“El cuerpo es un concepto”. Cuando hace años escuché esta frase, me pareció chocante y síntoma de un idealismo absoluto que considera la mente como primordial y a la materia, cuerpo incluido, como una derivación de su etérea actividad. Después de años de indagar sobre el problema mente-cuerpo me he dado cuenta de que mi convicción realista de que existe un mundo fuera de las mentes que puedan percibirlo y recrearlo, implica que el cerebro es el órgano dedicado precisamente a percibirlo y recrearlo. En este sentido acepto una variante puntuada de esa frase: “El cuerpo” es un concepto. En efecto la conciencia de uno mismo implica la imagen y representación verbal del propio cuerpo por el sistema mente-cerebro y éstas tienen una realidad psicológica indudable y trascendente que sostiene a un yo dúctil y mudable que exploro en estas secciones.
Recuerde el lector o lectora algún incidente de ir conduciendo su automóvil e involuntariamente rozar o rayar la carrocería con algo externo: ¿no sintió este choque como si la superficie metálica fuera la propia piel? Al conducir un vehículo, la imagen o representación del cuerpo se extiende a todo el coche, porque en su movimiento éste depende de las decisiones del conductor. Pensemos en el bastón de un ciego. Insensible e inerte por sí mismo, el bastón se torna en una extensión, en una prótesis del cuerpo, porque el ciego palpa al entorno con él, descubre obstáculos y lo manipula para apoyarse, remover un estorbo o propinar un bastonazo. El cerebro del ciego realiza un acomodo funcional que Juan González, filósofo mexicano de la percepción, denomina “recalibración prostética”, una adaptación tácita e inmediata de las capacidades funcionales que pone en evidencia la extraordinaria plasticidad cerebral en íntimo juego con la situación.
En la realidad virtual ocurre una readaptación más patente, pues el ajuste implica una reorganización de los sistemas sensitivo-motores. La identificación con avatares o dobles virtuales muestra la maleabilidad no sólo de la imagen corporal, sino de la agencia y sentido de posesión del cuerpo, capacidades que explota de manera espectacular la película Avatar de James Cameron (2009), aunque la ficción de producir un avatar tridimensional que se desempeñe en el mundo real no tiene por el momento posibilidades. Las técnicas actuales de realidad virtual sí han permitido crear simulaciones del cuerpo del participante en tercera dimensión de tamaño real. Incluso ha sido posible sumergir al sujeto en ambientes virtuales que reproducen situaciones realistas de tal manera que se reconozca en el avatar virtual y tenga la ilusión de poseer ese cuerpo que dista de ser el suyo. Para ello es necesario sincronizar los estímulos sensoriales del cuerpo original y del sustituto, como hemos relatado antes en referencia a la ilusión de la mano de hule. Lo que se produce es una ilusión del cuerpo entero y el participante puede verse a sí mismo sea en primera persona, como si en efecto estuviera en el cuerpo virtual de su avatar, o en tercera persona, como se ve uno entre dos espejos. Estas técnicas se han usado para modificar ciertos trastornos de la imagen corporal, como la anorexia, pues, al cambiar las dimensiones del cuerpo virtual, cambian las actitudes de los sujetos hacia sus propios y “verdaderos” cuerpos.
Otra cuestión de la maleabilidad de la conciencia corporal y de la autoconciencia se refiere a si será posible generarla en robots capaces de comportarse como seres humanos. Si esto fuera así, el robot debería ser considerado análogo a un ser humano, aunque su cuerpo sea mecánico. He referido antes que en su célebre libro “Yo, robot” (1950) el científico y escritor de ciencia ficción Isaac Asimov inventó a Cutie, un tipo avanzado de robot que desdeña a los humanos, se autoproclama profeta de los robots y no se convence de que es una máquina. El relato asume que un robot tan inteligente como Cutie disfruta de una conciencia de sí, pero se puede pensar que es un sofisticado artilugio parlante que capta el mundo y obra sobre él, pero sin sentirlo ni sentirse.
Decidir una cuestión de este calibre parecería requerir el recurso del teatro griego conocido por la expresión latina Deus ex machina (el dios que baja de la máquina), la aparición en escena de un dios para resolver un enigma que está más allá de la capacidad humana. Esta expresión, pero sin intervención divina, constituye el título de la película de ciencia ficción Ex-machina (Alex Garland, 2015), la cual aborda de manera lúcida y fascinante el intento de resolver si una máquina en forma de una figura femenina capaz de habla y conducta humanas, es o no es consciente y, sobre todo, si tiene conciencia de sí misma. Para ello Nathan (Oscar Isaac), su creador, un extravagante potentado y genio de la Inteligencia Artificial que vive aislado en un hogar-laboratorio remoto y paradisíaco, manda traer a Caleb (Domhnall Gleeson), avezado técnico de su empresa, para dictaminar si la robot llamada Ava, tiene o no conciencia. Caleb se da cuenta de que se trata de una avanzada prueba de Turing, la propuesta de que si no es posible distinguir la conducta del robot de la humana, el robot debe poseer no sólo inteligencia, sino conciencia de sí mismo, lo que vendría a constituir, de hecho, un yo artificial.
Para ello Caleb entrevistará a Ava durante una semana y deberá dar su dictamen. Cuando Ava (Alicia Vikander) aparece en escena, es claramente una robot, pues partes de su estructura son transparentes y dejan ver la maquinaria interior, pero en su totalidad, en su actitud y en su faz Ava es claramente femenina, atractiva y acaso seductora. Caleb se da cuenta de que Ava no sólo tiene una inteligencia aguda y emociones congruentes, sino que parece tener conciencia de sí. Pero ¿se trata de una simulación magistral o Ava está realmente consciente? Cuando Caleb le pregunta si puede demostrar que es un ser consciente de sí, ella sagazmente le responde: ¿puedes tú probar que eres autoconsciente? Al no haber evidencia demostrable, Caleb debe generar una opinión justificada. Pero vemos que Nathan ya había previsto esto y para él la prueba definitiva consistiría en que Caleb se enamore de Ava, con lo cual se habrá cumplido con creces la prueba de Turing. Caleb, en efecto, se enamora de Ava, pero ella tiene otros planes que demuestran capacidades muy eficaces y elaboradas de manipulación, simulación y planeación de estrategias para satisfacer sus deseos.
En tanto espectador de la película, veo que todas estas son características necesarias de la autoconciencia, pero ¿son suficientes y probatorias? Como no es posible tomar la perspectiva de Ava, la cuestión depende de si se puede atribuir autoconciencia a otro ente con base en su comportamiento y lenguaje. Dado que Ava despliega caracterísitcas que asociamos a la autoconciencia se la concedemos de forma espontánea y razonable como se la concedemos a nuestros prójimos humanos. Pero el asunto tiene implicaciones profundas. Por ejemplo: para crear una humanoide autoconsciente su creador debería conocer el fundamento material de la autoconciencia, implementarlo en el robot y comprobar que se comporte como tal. Pero Nathan ha fabricado una máquina que reproduce o imita a la perfección conductas humanas y se pregunta si Ava en verdad es y está autoconsciente. La inteligencia artificial ha hecho creer que no importa de qué está hecha la máquina, sino lo que hace y ejecuta, pero un neurobiólogo como el que esto escribe está convencido que la conciencia y la autoconciencia requieren de un organismo vivo no sólo dotado de neuronas, sinapsis y neurotransmisores, sino de inscripciones históricas, culturales y simbólicas para que pueda ser consciente del mundo, de sí mismo y poder disfrutar de ese saber que sabe de sí.
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