del tamaño de todo el ancho de la espalda.
Lo puso frente a sus ojos, lo miro, se había agotado, manchaba tinta. ¿Cuánto había hablado que se le acabó el tóner? Un tóner por día. ¿Tanto hablaba? Claro, hablar no era gratis, costaba un tóner. Dejó ese tóner en el mueblecito del baño, sacó uno nuevo, se lo colocó, trabó, tiró para adentro, y después se pasó la mano por la parte baja de la espalda, tersa, la piel perfecta, el tóner había calzado bien. Volvió a mirar de frente al espejo, volvió a mover la oreja, crac-crac-crac, y sacó la hoja por completo. La arrugó con las dos manos y la tiró a la basura. Eso hacía con su relato siempre al final del día, se lo sacaba de la cabeza, lo hacía un bollo y lo tiraba. Digamos que ese movimiento era como un movimiento de mucha autocrítica.
Después, del mismo mueblecito sacó una hoja totalmente en blanco, la calzó en la cabeza, y desde la oreja que giraba la empezó a calzar, crac-crac-crac-crac, hasta meterla completa y hacerla desparecer.
Ahí estaba, la hoja en blanco, el nuevo día, el relato que iba a construir para salir al otro día a contarle el relato de sí mismo al mundo. “Los días son hojas blancas”, eso pensó, y luego se fue a dormir.
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