supremacismo

¿Nos ha vuelto racistas la izquierda?

Lectura: 20 minutos

(Para mi sobrina, M.H.H. Aquí empieza el diálogo entre las generaciones.)


Estamos frente a diversos escenarios que terminan
todos en alguna forma de guerra civil.

Bret Weinstein (min. 01:37).

Nuestro mañana es el hijo de nuestro hoy.
…Pensemos en ello… más vale hacer de él algo bueno.
De cualquier hijo.

Octavia Butler.

¿Cómo saber cuándo ha ido demasiado lejos la derecha? Es fácil, dice Jordan Peterson:

“Con los derechistas lo ves claro, hombre. … Afirman alguna superioridad étnica o racial, y ahí está el cuadro [dibuja un cuadro en el aire]: Nazi.

La derecha ha ido demasiado lejos al instante que defiende el racismo. Pero “el problema del mentado siglo XX,” dice Peterson, es éste:

“¿Cuándo ha ido demasiado lejos la izquierda? Y la respuesta es: nadie sabe. … Tenemos un problema estructural, aquí: no sabemos cómo encuadrar la patología del lado izquierdo.”

Pero… sí sabemos: campos de reeducación, gulags para disidentes, espionaje Big Brother, en fin, totalitarismo—ésa es la izquierda yendo demasiado lejos. La Unión Soviética, Corea del Norte.

Lo que ha querido decir Peterson es esto: con la izquierda, los síntomas tempranos de algo descarrilado son casi imperceptibles, porque los izquierdistas anuncian metas—‘diversidad,’ ‘inclusividad,’ ‘igualdad,’ ‘justicia social’—cuya resonancia positiva sacude y desdibuja la frontera que separa a la virtud del vicio; la pisamos, seguimos, y ni cuenta nos damos.

Una raya, al menos, pudiera antojarse nítida: la izquierda—como la derecha—irá demasiado lejos tan pronto se torne racista. Pero no. Tampoco esta raya se ve. Pues el antirracismo, para la izquierda, es fuente de identidad y táctica de movilización; en la izquierda, entonces, el racismo es autotraición, inversión orwelliana. Cuando aparece, por consiguiente, no asoma bien la cabeza. Finge, disimula, viste un máscara.

¿Está ocurriendo? Sí.

La política de identidades—discurso dominante de la izquierda anglosajona contemporánea—es anti blancos. El líder en esto, como en tantas cosas, es Estados Unidos. Nos servirá una reflexión sobre la experiencia estadounidense, pues la estamos importando.

Kindness Yoga: la anécdota arquetípica

El protagonista de mi historia inicial es Patrick Harrington. De ver cómo la vanguardia de agravio—que lidera la política de identidades—lo hizo pedazos, querrás imaginarte a un vampiro sádico devorando morenos tullidos transgénero. Adelanto, entonces, que Harrington, un yogui famoso de Denver, gozaba de una reputación impecable, pues era rigurosamente observante con la corrección política. Su negocio, Kindness Yoga (Dulzura Yoga), operaba con donativos voluntarios (para recibir a todos), tenía baños género-neutrales, y ofrecía talleres yoga LGBTQ e inclusive “noches de yoga para gente de color donde se pedía a los ‘amigos blancos y aliados’ que ‘respetaran y no asistieran.’”

Pero Harrington es blanco—y eso, al parecer, no se perdona—.

Kidness Yoga, Patrick Harrington
Patrick Harrington (Fotografía: YogaDownload).

Luego del encierro impuesto del COVID, Harrington se esforzaba por reabrir sus nueve estudios de yoga cuando “agravios denunciados en redes sociales” alegaron que “las voces de las minorías [étnicas] y de los maestros LGBTQ no eran escuchadas” en Kindness Yoga. Dos empleados, Davidia Turner y Jordan Smiley (respectivamente, una mujer negra y una persona transgénero), expresaron al Colorado Sun que el equipo administrativo (blanco) de Kindness “no quería echarle ganas a hacer cambios,” por lo que lideraron una campaña masiva para injuriar a la empresa en Instagram.

¿Cómo respondieron los directivos? Cuando escucharon de los inconformes que la página web de Kindness era “demasiado blanco-céntrica,” invitaron a “gente de color y otras minorías a una sesión de fotografía de varias horas.” ¿Qué? ¡Cortina de humo! Inaceptable: “varios instructores expresaron su indignación y furia.” ¿Pero qué hacemos entonces?, preguntó la directora ejecutiva (una mujer blanca). “No corresponde a los empleados [étnicamente] minoritarios corregir la cultura,” contestó Davidia Turner. Hecho lo cual, recuerda ella, su jefa echó a llorar.

Ocurrió entonces el asunto George Floyd. En Minneapolis (Minnesota, EEUU), un hombre negro, detenido por usar un billete falso (USD $20), murió en súplica por una bocanada de aire con la rodilla de un policía blanco en el cuello, todo grabado en video. Habrá que evaluar los detalles para establecer causalidad, intención, y responsabilidad en su precisión fina, legal, y establecer también si atracos como éste han sido típicos (ver aquí y aquí). Son preguntas de suma importancia. Pero mi tema es la respuesta popular. Ríos enormes, inéditos, de blancos enfurecidos, organizados en su mayor parte por Black Lives Matter (BLM), se vertieron sobre las calles para denunciar, en todos lados, el racismo sistémico antinegros. Se arriesgaron. Recibieron golpes. Y muchos blancos más—cifras inéditas—hicieron la porra.

En este contexto, Davidia Turner y Jordan Smiley renunciaron a sus plazas en protesta por la postura de Kindness Yoga hacia Black Lives Matter. ¡Pero si Kindness apoyó a BLM! Pues sí, explica Turner, pero eso fue “activismo performativo”—para quedar bien, según ella—: Kindness “no hizo lo suficiente.” ¿Y qué es suficiente? No dice.

Indignada, Turner movilizó a sus 4,520 seguidores en Instagram en contra de Kindness y otros estudios de yoga con propietarios blancos. Publicó el correo electrónico y el teléfono de Patrick Harrington “y pidió a la gente no solo que exigieran de Harrington ‘reparaciones’ para sus maestros minoritarios, sino que cancelaran sus membrecías.”

Llovieron cancelaciones; Kindness quebró.

¿Le satisfizo a Turner? No. Indignada y transportada de ira todavía, posteó un video “despotricando contra las lágrimas de la directora ejecutiva y la ‘tristeza’ expresada por Harrington ante su renuncia.” Pues “‘enfurece que hayan blandido tristeza y lágrimas como armas,’” explicó Turner en su video viral. Aquello, dijo, “‘es una de las astucias más arteras del supremacismo blanco y de la blancura.’”

Pero si bien Turner y Smiley deberán soportar el peso opresivo de la tristeza blanca, las lágrimas blancas, y la … blancura (¡?), han podido rescatar algo, cuando menos: ambos abrieron estudios de yoga para anteriores miembros de Kindness que coinciden con ellos.

Yoga, Patrick Harrington

Que no son todos—ojo—. Otros maestros de Kindness, “y estos incluyen gente de color y uno que se identifica como LGBTQ,” estaban “en shock y con el corazón roto de ver cerrar el negocio.” ¿Racismo? ¿Cuál racismo? “ ‘Siendo que soy una persona negra, me he venido preguntando esto los últimos días: ¿Cómo es que nunca lo sentí?,’ ” dice Sam Abraham. Él y otros lamentan ese “juicio por Instagram.” ¿No hubiera sido mejor dialogar con Harrington? Los agraviados eran tan solo “un puñado de maestros.”

Nunca falta. Un puñado ruidoso, ostentándose vocero de la mayoría, nos convence de que en realidad la representa. Entonces, intimidados, ya no nos oponemos. A esto le llaman ignorancia pluralística. Dicho fenómeno, bien documentado en la psicología, subyace el conocido efecto espectador de la mayoría silenciosa que allana el descenso de una sociedad a la locura. Sucedió en el Tercer Reich. Sucedió en la Unión Soviética. Está sucediendo ahora.

Sobra decir…—no, me corrijo: aquí no sobra ya nada—. Es obligado precisar que el racismo sistémico antinegros por supuesto existe y hemos todos juntos de combatirlo (regresaré a este punto al final). ¿Pero acaso Harrington era el enemigo? ¿Qué beneficio aportó demoler Kindness Yoga? Harrington mismo se lo pregunta—pero con cautela, pues asimila ya su indefensión aprendida: haga lo que haga, tendrá que pedir perdón—.

“‘Estoy aprendiendo a hablar de una forma más incluyente y apreciativa de la diversidad,’ ” dijo [Harrington] al Colorado Sun.(…) ‘¿Acaso ganó algo nuestra comunidad en Denver cuando Kindness Yoga cerró sus puertas? … Estoy luchando por entender cuál es el beneficio de este desenlace para la gente blanca, la gente de color, la gente LGBTQ. No veo el beneficio en tirarnos de esta forma.’ Luego de un silencio, añade: ‘Pudiera ser que mi privilegio [blanco] me ha cegado. Estoy tratando de aprender.’”

Ojo: esta anécdota es instructiva por arquetípica; es ejemplar, no especial. Se repiten escenas como ésta por todo Estados Unidos. Es de interés general, por ende, dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿Cómo pudo una movilización social destruir a este hombre, aliado ideológico de quienes lo arruinaron, por el pecado único de ser blanco? ¿Qué demonios está sucediendo en Estados Unidos?

Es menester entender, en su expresión gramática, la política de identidades que ha venido impulsando la izquierda política occidental. Eso mismo explicaré. Me andaré con cuidado, que el terreno está minado. Lo primero: dejarte claro quién te escribe.

woke and racist
Imagen tomada de newswars.com.

Declaraciones y definiciones

Hago tres declaraciones sobre mi relación con la política de identidades en su versión anglosajona.

Primero, soy antropólogo evolutivo y sociocultural, interesado en las sociedades occidentales más avanzadas: educadas, industrializadas, ricas, y democráticas—WEIRD societies, como ahora las llaman, luego de que Joe Henrich, quien compartiera conmigo las aventuras del doctorado, acuñara dicho acrónimo (WEIRD: Western, Educated, Industrialized, Rich, and Democratic). Es inusual pues soy mexicano, escribiendo desde México: la periferia occidental estudiando al centro. Para dicha tarea, me asisten 17 años de experiencia etnográfica participante-observador en EEUU, en la ecología misma que parió y desarrolló a la política de identidades: la universidad.

Segundo, mi trabajo reciente tiene su raíz en el análisis de discurso, una de las vertientes académicas que dieron lugar a la política de identidades (tres ejemplos: 1, 2, y 3).

Tercero, desde las perspectivas evolutiva y cognitiva, he buscado desarrollar mejores herramientas científicas para investigar el racismo. Sobre el racismo antinegros, en específico, he estudiado: 1) los esfuerzos por revivirlo en los medios y el mundo académico; 2) las políticas eugenistas (proto nazis) en torno a los exámenes de IQ; y 3) el racismo de los Padres Fundadores, esclavistas, de EEUU. (Ver aquí y aquí.)

Por favor nadie me malentienda: en absoluto digo lo anterior para compartir mis credenciales de woke, como se dicen ahora los izquierdistas presuntamente ‘despiertos.’ Mi razón es antípoda. Busco asentar lo siguiente: cuestionar la ideología woke no me vuelve racista sino todo lo contrario. Los woke no tienen problema en perseguir a los blancos; yo deploro el racismo contra quien sea.

Ahora bien, en materia de definiciones, requerimos tres: para gramática, prejuicio, y racismo.

Una gramática obvia es la del castellano, que nos obliga a ordenar las palabras, ‘correctamente’, según sus reglas. Pero hay reglas gramaticales más allá del habla. Las seguimos al sentarnos a comer, al ir al baño, en saludos y despedidas, acudiendo a un concierto, comprando algo en el supermercado (y un largo etcétera). En cada comunidad local, ligado a la identidad que la marca, emerge, para cada categoría de comportamiento, un sistema de reglas—a menudo totalmente implícitas—que, funcionalmente articuladas, ordenan la expresión ‘correcta.’

Nuestra propia maestría con estas reglas nos las oculta. Nuestra conducta es fácil, intuitiva, como hace un pez en aguas que no logra ver, pues todo lo envuelven. Por eso, mucho antes de conocer—y por primera vez percibir—la gramática castellana en la escuela, ya la hablábamos. Igual de invisible, mientras no se estudie, es la gramática de un discurso ideológico, aquel que ordena asertos y juicios, y sus combinaciones.

racismo Estados Unidos
Imagen: Healthline.

La crianza es gramatical y eso tiene una consecuencia. Luego de ser alineados desde niños con reprimendas y castigos, en nuestra mirada intuitiva la conducta extranjera nos parece ‘incorrecta.’ El extranjero no tiene la culpa—no ha hecho sino internalizar la gramática de su sociedad—. Pero cuesta trabajo ver eso. A dicha dificultad, en el lenguaje técnico del antropólogo, la llamamos etnocentrismo. Quiere decir prejuicio.

La cosa es vieja. En la antigüedad clásica, Herodoto, primer antropólogo, lo dijo así:

“… si uno pidiera a los hombres escoger, de entre todas las costumbres del mundo, aquellas que consideran mejores, examinarían el conjunto entero y terminarían por preferir las suyas; pues muy convencidos están de que sus usos son superiores a todos los demás.” (Histories 3.38)

Lo propio, es propio.

Pero no es mera preferencia. Mucha investigación, incluyendo la mía (véase aquí y aquí), sugiere que nuestra psicología evolutiva nos sesga la percepción: las culturas nos parecen (incorrectamente) poblaciones biológicas con fronteras claras marcadas por rasgos físicos. La mente intuitiva quiere ‘ver’ razas.

Dichos sesgos nos vuelven presa fácil para emprendedores políticos que nos venden conflicto existencial entre los ‘buenos y/o superiores por naturaleza’ (nosotros) y los ‘malos y/o inferiores por naturaleza’ (otros). Uniendo así el orgullo al prejuicio, se cuece el racismo.

La naturaleza, empero, no es destino; emprendedores políticos de cepa distinta a veces sacan delantera. El indígena oaxaqueño Benito Juárez, el presidente más admirado de la historia mexicana, famosamente dijo: “El respeto al derecho ajeno es la paz.” Aplicando ese principio, Martin Luther King, descendido de esclavos afroamericanos, desacopló el orgullo del prejuicio, heredándonos consciencia—tolerancia—.

Pero … ¿se estará evaporando ya? Pienso que sí.

perspectiva racismo, blanco y negro
Imagen: CNN español.

En 2020, ¿cómo es Estados Unidos? ¿Tolerante o racista?

En este año inolvidable, hemos visto protestas gigantes, inéditas, contra el racismo sistémico antinegros. Pero si el racismo es un problema tan grave, como indicarían las protestas, ¿cómo es que vemos muchedumbres blancas, igualmente inéditas, entre protestantes y porristas? ¿Paradoja?

Puede explicarse. La política de identidades en EEUU opera sobre una gramática que resumo en tres amplias jugadas. Primero, rebajas a los blancos por su piel. Segundo, los fuerzas a emitir, para redimir dicha piel, señales de virtud woke. Tercero, hagan lo que hagan, les niegas la redención. (Véase el caso Harrington.)

Corriendo varias décadas de este juego, tenemos ya muchos blancos bien socializados, urgidos de redimirse. Necesitan—por gramática—que los vean protestando el racismo antinegros. Pero no se contabiliza su presencia en las calles; no cuenta para decir que el racismo antinegros haya sido superado, o que esté en vías, por lo menos, de trascenderse. Primero, porque las protestas son ostensiblemente contra el Estado. Y segundo, porque ni esto ni nada—según esta gramática—podrá jamás redimir la piel blanca.

Pero eso mismo—en sí—es racismo.

Como dice Coleman Hughes, si no hemos de repudiar todo lo enseñado por el Movimiento de Derechos Civiles y por Martin Luther King—a saber, que el color de tu piel no expresa tu valor—habremos entonces de confesar que quien exija al blanco redimir su piel, y luego (¡para colmo!) desaire su esfuerzo por redimirla, será un racista al cuadrado. Y un agricultor del racismo, pues cosecha con ello que algunos blancos se entreguen, derrotados, al auto odio, y que otros, igualmente derrotados, se dejen seducir por la extrema derecha, gravitando hacia el supremacismo blanco.

Peligro. Esto es una emergencia social. Hay mucho que hacer. Y lo primero es entender.

Existe ya buen trabajo (dos ejemplos: 1 y 2) trazando los problemas lógicos y morales de la política de identidades a sus raíces académicas (marxismo, posestructuralismo, deconstruccionismo, posmodernismo, feminismo cuarta ola, teoría crítica de justicia social, teoría crítica de raza, teoría de interseccionalidad, etc.). Pero ¿de qué nos sirve? La gramática de identidades ha escapado ya su jaula académica para empapar toda la cultura, poseyendo a la gente de a pie sin que lo entiendan, ordenando ideas y comportamientos. Entonces, lo que urge es un asidero antropológico: mejor teoría sobre cómo diversas fuerzas selectivas, operando en la cultura en escalas históricas, articulan y editan nuestras gramáticas funcionales, para luego aplicar ese conocimiento al proceso literalmente pedestre y contestar: ¿cómo se juega, con la gente de a pie, esta gramática de identidades?

A continuación, una primera aproximación.

Fotografìa: Buenos dìas Nebraska.

La gramática de identidades—erigida sobre la ‘culpa blanca’—

Érase una vez en EEUU que la Segunda Guerra Mundial se hacía borrosa, ya, en el espejo retrovisor, y la izquierda marxista pudo ver muy nítido, en cambio, el problema estructural que tenía por delante: el progreso económico de las clases trabajadoras, levantadas por la economía de mercado, eliminaba las condiciones objetivas para una sabrosa lucha de clases. Así lo plasmó Tom Wolfe:

“… El término ‘clase trabajadora’ se dejaba de usar en Estados Unidos, y ‘proletariado’ era tan obsoleto ya que solo unos cuantos marxistas amargados con pelo de alambre asomando de las orejas lo conocían. La vida de un electricista, mecánico de acondicionadores, o reparador de alarmas hubiese hecho pestañear al Rey Sol [Luis XIV]. Pasaba sus vacaciones en Puerto Vallarta, Barbados, o St. Kitts. Antes de la cena estaría en la terraza de un hotel con su tercera esposa, abriendo su guayabera para dejar centellear las cadenas de oro en su greña pectoral. Se habrían pedido un agua mineral de Quibel, del Estado de West Virginia, porque las europeas de Perrier y San Pellegrino, antes muy favorecidas, las sentían ahora un tanto corrientes… Consumaban así los sueños de… [los] utopistas socialistas del siglo XIX, del día en que el trabajador común tendría las libertades políticas y personales, el tiempo libre, y los medios para expresase como quisiera, haciendo florecer todo su potencial…”

¿Qué hacer entonces con el marxismo? ¿Enterrarlo? ¿Y de qué come entonces un marxista? No. Había que descubrir una nueva opresión; politizar—vestir de víctima—otras identidades sociales, clamar por justicia, y reanudar el conflicto. Entró en escena, entonces, a finales de los años 1960, la Nueva Izquierda.

En su presentación mediática, la nueva estrategia tomó al principio una forma engañosamente benigna: multiculturalismo. Esto vino a reemplazar el anterior ideal gringo—desconocido ahora, quizá, por las nuevas generaciones—que pedía estrechar lazos allende fronteras nacionales, étnicas, y raciales para confundirse en la fundidora (melting pot) y verter para todos una identidad nueva. No, no, no, eso no, dijeron ahora. ¡Semejante error! Dicha fusión, insistieron, no es esperanzadora sino opresiva, pues aplasta la diversidad, el principio más importante. Había que proliferar y nutrir todas las identidades, todas preciosas, orgullosas, en respeto y tolerancia.

Eso de respeto y tolerancia sonaba bien—buena mercadotecnia—. Pero lo que hacían en la universidad estos emprendedores de Nueva Izquierda era envolver las identidades tribales de sus alumnos en paños de agravio histórico, haciendo hervir resentimientos y denuncias: aquellos conatos de conflicto que precisaban los marxistas.

Cabe aquí la siguiente pregunta: Siendo que los rectores sirven a los trustees, representantes de los grandes intereses capitalistas en la universidad, ¿por qué tanto apoyo para estos emprendedores marxistas? Un misterio. Pero con el poder que adquirieron, dichos marxistas proliferaron ‘estudios de agravio’ (grievance studies) en las ciencias sociales y humanidades, y luego licenciaturas, maestrías, y doctorados, anclados todos en el ‘defensismo vengativo’ (vindictive protectiviness), como lo llaman Lukianoff & Haidt. O quizá quede mejor ‘victimismo agresivo,’ pues sus promotores querían una paradoja: convertir el grito de ‘¡Soy víctima!’ en un arma temible y poderosa.

Pero ¿eso funciona? Sí, porque la revolución de Martin Luther King había operado un cambio profundo en muchos estadounidenses; ansiosos ahora de comunicar su nueva tolerancia y redimirse con reparaciones simbólicas, estaban muy receptivos al reclamo de quien se ostenta víctima. Esta nueva ecología emocional exhibía, en sus superficies, los brotes y valles justos para la adhesión del virus ideológico de Nueva Izquierda. Y fue así—aprovechando las buenas intenciones—como invadió al cuerpo social la nueva gramática.

Opera de la siguiente manera.

Karl Marx
Fotografía: Peter Schalchli (Dialektika).

Primero, sustituimos lucha de clases con conflicto racial. El término ‘gente de color’ (people of color), que alguna vez quiso decir ‘negros,’ se redefine para excluir y aislar a los blancos, agrupando a todos menos a ellos, declarando así dos ‘clases’: oprimido (de color) y opresor (blanco).

No estamos hablando, ojo, del blanco que pone su dedo en el botón nuclear, sino de cualquier blanco de a pie, aunque no tenga un peso, aunque no haya vulnerado jamás a persona alguna, aunque quiera ser amigo y se declare antirracista y apoye las protestas. Aunque se llame Patrick Harrington y ponga baños género-neutrales y promueva dulzura. No importa. Será Señor del Patriarcado pues su piel es ‘privilegio’ y eso lo condena.

Dicha condena, bien asimilada por el blanco tolerante de a pie, es su ‘culpa blanca’ (white guilt), que busca redimir con intención sincera. Pero ¿quién habrá de poner manos sobre su cabeza y pronunciar el fallo? Dan paso adelante los voceros autodesignados: la vanguardia de agravio. Es aquí, en esta relación, donde el penitente blanco otorga al activista woke un poder social de absolución, que se articula el eslabón clave de la gramática funcional de identidades.

Y empieza el abuso.

Inicia un proceso ostensiblemente benigno: reformas al habla para evitar una posible ofensa (corrección política). Pero este nuevo marxismo que nos expropia el habla no descansa, mutando a diario las reglas para tropezar al blanco en pos de redención. Lo acostumbran a estar siempre mal, a siempre pedir perdón, a una perpetua expiación.

Pronto, buscará un refugio.

¿Con qué abrigarse? Con alguna nueva definición de víctima, si puede. Pues en este juego el poder emana, paradójicamente, de tu presunta subyugación y el decibel de tu denuncia. Floreciendo a diestra y siniestra nuevas categorías de víctima, las demandas de reparación simbólica se multiplican, acentúan, combinan, y enfrentan: interseccionalidad.

Otro recurso es el de varias celebridades: responden o se adelantan a la denuncia, acusándose a sí mismos cual histriónicos flagelantes, confesando en público pecados anteriores y actitudes ‘incorrectas’ todavía por expurgar.

Pero el mejor refugio será unirse a la vanguardia de agravio: ser guerrero de justicia social (social justice warrior), profesionalmente ofendido, denunciando racismo a diestra y siniestra. Ante tal ferocidad, ¿quién osará acusarlo?

Se ofende, primero, para brillar; y después, para sobrevivir, pues regresa la sospecha para quien se ofenda un tanto menos. Se produce, en efecto, una ‘carrera armamentista’ en cuya escalación perpetua los activistas, un ojo al gato y otro al garabato, pronto agotan las jugadas obvias y se ven forzados a buscar nuevas fronteras de resentimiento y agravio: micro agresiones. ¿Qué son? Lo que imperiosamente alegue un propenso a ofenderse que esté ofensivamente implícito, por remoto que parezca, en lo dicho.

ignoring racism
Imagen: NBC News.

Y llegamos al absurdo: pues a menudo ya no saben, bien a bien, ni por qué se ofenden. Pero entienden—eso sí—que es imperativo siempre ofenderse de algo.

No apareció de la nada, ni fue inmediato—esto lleva décadas armándose—. Los antropólogos veteranos, todavía científicos, lo vimos crecer y denunciamos asombrados, impotentes, cómo el marxismo expropiaba a la ciencia social para crear conflicto. Nuestros jóvenes no vieron nada. Son jóvenes: nacieron ayer, en un mundo empapado ya de esta gramática que absorbieron como hacen con el lenguaje y que hablan con igual maestría. Pero si bien expertos en su aplicación intuitiva, son ajenos al poder que tiene esta gramática para ordenar sus pensamientos y valores, pues su propia maestría, como dijimos, se los oculta. Así, con total naturalidad, se cultiva el etnocentrismo, que en esta versión es contra sus papás, extranjeros de un país atávico lleno de viejos tercos cuyos pensamientos y valores ‘incorrectos’ entorpecen el amanecer de un nuevo orden moral.

Hay que ponerle atención a esto: los chavos quieren hacer el bien. Quieren emanciparse de sus papás y avanzar el progreso moral. Como hicimos nosotros. Como hicieron nuestros papás. ¡Y nuestros abuelos! Y seguro sí tienen cosas que enseñarnos. Pero una gramática torcida pavimenta, con las buenas intenciones, el camino al infierno. Pues aquí, quien no se cuadre—y totalmente—será ‘enemigo,’ y además malvado (presunto racista). No cabe, en esta lógica, tregua, negociación, o diálogo. Sólo cabe la denuncia.

Y eso tiene su consecuencia. Pues quien supone racismo en todos lados, en todos lados se lo encuentra, y así, los activistas woke terminan por devorarse, inclusive, unos a otros. Ya nadie sabe—ni la vanguardia de agravio—qué es ‘correcto.’ Ya todos temen hablar, pues todo se denuncia.

(Cualquier parecido con el totalitarismo comunista o fascista es mera coincidencia.)

Los más movilizados imaginan que liderar la denuncia los hace fuertes. Pero esto es un timo. Pues deben primero—por gramática—definirse ‘víctimas,’ y eso los debilita. Todos lo sabemos: si el bebé da un simple sentón, déjalo y se levanta sin drama; pero corre histérico a consolarlo y enseguida llora. ¿Quieres cosechar berrinches? Haz siempre lo último.

Así—precisamente así—es como infantilizan los administradores universitarios a sus alumnos. Son ‘mamá helicóptero’ y corren al menor suspiro woke a publicar disculpas y estándares, creando ‘espacios seguros’ para mimar a las víctimas vocacionales, ‘oprimidas’ por la expresión de una simple idea. Y censuran y despiden profesores en la esperanza de emitir una señal virtuosa que baste para ahuyentar la furia de masas. Porque están duros los berrinches… No han faltado, inclusive, brotes de violencia física (ver aquí y aquí) para barrer del campus cualquier expresión que pudiera contrariar el dogma de agravio, siempre en evolución: cancel culture.

Esto es bullying.

Todo ser humano en franco desvío de una gramática establecida es fácilmente avergonzado y presionado. Pero especialmente ahora. Pues las redes sociales, en los últimos quince años, han azotado de un palmazo, hasta el cero, el costo de acosar e intimidar en masa a un semejante. Y así la política de identidades, en este periodo, cual universo que estalla de su punto singular, se ha tragado entero a nuestro vecino del norte.

Locura.

Y digo bien. Pues empujada hasta su límite, la política de identidades termina por explicitar—ya sin vergüenza—el significado meta de su gramática funcional:

“Estoy diciendo que … todos los blancos son racistas.”

¿Que qué? Así, tal cual. La cita es de Robin DiAngelo, de su bestseller White Fragility (Fragilidad Blanca). ¿Y en qué radica dicha “fragilidad blanca”? En la dificultad que tienen los blancos de aceptar que “la blancura” (así se expresa ella) es algo malo, intrínsicamente racista. Hemos visto arriba el efecto de esta teoría, pues Davidia Turner, quien destruyera a Patrick Harrington, ha podido ver, en la tristeza y lágrimas de un blanco, un arma racista de “la blancura” (así se expresa también).

Robin DiAngelo

Y es que DiAngelo es muy influyente. Instituciones varias la contratan para que entrene a sus empleados a ver el mundo así. Y le pagan sumas exorbitantes. Con 7 horas de trabajo supera “el ingreso medio anual de las familias negras” (y una llamada telefónica te la cobra en USD $320 la hora). Semejante lucro no es ajeno al color de su piel: blanca. Vaya privilegio. Entre sus clientes están Amazon, la Fundación Bill & Melinda Gates, el Hollywood Writer’s Guild, la YMCA, las escuelas públicas de Seattle, y la ciudad de Oakland, por nombrar algunos.

Pero no estamos perdidos—no todavía—.

Cierto, en la página de Amazon el 76% de las reseñas otorgan cinco estrellas al libro de DiAngelo. Pero miremos más de cerca. Amazon también permite a los usuarios calificar esas reseñas. La mejor calificada es un ataque contra el libro que lo batea con una estrella. Y los usuarios prefieren dicho ataque—4 contra 1—a cualquier reseña adulatoria de cinco estrellas. Las reseñas mejor calificadas son todas ataques de una sola estrella.

Amazon también permite que los usuarios se comuniquen poniendo comentarios debajo de las reseñas. Las reseñas de cinco estrellas desbordan de comentarios negativos de gente que lo dice bien clarito: este libro vende racismo antiblancos y es una traición al legado de Martin Luther King.

La política de identidades, parece ser, apalanca la ignorancia pluralística: la mayoría de los estadounidenses no están (todavía) de acuerdo con ella, pero no saben que son una mayoría silenciosa.

¡Párense! ¡Levanten la voz! ¡Que los cuenten!

Porque si esta gramática convence a los blancos de que no hay redención, habrá más auto odio, por un lado, y más debilidad por el supremacismo blanco, por el otro. Los dos extremos, izquierda y derecha, se alimentarán mutuamente y engullirán el espació intermedio. Será una elección entre dos totalitarismos, cada cual racista.

¿Viene una guerra civil?

Me tomo esta pregunta en serio porque lo está prediciendo Bret Weinstein, un teórico evolutivo brillante, autor del reserve-capacity hypothesis, que se ha convertido en profeta de nuestro cambio cultural. Sí es muy listo pero también es cierto que lo ve todo muy de cerca, pues él protagonizó el punto de inflexión de 2017. Las cosas venían rápido ya, pero ese año, alrededor de él, se aceleraron que da vértigo.

Bret Weinstein
Bret Weinstein (Fotografía: Epiphany a Week).

El profesor Weinstein, quien años atrás defendió heroicamente, en sus días de universitario, a las estudiantes negras abusadas por bullies blancos de las fraternidades de UPENN, y cuya piel resulta ser blanca, fue acusado por los activistas woke de Evergreen College, donde enseñaba, de ser un nazi (Weinstein es judío), amenazado con violencia, y luego corrido de la escuela (con la cooperación tácita del rector). Todo porque no estuvo de acuerdo con el Día de Ausencia.

El Día de Ausencia: una presunta celebración de la diversidad donde los “alumnos, empleados, y profesores blancos [fueron] invitados a irse del campus y no participar en las actividades del día.” Eso, señaló Weinstein, es racismo antiblancos. Pero no puedes decirle eso a los guerreros de justicia social, porque estamos en plena inversión orwelliana.

La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, los racistas son antirracistas…

Weinstein nos advirtió que su experiencia pronto sería normal, que se venía una ola de esto. Tuvo razón. Ahí está Patrick Harrington. Y muchos otros. Debimos haberle escuchado. Ahora está diciendo que se viene una guerra civil. O quizá no, dice, pero “Desconozco el nombre de la fuerza que la estorbaría.”

En el clima presente, con violencia callejera en varias ciudades estadounidenses y la policía en retirada, no es precisamente impensable que un día, en algún lugar, algún blanco claramente inocente será muerto, sin ambages, por ser blanco. Y entonces, ¿qué? ¿Cómo reaccionarán los verdaderos supremacistas blancos? ¿Y cómo reaccionarán las masas de Black Lives Matter? Me pongo a temblar.

“Nuestro mañana es el hijo de nuestro hoy,” escribió Octavia Butler, otro profeta. Hemos de trabajar hoy—urgentemente—para que los estadounidenses no se maten unos a otros. Ni tampoco nosotros, que importamos todas sus modas. Ésta es, ahora, nuestra más alta responsabilidad moral. Enseñemos Juárez: “El respeto al derecho ajeno es la paz.”

Hela ahí: la fuerza que estorbaría a una guerra civil.

Urge canalizar el antirracismo de izquierda en una dirección productiva

El racismo sistémico antinegros sí existe. Como bien dice Bret Weinstein (min. 13:40):

“Sabes, en las comunidades negras hay una percepción [del sistema]: ‘está sesgado específicamente en nuestra contra.’ ¿Y sabes qué? Sí lo está. Pero … no es porque el racismo sea ubicuo, ¿sabes?, dentro de cada cabeza blanca. … [Es] … una propiedad del sistema.”

racismo blancos y negros
Imagen: Cleon Peterson.

Se refiere Weinstein al sistema institucional. Tiene razón. Fue un representante del Estado—y no una turba de linchamiento—quien mató a George Floyd.

¿Y por qué dio lugar una ofensa trivial y no violenta—un billete falso con valor USD $20—a la muerte de este hombre? Porque en EEUU, las relaciones de la policía con los negros están siempre atascadas de tensiones. ¿Y por qué? Porque la guerra contra las drogas ha parido una cultura de violencia en los barrios de las minorías.

¿Y por qué hay guerra contra las drogas? Porque el Estado ha criminalizado la digestión y la respiración.

¿Qué tiene que andar haciendo el Estado diciéndome a mí qué puedo comer o respirar? Es aquí, en este ataque frontal contra la soberanía personal, contra el señorío de mi cuerpo, que el racismo sistémico asoma la cara como política de Estado. Pues dichas políticas afrentan sobre todo contra las minorías.

El régimen de prohibición (ya lo sabemos) en nada reduce la demanda de drogas. Emerge entonces un mercado negro donde los productores y distribuidores ilegales, que no pueden ampararse en el Estado para hacer valer sus contratos, imponen sus términos con violencia desregulada. ¿Dónde? Pues donde los chavos sin mejores opciones, a quienes pueden reclutar, y donde la gente sin recursos privados para autodefensa, a quienes pueden amedrentar, están de oferta: los barrios pobres, abundantemente negros.

Estos barrios, por ende, se infestan de violencia.

¿Cuál es la consecuencia? “La criminalización de la posesión de drogas es, por mucho, el principal motivador de arrestos en Estados Unidos.” Contando nada más los arrestos por posesión para uso, estamos hablando de 1.4 millones de arrestos al año. Y esto le pega sobre todo a los negros, dice la Drug Policy Foundation:

“Es tres veces más probable que un negro sea arrestado por posesión [de drogas] para consumo que un blanco … Y el efecto en cascada para las familias y las comunidades es devastador. … Puede llamarse una forma de opresión sistémica.”

Sí—sí puede—.

En algún momento de su vida, uno de cada tres varones negros irá a prisión (comparado con uno de cada diecisiete varones blancos). Gracias, en parte, a que los negros son excluidos de los jurados, el Estado encarcela adultos negros, per cápita, seis veces más seguido que a los blancos, y los hombres negros reciben condenas bastante más largas por los mismos crímenes. “En algunas ciudades,” escribe Michelle Alexander (p.11) en The New Jim Crow, “más de la mitad de todos los adultos jóvenes negros están bajo control correccional.” Más … de … la … mitad.

Es verdad: la guerra contra las drogas es el nuevo Jim Crow. También es la nueva esclavitud: hay más hombres negros en prisión hoy de los que había esclavizados en 1850.

¿Qué tal eso para indignación y furia? Si vamos a gritar en las calles, gritemos esto, en el Norte y en el Sur: SOMOS CIUDADANOS OCCIDENTALES. NO SOMOS ESCLAVOS. RECHAZAMOS EL RÉGIMEN DE PROHIBICIÓN.

¿Quién habrá de liderarnos?

La libertad de expresión está muriendo; nos urge libertarismo. Es fuerte en el intellectual dark web (‘la red oscura intelectual’), bautizada así por Eric Weinstein, hermano de Bret.

Estos intelectuales Gen X, criados cuando la política de identidades no lo había inundado todo, están abriendo canales de comunicación con los millenials y para abajo. Ahí están con podcasts, conferencias y artículos, y un público enorme: Joe Rogan, Karlyn Borysenko, Sam Harris, Zuby, Douglas Murray, Dave Rubin, Helen Pluckrose, Jordan Peterson, Coleman Hughes, Jonathan Haidt, los dos Weinsteins y muchos otros.

Y estamos tú y yo.

Pues “aquellos a quienes esperábamos,” como dicen los Hopi Elders, “somos nosotros mismos.”

¡Alza tu voz! No importa el color. Regrésate a King.


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